viernes, 20 de septiembre de 2013

El filósofo del entusiasmo



Si somos una especie supuestamente inteligente, ¿por qué nos comportamos tantas veces de manera tan estúpida?
Ya sabéis –durante toda la “entrevista” se dirigirá a mis alumnos como si nunca hubiese dejado de dar clase– que a mí me interesa mucho el campo de la inteligencia y es a lo que he dedicado toda mi vida. Durante muchísimos años la he estudiado como una facultad individual, pero en un momento determinado me di cuenta de que eso era una situación completamente irreal, una abstracción. En teoría es así, pero cada uno de nosotros vive siempre en un contexto social, y es precisamente ese contexto social el que expande o restringe la inteligencia individual. Por lo tanto, la inteligencia se parece más a una conversación: hay conversaciones en las que se nos ocurren cosas mejores y hay otras que literalmente nos vuelven estúpidos. ¿Por qué? Porque solo se nos ocurren tonterías, solo pensamos en malignidades y en devaluarlo todo. En cambio, en otras conversaciones estamos como en un estado de tensión, de entusiasmo, y nos aplaudimos unos a otros: “Ay, mira, ¡qué bien está esto que se te ha ocurrido!”. Por tanto, deberíamos hablar de una inteligencia individual y de una inteligencia compartida, que es la que se da cuando varias inteligencias están interaccionando entre sí.
A mí me empezó a interesar estudiar eso en dos fenómenos muy concretos: la inteligencia de las parejas, porque el fracaso de las parejas es uno de los problemas más endiablados que nos ha dejado el siglo XX. ¿Por qué las parejas no se entienden? Cuando se hacen encuestas, prácticamente todo el mundo está convencido de que unas buenas relaciones de pareja y unas buenas relaciones familiares son imprescindibles para la felicidad. Pero a continuación dicen que, como no lo vamos a conseguir, ¿para qué nos vamos a empecinar en ello? Si la inteligencia tiene como función resolver problemas, ¿por qué en esto estamos siendo tan torpes? ¿Por qué dos personas que a lo mejor son muy inteligentes cuando están cada una por su lado en el momento en el que se juntan para una cosa que, en realidad, es un proyecto de felicidad compartida se desaniman, se irritan y se desajustan con la realidad? Para un teórico de la inteligencia como yo esto es un escándalo. Este era uno de los casos que a mí me interesaba estudiar dentro del contexto de cómo funciona la inteligencia compartida.

¿Y cuál era el otro fenómeno?
El otro era la inteligencia de las organizaciones, sobre todo de los centros educativos. Hay centros que, por la manera que tienen de colaborar, obtienen resultados estupendos y hay otros en los que hay recelos, envidias, bloqueos... En ese centro todos serán muy inteligentes, pero el centro en sí mismo es estúpido. Cuando hay una organización inteligente, igual que cuando hay una pareja inteligente, es porque unas personas que tal vez no sean extraordinarias, por el hecho de estar relacionadas así, pueden producir resultados extraordinarios. ¿Y ese plus de dónde viene? De cómo funcionan entre ellas. Si consiguiéramos atrapar el secreto de esa inteligencia compartida, sería fantástico

 ¿Y cómo podemos pasar de unas conversaciones que desmoralizan a otras que estimulen? Y estoy pensando en las conversaciones entrópicas que a menudo oigo en los institutos y en el contraste que suponen tus conferencias, por ejemplo.

Igual que tenemos muchos procedimientos para desarrollar la inteligencia individual, lo que hay que ver es cómo desarrollar la inteligencia compartida, pues es en ella donde se funda la convivencia social y si vivimos en sociedades muy estúpidas va a ser muy difícil no volverse estúpido. Eso es lo que hay. Pongamos un ejemplo, la cantidad de canales televisivos de timadores que hay: los quirománticos, los que adivinan el pensamiento, Sandro Rey... ¿Pero cómo es posible que haya tanta gente que se gaste dinero en estas cosas? ¿Por qué se ha extendido tanto la credulidad? Y la cantidad de revistas que hay sobre esoterismo. ¡Pero si estamos diciendo que el pensamiento crítico es fundamental, que es una de las cosas importantes de la filosofía para evitar que nos engañen! El primer principio de la filosofía consiste en que cuando alguien nos diga algo, hay que preguntarle: “¿Y usted cómo lo sabe?”. ¡Por favor, no me diga que se lo ha dicho un angelito! Eso muy poco fiable. Y si no me dice cómo lo sabe, ¡ni caso!

