domingo, 20 de enero de 2019

Déjalo

Daria Petrelli
Hacer esperar es privilegio de los poderosos. Entre lo más granado de los que nos hacen esperar están los que custodian nuestro tiempo y lo consumen, voraces y displicentes. El que nos hace esperar celebra su poder sobre nuestro tiempo de vida, y el hecho de que jamás lleguemos a saber si nos están haciendo esperar a propósito es lo que le confiere a este poder un carácter ominoso. La prohibicion de moverse ha sido siempre prerrogativa del poder patriarcal. El que nos hace esperar nos ata a un lugar. Cuando esperamos a alguien, experimentamos siempre, como si fuera la primera vez, que uno no se puede marchar sin ser castigado; y si a pesar de todo lo hacemos, se nos impedirá el regreso. Todo confinamiento se caracteriza por la retirada de esa disposición que uno tiene sobre los propios ritmos y espacios. La cárcel es el lugar en el que hasta el interruptor de la luz obedece a otro dedo. El carácter totalitario de las medidas disciplinarias que enajenan al preso de cualquier segundo y de todo movimiento lo analizó en detalle Michel Foucoult en Vigilar y castigar. En el contexto militar, donde a menudo la espera entraña un alto valor estratégico, el frente de batalla consiste a menudo en una exasperante inactividad. Quizá por eso se castiga con la pena de muerte la deserción en tiempos de guerra.
   De forma que condenar a esperar es una maldición y el que condena nos tiene en su mano. Alguien -una persona, una institución- nos está imponiendo una medida temporal ajena,  y lo más angustioso es que el tiempo que percibimos lo dirige otro. La espera es impotencia, y que no estemos en situación de modificar este estado es una humillación que hace tambalearse al mundo. Por eso el que aguarda tiene a menudo la sensación de sufrir una injusticia, de ser castigado por algo que desconoce. Ahí está, esperando como el que recibe una tunda. Es esa pasividad, la sensación de ser un condenado, lo que nos provoca el dolor y la vergüenza en la espera.
   No por nada la tortura de la espera se ha convertido en símbolo de la autoritaria arbitrariedad de todo aparato burocrático y quintaesencia de los estados dictatoriales. El despacho es la auténtica antesala de la modernidad. Aquí el sinsetido de la espera se vierte como un veneno en el sistema nervioso del que aguarda. Siegfried Kracauer ha descrito en un texto sobre las oficinas de la administración berlinesa de desempleo en los años treinta el efecto desmoralizador de las salas de espera públicas: "Aquí la pobreza se entrega a su propia contemplación. Bien se ufana con manchas bien visibles y trapos, bien se retira, con burguesa vergüenza, a un rincón. [...] Y así, expuestas a un contacto directo, las personas sentirán una redoblada opresión en la espera. Buscan pasar el rato de todas las maneras imaginables. Pero hagan lo que hagan, el sinsetido no les deja en paz [...] Los mayores quizá terminen recociliándose con la espera como con un compañero; más para los jóvenes parados es un veneno que los va taladrando lentamente".
   Cierto que hoy la situación de los parados es distinta a la de entonces, pero sigue siendo verdad que la irradiación de estos espacios oficialmente uniformes refleja las condiciones sociales predominantes. Kracauer los llamaba "sueños de la sociedad",  jeroglíficos cuyo descifrado deja al descubierto la "base de la realidad social". Todo lo negado, todo lo que se ha barrido bajo la alfombra, saldrá finalmente a la luz. El que espera en las antesalas de la administración es mejor que no sepa con quién se las tiene que ver.
Siempre se percibe en estos espacios la sensación que se trata de domesticar al que espera: el mobiliario gastado, la desnuda luz de neón, número que te asignan un lugar exacto en la cola, la acre transpiración del suplicante. Esta deprimente arquitectura para peticionarios de todo color dicta también la triste realidad de estos asilos y campos de tránsito en los que la espera de un futuro mejor no es más que un ínterin entre huida y expulsión. Y aunque tales escenarios comiencen a ceder ante el diseño frío que imponen las sociedes de servicios, sobre los pasillos de linóleo permanecerá siempre el rastro de esta larga historia de la demora burocrática. En ellos anida la oscura esencia de la espera.[...]
   Como los héroes de los laberintos inexplorados de Kafka, atisbamos ese brillo a lo lejos y no nos atrevemos a seguirlo, porque los mil pequeños obstáculos que se interponen nos parecen tan poderosos como al campesino el guardián. Solo llegamos a ver la realidad cuando ya es tarde; el que lleva toda una vida esperando comprende al fin: "Esta entrada te estaba solo a ti destinada". Medio siglo después, el poeta americano Robert Lowell recoge este tope de nuestro horizonte de espera en la expresión: "La luz al final del túnel es la del tren que se nos viene encima".

El tiempo regalado
Un ensayo sobre la espera
Andrea Köhler

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