-Apenas veinte escudos de renta para vivir, y disponer de veintidós años de vida! ¡ Si pudiera ser la vida aún más corta, ya que es tan desdichada!
Enseguida me hallé frente a una mansión colosal. Yo comenzaba a sentir hambre, y alguien me hizo saber que ese palacio era el convento de los carmelitas descalzos; ello me dio grandes esperanzas, y me dije: "Si estos santos son tan humildes que andan descalzos, seguro que son caritativos y me darán de comer".
Llamé a la puerta; se acercó un carmelita.
-¿Qué queréis, hijo?
- Pan, reverendo padre, que los nuevos decretos me han dejado sin nada.
- Hijo mío, nosotros pedimos limosna, no la damos.
-¿Qué ? ¡Tenéis una santa institución que os ordena ir descalzos, vivís en una morada de príncipes, y rehusáis darme de comer!
- Hijo mío, es cierto que no llevamos zapatos ni medias: es un gasto menos, pero no tenemos más frío en los pies que en las manos, y si nuestra santa institución nos mandara llevar el trasero al aire, tampoco ahí tendríamos frío. Repecto a nuestra bella guarida la hemos podido construir cómodamente, gracias a las cien mil libras de renta que obtenemos de casas de esta misma calle.
-¡Ah! ¡ah! ¡Tenéis cien mil libras de renta y me dejáis morir de hambre! ¿Le daréis entonces cincuenta mil al nuevo gobierno?
- Dios nos guarde de pagar un óbolo. Sólo el producto de la tierra trabajada por manos laboriosas endurecidas por los callos, y regada con lágrimas, debe pagar tributos al poder legislativo y al ejecutivo. Las limosnas que recibimos nos han permitido construir estas casas, que nos dan una renta anual de cien mil libras; pero esas limosnas proceden del fruto de la tierra, de modo que ya han pagado la parte del diezmo que les corresponde, y no deben hacerlo dos veces: ellas santificaron a los fieles que se empobrecieron enriqueciéndonos, y nosotros seguimos pidiendo limosna y contribuyendo, en el barrio, a hacer más santos a más fieles.
Y así diciendo, el carmelita, me dio con la puerta en las narices.
Entonces pasé por el albergue de los mosqueteros grises*, le conté mi historia a uno de esos señores, que me ofreció una buena comida y un escudo. Uno de ellos propuso ir a quemar el convento, pero otro más sabio lo convenció de que aún no era el momento, y le rogó que esperara dos o tres años
* En Francia, las diversas compañías de caballeros reales se distinguían por el color de sus caballos
Las preguntas de Zapata
Voltaire
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