 ¿Y cómo podemos fortalecer este pensamiento crítico y contrarrestar la marea de credulidad?
Muy fácil. Sobre cada una de las cosas que pensamos tenemos que intentar decirnos, primero por higiene personal: “¿Y por qué pienso yo esto?”. Que es algo más complicado de lo que parece. Tened en cuenta que todos tenemos un sistema de creencias que muchas veces ni sabemos cuáles son. ¿Os acordáis de lo que eran las premisas del razonamiento? Son aquellos antecedentes sobre los que se basa la conclusión. Bueno, pues muchas veces tenemos unas creencias básicas de las que no somos conscientes, pero que actúan como premisas de una capacidad (fantástica pero muy peligrosa) que tenemos de producir razonamientos. Un ejemplo, cuando nos despierta el despertador nos decimos: “¿Para qué te vas a levantar si no vas a aprender nada? ¿Para qué te vas a levantar si estás un poco acatarrado y es mejor que hoy te quedes aquí en la cama, tranquilamente, en lugar de estar toda la semana enfermo? ¿Para qué…?”. Hasta que llega un momento en que te levantas. Tenemos mucha capacidad de hacer razonamientos automáticos, porque hemos nacido así. Tened en cuenta que un niño, antes de un año, es capaz de prever el movimiento de un objeto. Hay una prueba muy bonita que se le hace a un bebé de ocho meses: se le pone un juguetito que se mueva y el niño mira hacia el otro lado esperando a que salga; y si no sale, hace gestos de sorpresa. ¿Dónde ha aprendido el niño eso? Venimos de fábrica con un sistema modular de causalismo. Si tenemos como premisa de esa función del razonamiento cosas que no controlamos, al final sacamos unas consecuencias que nos parecen muy evidentes.

 ¿Nos puedes poner algún ejemplo que ilustre este mecanismo mental?
Mejor aún. Os voy a contar cómo se descubrió esto. Hay un gran psiquiatra americano, Aaron Beck, que se extrañaba de una cosa que pasaba en su consulta. Muchas mujeres que acudían con depresión, después de un fracaso familiar en el que habían sido víctimas, tenían profundos sentimientos de culpabilidad que agravaban esa depresión. Y él se decía: “Pero ¡esto no es lógico! ¿Por qué tienen estos sentimientos de culpabilidad si ellas son las víctimas?”. Después de investigar, se dio cuenta de que todas estas personas tenían una especie de creencia básica no conocida (que habían aprendido a saber cómo) que decía: “Si das amor, recibirás amor” o “Si eres suficientemente lista, te querrán”. Imaginaos: si yo tengo esa premisa y lo que recibo como segunda premisa es que no me quieren, ¿cuál es la conclusión? Pues que soy yo el culpable. Es decir: “Si hubieras sido suficientemente buena y cariñosa, te hubieran querido”. ¡Eso es radicalmente falso! Entonces, ¿cuál era su terapia? Beck pensó que si conseguía cambiar de alguna manera estas creencias básicas, cambiaría la conclusión. Y funciona. Descubrir las creencias que están actuando dentro de nosotros (y que muchas veces nos están haciendo la pascua) es tarea de la filosofía. No hay otra ciencia: tiene que ser la filosofía. La filosofía es la ciencia de vanguardia, la más avanzada. Los filósofos somos gente de frontera que estamos colonizando terrenos que aún no se conocen, y por eso estamos en riesgo. Cuando ya hemos colonizado un territorio, entonces sale en parte fuera de la filosofía. ¿Y dónde va? A las ciencias. De manera que todas las ciencias se han ido constituyendo una vez que la filosofía ha hecho el trabajo complicado de exploración. La química, las matemáticas, todo eso es filosofía, y desde el momento en que ya tienen unos límites determinados, pasan a la ciencia y nosotros seguimos hacia adelante. Y por eso la filosofía tiene un cierto grado de riesgo, de intrepidez.

