Hace unos días, encontré por casualidad mis notas de séptimo de EGB. En una sola evaluación, suspendía siete de diez materias. En Lengua Castellana y Literatura, obtenía un “Muy deficiente”, una calificación que se repetía en Matemáticas, Ciencias Naturales y Pretecnología. En esas fechas, yo tenía 13 años y era un chaval rebelde, indisciplinado, ferozmente inadaptado y reacio a cualquier forma de autoridad. Corría el año 1976 y estudiaba en un colegio de curas. Podría atribuir los mediocres resultados al sistema educativo de la España tardofranquista, pero mentiría. Simplemente, odiaba la escuela. Cuando años más tarde, me convertí en profesor de filosofía, descubrí que mi odio no había desaparecido y que la escuela sólo era una estructura opresiva concebida para matar el espíritu. Algunos se preguntarán por qué he ejercido la enseñanza durante dos décadas. Podría responder con cinismo, alegando que necesitaba el dinero, pero no sería sincero. Me gustaba el contacto con los jóvenes y disfrutaba enseñando. Eso sí, hice todo lo posible por desviarme de las consignas de la Administración, evitando los exámenes y propiciando los debates, la lectura y el inconformismo. No sé si conseguí gran cosa, pero al menos experimenté la sensación de actuar como un piloto de combate que decide arrojar sus bombas sobre el Estado mayor que le ha enviado a masacrar a la población civil.
León Tolstoi también suscribió las teorías de la pedagogía libertaria. Fundó la escuela de Yásnaia Poliana
 inspirado por la idea de que “el ser humano sólo puede llegar a ser 
feliz, ayudando a los demás”. Su utopía pedagógica mezclaba pacifismo, 
anarquismo, vegetarianismo y cristianismo primitivo. Sólo una escuela 
libre, popular, abierta y sin distinción de sexos ni clases sociales, 
puede librar a la humanidad de vivir esclavizada por la barbarie 
capitalista. Tolstoi escribió un diario que refleja su experiencia como 
maestro. De entrada, descarta toda idea preconcebida, pues entiende que 
debe adaptarse a sus alumnos, preservando a cualquier precio su 
espontaneidad. La asistencia no es obligatoria, no hay exámenes y el 
papel del maestro debe limitarse a despertar el interés por las artes y 
las ciencias. No hay que preocuparse por la algarabía y el desorden, 
pues son dos rasgos típicos de la infancia y no hay nada perverso en 
esas inclinaciones. La misión del maestro es ayudar a los alumnos a 
descubrir su propio camino, sin condicionar su elección ni dañar su 
autoestima. Es un simple guía y no un juez que alecciona y sanciona. Es 
evidente que en los tiempos actuales ninguna escuela contrataría a 
Tolstoi como profesor y si por azar hubiera llegado a ejercer la 
docencia, no habría tardado en ser expedientado y expulsado del cuerpo, 
alegando que incumplía los programas y no mantenía la disciplina. No hay
 que extrañarse. La escuela de Yásnaia Poliana fue cerrada por 
el gobierno zarista, pues advirtió que constituía un riesgo para el 
poder autoritario. Ese mismo temor pervive en nuestros días.
 En el principio del siglo XXI, la 
escuela sigue desempeñando una función represiva. Las famosas 
programaciones oficiales y las pruebas o evaluaciones externas 
(reválidas, selectividad, controles de calidad) sólo son una herramienta
 al servicio de una sociedad unidimensional, donde el individuo vive 
bajo la coacción del poder político y financiero, que divide a la 
humanidad en capital variable (o fuerza de trabajo, con un coste 
oscilante) y seres improductivos, abocados a la pobreza, la exclusión y 
la marginación. ¿Acaso todos han olvidado las analogías entre la 
escuela, el manicomio y la cárcel apuntadas por Deleuze, Foucault y 
Alice Miller? ¿Nadie recuerda que las escuelas imitan el modelo de la 
fábrica, con pupitres alineados, donde el trabajador realiza una tarea 
mecánica y embrutecedora? ¿No es inhumano obligar a los alumnos a 
adoptar una posición pasiva de escucha, asimilación y reproducción de 
contenidos? ¿Acaso lo soportaría un adulto? ¿Por qué no se adopta un 
modelo asambleario basado en la autogestión? ¿Tal vez porque resulta 
inaceptable en el marco de una empresa, donde la libertad y los derechos
 del trabajador son irrelevantes? Al ser interrogado sobre las analogías
 entre la escuela, el manicomio y la cárcel, Foucault responde: “…no se 
puede decir que hay analogía, hay identidad. […] Es interesante ver que,
 hasta cierto punto, dirigen su rebeldía en una misma dirección los 
enfermos de los hospitales psiquiátricos, los presos en sus cárceles, 
los escolares en sus institutos. Llevan a cabo una misma revuelta, en 
cierto sentido, porque se rebelan contra el mismo tipo de poder”. 
