sábado, 11 de enero de 2014

El amor profano y el amor sacro: 'Nymphomaniac'

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 A la izquierda, el triunfo del sexo en El amor victorioso (1601-1602) de Michelangelo Merisi da Caravaggio, © Staatliche Museen zu Berlin, Gemäldegalerie / Jörg P. Anders. A la derecha, la respuesta moralista de Giovanni Baglione, El amor sacro y el amor profano (1602), © Galleria Nazionale d'Arte Antica, Roma.

En el violento ambiente de la Roma de inicios del siglo XVII las rivalidades y las puñaladas traperas entre artistas estaban a la orden del día. Entre Michelangelo Merisi da Caravaggio y Giovanni Baglione la disputa tomó la forma de un par de pinturas sobre Cupido encargadas por dos hermanos de la familia Giustiniani, el marqués Vincenzo y el cardenal Benedetto, respectivamente. El primero, de Caravaggio, muestra al dios victorioso sobre los asuntos de las artes y las ciencias -«omnia vincit amor», «el amor todo lo vence», según el poeta Virgilio-. Su forma es la de un muchachito vulgar que, para más inri, separa las piernas con una impudicia realmente audaz, porque los placeres de la carne son sobretodo alegría y desfachatez. El segundo, de Baglione, es un calco estilístico del anterior en cuanto al naturalismo tenebrista, pero con un tratamiento temático muy distinto, ya que muestra al amor divino -y aguafiestas- interrumpiendo una cita entre Cupido y el pecado, representado por un demonio quizá con los rasgos de Caravaggio -antes había realizado otra versión del mismo cuadro sin tal supuesta alusión a su oponente-. Mala uva barroca, vamos, y la lucha entre el deseo sensual y la inclinación espiritual, también llamados sexo y amor.

 La recién estrenada primera parte de la película Nymphomaniac (2013), de Lars von Trier, trata sobre esa misma tensión, y explora si son dos principios irreconciliables -uno fruto del pecado y el otro de la virtud- o, sencillamente, dos manifestaciones distintas de lo mismo. Antes de Caravaggio y de Baglione, durante el Renacimiento, Sandro Botticelli resiguió la segunda opción pintando a la diosa del amor tanto como Venus Genetrix -en La primavera (1477-1482)- como Venus Cælestis -en El nacimiento de Venus (1484)-, es decir, el amor físico que incluye el contacto carnal y el amor metafísico que lo rehúye. Lo uno y lo otro según el momento, como la Séverine interpretada por Catherine Deneuve en el film Belle de jour (Luis Buñuel, 1967), a ratos prostituta servicial y frígida burguesa el resto del tiempo. O como los dos hermosos jóvenes de Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971), el Jaschu (Sergio Garfagnoli) terrenal, ordinario e inequívocamente masculino, contrastado con Tadzio (Björn Andresen), quintaesenciado, excepcional y andrógino.

La primera imagen de Nymphomaniac abre en negro, en una oscuridad en la que empieza a oírse algo, igual que en una tela de Caravaggio se introduciría un destello de luz para mostrar algún fragmento de la realidad. Una realidad en la que el deseo, los sentimientos y la ausencia de lo uno y de lo otro pueden resultar chocantes, pero nunca irrelevantes. Por eso Nymphomaniac, llena de felaciones, cunnilingus, penetraciones y orgasmos no es una película guarra, ni pornográfica y, por supuesto, nada erótica. Igual que el Cupido de Caravaggio es naturalista y alegórico a la vez, el film de Von Trier está entre la explicitud ligera de Shortbus (John Cameron Mitchell, 2006) y lo simbólico trascendental de La pianista (Michael Haneke, 2001). Lo blando y lo duro, la gloriosa abyección de la carne, la majestad de sus fluidos, todas las paradojas están en Nymphomaniac, el último canto a la fusión entre lo profano y lo sacro.


Ocho de los carteles promocionales de Nymphomaniac, © Magnolia Pictures. Todos juntos, con personajes tanto de la primera parte del film como de la segunda, podrían ser un muestrario de rostros de pinturas barrocas, tal es la teatralidad de los ojos en blanco o las bocas desencajadas.

Lo mundano y lo sagrado es un tema que, lo hemos comentado antes, no es exclusivo del Barroco, pero es en ese momento cuando sus límites se desdibujan, cuando se convierte en la mezcolanza que da vida a los santos sucios de José de Ribera, a los monjes en éxtasis de Francisco de Zurbarán, a las vírgenes púberes de Bartolomé Esteban Murillo, a los ángeles y los dioses callejeros de Caravaggio, y hoy a los inquietantes personajes de artistas contemporáneos como Matthew Barney o Cindy Sherman. Y también ocurre con los de Von Trier en Nymphomaniac: a la cabeza, la protagonista, Joe (Charlotte Gainsbourg), que aparece tirada como si fuera basura, torturada y degradada a la manera de una pintura de Ribera o una fotografía de Sherman. Enseguida, ella que es miasma y desecho, a través del relato que le explica a Seligman (Stellan Skarsgård) se erige en la poderosa reina de un Olimpo de sexo autocomplaciente (la Joe jovencita es Stacy Martin). Su relato vital, autorreferencial y donde la realidad y la ficción se confunden -características presentes en el gran modelo literario del Siglo de Oro, El Quijote de Miguel de Cervantes (1615)-, se organiza en capítulos, casi más temáticos que estrictamente cronológicos. En cada uno desfilan entre lo sublime y la inmundicia los hombres y mujeres que forman parte de esa amalgama ritual que es el sexo según el arte barroco de Von Trier. 

 
A la izquierda, cartel de Nymphomaniac, © Magnolia Pictures. A la derecha, La incredulidad de Santo Tomás (1601-1602), de Caravaggio, © Bildergalerie, Potsdam.

Caravaggio y otros artistas inconformistas, valientes y a veces brutos -incluidos Derek Jarman, que le dedicó el retrato cinematográfico más heterodoxo posible en Caravaggio (1986), y el Lars von Trier de Nymphomaniac-, meten el dedo en la llaga. Hurgan en lo que otros más condescendientes dejarían entre paréntesis. Esos paréntesis que, además de insinuar los genitales femeninos -la «mea vulva» de la película, un nuevo lema hedonista tras los himnos de Venus en la ópera Tannhäuser (Richard Wagner, 1845)-, son los signos gráficos entre los que se incluye lo que se podría callar pero que conviene decir. Eso sobre lo que no hay que dudar, porque está ahí, rojo y palpitante. Eso sobre lo que los Baglione mojigatos de todos los siglos despotrican.

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