 
 Hay una frase de Dewey en La Inteligencia ejecutiva que se aplica perfectamente a lo que estás haciendo con la Universidad de Padres: “A veces pienso que dejaré de enseñar directamente filosofía para enseñarla por medio de la pedagogía”.
Ya sabéis que los filósofos tenemos una mala costumbre, que es la de empezar todo por los presocráticos, pues para nosotros todo tiene su genealogía. Dicho en una sola frase: la gran inteligencia es la inteligencia práctica, no la inteligencia teórica. Platón se equivocaba: la inteligencia teórica (que es la que se dedica a conocer la verdad) es una de las posibilidades de la inteligencia práctica (que es la que dirige a la acción). Y dice él: ¿A qué voy a dirigir mi acción? A conocer la ciencia. De acuerdo; esa es una de las partes; y otra, a hacer feliz a mi mujer; esa es otra de las partes; y otra, a organizar la res pública, etcétera. En último término, lo importante de la inteligencia es dirigir bien mi comportamiento. ¿De qué manera? Depende del comportamiento que sea: si es el comportamiento científico, consiste en dirigir bien la actividad científica; si es el comportamiento ético, será dirigir bien el comportamiento ético; si es la convivencia familiar, será dirigir bien el comportamiento familiar. Eso es la gran inteligencia. Y por eso yo repito mucho lo siguiente: la gran creación de la inteligencia no es la ciencia, no es el arte, no es la técnica, es la ética. ¿Por qué? Porque es el conocimiento que se enfrenta con problemas más arduos, más universales, más dramáticos, con aquellos que tienen que ver con la felicidad del individuo o con la dignidad de la convivencia; y eso es complicadísimo. ¿Por qué exige más inversión de conocimiento la inteligencia práctica que la teórica? Por la índole de los problemas a los que tiene que enfrentarse. Un problema teórico se resuelve cuando conozco la solución. Por el contrario, un problema práctico no se resuelve cuando conozco la solución, sino cuando la pongo en práctica. Y ahí es cuando aparecen las complicaciones, porque, al ponerla en práctica, surgen los componentes de dificultad de la realidad: mis intereses, mis miedos, los del otro… De manera que la inteligencia práctica es la gran creación de la inteligencia, cosa que ya dijo Platón. ¿Os acordáis de cuando habla Platón de la razón?

 Aún están en primero de bachillerato…
En el mito del auriga, Platón explica que el alma humana es como un carro tirado por unos caballos potentísimos (que son las pasiones) y un conductor que intenta dirigir el carro por un sitio o por otro. El conductor simboliza la razón. De manera que cuando estaba hablando de razón no se estaba refiriendo a la capacidad de hacer razonamientos, sino a la capacidad de dirigir los comportamientos y de intentar ver qué hacemos con las pasiones. Eso se perdió después, porque Aristóteles convirtió la lógica en la ciencia del razonamiento y perdió esa capacidad de la razón de controlar las pasiones, y yo creo que ahora debemos recuperar esa idea. La gran inteligencia es capaz de dirigir el comportamiento en todas las cosas que hacemos. Hay comportamientos inteligentes en ciencia, comportamientos inteligentes en la vida práctica, comportamientos inteligentes en cómo hago una comida, etcétera. Entonces a mí me pareció que había dos saberes muy universales (porque tenían que aprovechar lo que nos dicen las ciencias para intentar aplicarlos en campos muy amplios): en el ámbito teórico estaba la filosofía y en el ámbito práctico, la educación. De manera que la educación es el cuerpo armado de la filosofía, por decirlo de alguna manera. La filosofía piensa, pero la educación ejecuta. Además, tened en cuenta que la educación es el fenómeno que permite el mantenimiento de la especie humana.

