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Cuando íbamos a Francia nos hablaban de la Guerra. Eran 
historias divertidas, para niños. Sin muchos cadáveres. Aún así como 
todas las historia de la guerra, en ellas había una franca decisión de 
apostar por lo urgente o lo importante. Las explicaban las mujeres. Los 
hombres nunca hablaban de la Guerra. Es más, salían de la habitación 
cuando alguien hablaba. O, incluso, salían del mundo. Es decir, se 
quedaban mirando, ausentes, un punto en el vacío, como cuando Hemingway 
miraba un cadáver que le recordaba un cadáver austriaco. Posíblemente, 
ese punto en el vacío al que miraban, era la Guerra. En este texto les 
explicaré dos historias. En ambas aparece un héroe. Son, en total, dos 
héroes diferentes. Un héroe de lo urgente. Un héroe de lo importante. 
Empezaré por la historia urgente.
 El día en que los militares salieron de sus cuarteles en 
Barcelona, el tío Manuel, un héroe, estaba haciendo guardia en un cruce,
 en un pueblo cercano. Le habían dicho desde Barcelona que tenían que 
impedir que llegaran a la ciudad tropas fascistas. Tenían cuatro armas, 
una bandera republicana y otra de la CNT. Era poco pero, en 
contrapartida, era poco probable que llegaran tropas. En eso, llegaron. 
Era una columna de la Guardia Civil. No llevaban bandera. Se detuvieron a
 100 metros de ellos, y prepararon parapetos. Les apuntaron. Estuvieron 
apuntándose mutuamente durante horas. Al final, el tío Manuel se acercó 
hasta ellos. Poco a poco. Le apuntaron. En eso, levantó el puño derecho y
 gritó un viva por la República. Los Guardia Civiles, le respondieron 
con otro viva. Todo el mundo salió corriendo de sus parapetos y se 
abrazaron. Se había evitado una carnicería.
Eso mismo día, en el mismo pueblo, con las fábricas ya 
colectivizadas, sucedieron, además de cosas urgentes, cosas importantes.
 A mi abuelito le dieron una pistola. Tenía que vigilar la estación de 
tren, no fuera que vinieran los fascistas. Nadie lo sabía entonces, pero
 los fascistas nunca llegaron a ningún sitio en tren, o en otros 
transportes civiles. Bueno. Mi abuelo estaba aterrorizado, esperando a 
los fascistas. Nunca había visto uno. Se lo imaginaba armado. Miraba a 
todo el mundo con cara de miedo. Le sorprendió ver reflejada esa cara en
 las personas que, periódicamente, bajaban del tren. Hasta que descubrió
 la razón. Le miraban porque iba armado. Él era la única persona armada 
de toda la estación. “Era el único fascista”, me dijo, riendo. Devolvió 
la pistola.
Los fascistas, finalmente, vinieron tres años después. Y se
 quedaron. No hubo piedad. No hubo matices entre lo importante y lo 
urgente. Pero eso es otra historia.
 
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