(Michel Foucault, Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones,
 1981). En los años ochenta, se empezó a hablar de educar en la libertad
 y para la libertad. En España, se acometieron ciertas reformas, 
intentando transformar al maestro en educador, pero casi ningún profesor
 aceptó ese papel y la gran mayoría hizo todo lo posible para boicotear 
la reforma. La contrarreforma no tardó en llegar, con un nuevo lema: 
“Cultura del esfuerzo”, una consigna que apareció acompañada con las 
nociones de mérito y excelencia. Las recientes huelgas de profesores no 
surgieron para protestar por el regreso a una enseñanza elitista, sino 
por las bajadas salariales impuestas por la crisis y por el aumento del 
número de alumnos por aula, que acarrea una carga de trabajo 
insostenible. Nunca he oído una voz crítica contra el sistema. Durante 
dos décadas de evaluaciones, pasillos y charlas de cafetería, sólo he 
escuchado a profesores quejándose de sus alumnos, con los mismos 
argumentos de generaciones anteriores: “Son unos vagos, unos 
maleducados, unos insolentes, unos maleantes. Muchos acabarán en la 
cárcel”. Para sostener ese discurso, una parte notable del profesorado 
reinventaba su pasado, atribuyéndose un comportamiento ejemplar (e 
ilusorio) durante su etapa estudiantil: “Jamás me expulsaron del aula, 
nunca hice novillos, aprobaba todo con sobresalientes”. Los alumnos no 
hablaban mejor de sus profesores y no puedo recriminárselo, pues eran el
 escalón más bajo en el engranaje de la escuela. Me pregunto si alguna 
vez alguien se ha planteado que el sistema educativo está diseñado como 
un escenario de confrontación. Es imposible una convivencia armónica y 
mutuamente enriquecedora, cuando el trabajo del docente consiste en 
vigilar, clasificar y castigar. Muchos alumnos se rebelan, a veces con 
una actitud nihilista y sin una conciencia clara de los motivos de su 
malestar, y muchos profesores lamentan que hayan desaparecido los 
castigos físicos, a veces con tono irónico, pero con una sincera 
nostalgia reprimida por los convencionalismos sociales.
Al igual que algunos corredores de Fórmula 1, yo finalicé la EGB y el BUP con increíbles remontadas. Salvo las inevitables citas de septiembre con las matemáticas, pasé curso tras curso y entré en la universidad. En la Facultad de Filosofía, las cosas me marcharon mejor, pues mi expediente académico me permitió acceder a una beca de formación de personal investigador. Más tarde, aprobé las oposiciones de instituto con el número uno, obteniendo unas calificaciones que me situaban a milésimas del 10. No estoy utilizando una licencia poética, sino un hecho que puede constatarse en el Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid de 2000. ¿Significa esto que fui un adolescente irresponsable y un joven estudioso y trabajador? En absoluto. Simplemente, me adapté al sistema por miedo a la exclusión social. Durante mis años de docente, intenté seguir el consejo de Foucault: “En la medida en que el secreto es una de las formas importantes de poder político, la revelación de lo que ocurre, la denuncia desde el interior, es algo políticamente importante”. La fórmula es buena, pero inaplicable cuando todos tus compañeros actúan como una horda que se refuerza mutuamente mediante el odio hacia el enemigo, que en este caso es el alumno. No soy un ingenuo. No creo que los alumnos sean el buen salvaje de Rousseau. Muchos llegan a la escuela con la cabeza llena de prejuicios racistas, machistas y homófobos, casi siempre sembrados por esos padres que reclaman en exclusividad el papel de educadores. La tensión entre profesores y alumnos siempre hace más daño a los más vulnerables. He trabajado con docentes que sufrían alguna discapacidad física o que simplemente eran tímidos o inseguros. Puedo testificar que han padecido un infierno en el aula, soportando toda clase de agravios. Los alumnos con discapacidades también sufren las befas de sus compañeros o, sencillamente, un doloroso aislamiento. Recuerdo a una niña de doce o trece años con parálisis cerebral que pasaba el recreo en un rincón, sin que nadie se acercara a hablar con ella. Incluso presencié cómo dos alumnos le propinaban golpecitos en la silla de ruedas para provocarle un “gracioso” espasmo. Un sistema diabólico produce conductas diabólicas y la escuela sólo es el reflejo de una sociedad cruel, desigual y profundamente insolidaria
La mayoría de los profesores no son conscientes de su verdadera función social o no les molesta. De hecho, algunos están encantados con haber sido investidos con la condición de autoridad pública, convirtiéndose en colegas de los energúmenos que apalean con la misma saña a indignados, antisistema o agitadores de la marea verde. Las voces críticas son minoritarias y suelen acallarse mediante represalias de la Administración o cuadros de acoso laboral, a veces promovidos por sus propios compañeros. En los últimos tres años, la caza de brujas se ha incrementado hasta niveles insospechados, con expedientes, cambios de destino o intimidaciones verbales. La inspección y los equipos directivos han sido depurados y reemplazados, con la intención de neutralizar cualquier forma de protesta o disidencia. En este cuadro de ignominia, sólo encuentro un consuelo. La crisis económica ha provocado una oleada de indignación que ha incendiado las mentes. Algunos fantasean con levantar guillotinas y descabezar a políticos y banqueros. Creo que algunos profesores también deberían subir los peldaños de ese imaginario patíbulo, pues únicamente entonces comprenderían su papel en esta trágica mojiganga y su responsabilidad en la construcción de una sociedad apática y resignada. Sólo los que alguna vez han soñado con amotinar a sus alumnos para asaltar los cielos, podrían librarse de un destino que muchos consideran un acto de justicia.
Fuente: http://rafaelnarbona.es/?p=4556
 
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