 Sobre esta cuestión has escrito algunas frases lapidarias. En La educación del talento, por ejemplo, dices que “la humanidad se reinventa en cada niño”.

¿Por qué razón? Fijaos que cuando un niño nace, lo hace con un cerebro cuya última mutación tuvo lugar hace doscientos mil años y de una historia evolutiva de seis millones de años. Y, de repente, hace doscientos mil años aparece un ser moderno (el homo sapiens) con una inteligencia capaz de comprender lo que hacen los otros y con muchísima rapidez para aprender: un niño nace con ese cerebro (del pleistoceno) y a los 12 años ha adquirido ya un cerebro moderno. ¿Qué ha pasado? Pues una operación prodigiosa: ha rediseñado su cerebro aprovechando lo que la humanidad ha tardado doscientos mil años en inventar. Primero: el lenguaje. Cuando aparece, la especie humana no tiene lenguaje. ¿Cómo lo inventó? Pues todavía es un misterio. Los niños vienen ahora preparados para el lenguaje, pero tienen que aprenderlo. Segundo: tienen que aprender a controlar de alguna manera sus emociones, cosa que no hacen los animales. Tercero: tienen que aprender a controlar su conducta, lo que tampoco hacen los animales. ¿Y cómo se controla esta conducta? Por contenidos ideales. Cuando una mamá le dice a su niño “No”, y el niño, que todavía no sabe muy bien donde tiene la pierna o el brazo, obedece a ese “no”, eso es fantástico. Y cuando tiene cuatro o cinco años vuelve a hacer una operación absolutamente maravillosa: ahora que ya ha aprendido a obedecer lo que le dice su mamá, empieza a darse órdenes a sí mismo. Si tenéis hermanos pequeños veréis que, cuando tienen alguna dificultad, se hablan mucho en voz alta. Y es que se están dando instrucciones ellos mismos. Había un novelista inglés que se llamaba E. M. Foster, y que decía una frase que a mí me parece fantástica: “¿Pero cómo voy a saber yo lo que pienso sobre esto si todavía no lo he dicho?”. ¡Hombre, ya lo sabría! Sí, seguro que lo sabía, pero hasta que no lo he dicho no sé si lo sabía o no.

 Tú lo llamas “educar el inconsciente”. Volviendo a la inteligencia compartida de las parejas, ¿qué es lo que hace que cambiemos tanto desde el enamoramiento inicial al momento en que la pareja se ha consolidado?

Es una pregunta muy importante. ¿Cuál es la diferencia entre el noviazgo y la vida familiar? Pues que en el noviazgo damos valor a todas las cosas, todo nos parece muy interesante para ser contado. “¿Qué has hecho hoy en la oficina?”. “Fíjate, pues resulta que estaba trabajando y entonces ha venido don Fulgencio, que es un chinche..., y entonces el jefe, que... etc.”. Es como la Ilíada y la Odisea de las oficinas. Quince años después: “¿Qué has hecho hoy en la oficina?”. “Nada”. “¿Y en qué has estado trabajando?”. “En nada en especial”. ¿Qué ha pasado? Vosotros os lo tomáis a risa, pero es un asunto muy grave, porque hay un momento de las relaciones en que todo resulta muy significativo y otro momento en que las cosas dejan de ser interesantes. ¿Qué es lo que va a pasar? ¿Qué va a ocurrir? Pues que ya no se nos ocurren cosas. ¡Sería fantástico que pudiéramos educar buenas ocurrencias! Es decir, poder aprender ese fulgor que tiene las cosas cuando uno está enamorado. ¿Por qué no se va a poder mantener? ¿Qué rara alquimia hay ahí? Ojalá lo supiéramos. De hecho, dedico mucho tiempo a este asunto, que es pura filosofía (ya veis que la filosofía está en todos los tinglados).

Fuente:  http://filosofiahoy.es/index.php/mod.pags/mem.detalle/idpag.6314/cat.4212/chk.cf75ef680b1828900e44d1d0801c9509.html

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