|  | 
| No Azwar en Bruselas, año 2004, por Noaz. | 
 ¿Todavía con lo de Aznar e Irak? Sí, todavía, porque igual
 que no basta con desarticular operativamente a la banda terrorista, 
sino que es necesaria su derrota moral, también es importante aprovechar
 buenas ocasiones para ajustar cuentas con la decisión más inmoral y 
desleal que un Gobierno español ha tomado desde la democracia. 
El informe Chilcot corrobora lo que ya no es posible poner
 en duda, y nos presta una de esas buenas oportunidades para recordar y 
hurgar en la herida que en aquellos días de 2003 nos dolió a unos, para 
que hoy avergüence a otros. ¿Cómo no volver, por ejemplo, al 13 de 
febrero de 2003?. Ese día Sáenz de Buruaga entrevistó a José María Aznar
 en Antena 3, con gran audiencia. En un momento de la entrevista que 
nadie que lo presenciara habrá olvidado, Aznar, mirando fijamente a la 
cámara, afirmó, literalmente:  "Puede usted estar seguro, y pueden 
estar seguras todas las personas que nos ven, de que les estoy diciendo 
la verdad: el régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva, tiene 
vínculos con grupos terroristas y ha demostrado a lo largo de la 
historia que es una amenaza para todos".
Sabemos ya, porque ya está escrito en la historia, que no 
se trató de una afirmación imprudente, sino de una mentira deliberada, 
que luego repitió ante el Congreso de los Diputados. Sabemos que la 
decisión estadounidense de hacer fuego sobre Irak, tomada en círculos 
poblados de halcones, dólares y petroleras, no fue un cálculo erróneo 
motivado por la prisa, sino una decisión fría y alevosa que buscaba un saldo positivo
 para sus patrocinadores. Sabemos también que Aznar comprometió el apoyo
 de España sin condicionarlo a que se obtuvieran o no los apoyos y 
autorizaciones de la comunidad internacional exigidos para darle 
legitimidad, y que los motivos de la intervención eran distintos de los 
que se esgrimieron ante la opinión pública.
Pero lo peor es que quienes decidieron y defendieron 
aquella agresión armada sabían que con ella estaban condenando a una 
muerte injusta a una muchedumbre de inocentes. Lo sabían, claro que sí, y
 se les dijo. Se les dijo desde parlamentos y embajadas, desde el propio
 Consejo de seguridad de la ONU, desde el Vaticano y desde la opinión 
pública en aquellas enérgicas manifestaciones. Esa era la parte del 
problema de la que no nos hablaban. Lo viví con angustia en aquellos 
días dramáticos previos a la invasión, y lo dejé escrito con estas 
palabras: “morirán madres, morirán niños de cuatro y seis años que 
ahora mismo están jugando o aprendiendo a leer, se romperán familias y 
biografías, piernas y troncos, los hospitales se quedarán sin suministro
 eléctrico, los jóvenes alimentarán un compromiso de venganza, quedarán 
heridos y deportados; una población tan inocente y con tanto derecho a 
vivir como nosotros, que ya es víctima del sátrapa a quien quieren 
castigar, sufrirá en sus carnes una abrumadora acometida militar llena 
de metralla y fuego, esa que duele y mata”.  Lo sabían.
Yo no llevaría a Aznar a un tribunal, porque es seguro que
 saldría absuelto. Si buscan en el Código Penal (arts. 581 y ss.) y 
tienen costumbre de leer textos penales comprenderán que es difícil 
encontrar algún precepto en el que pueda subsumirse la conducta de 
Aznar: España puede hoy declarar la guerra a Marruecos porque sí, para 
hacerse con sus costas y sus campos, y eso no sería delito si cumple 
formalmente con los “procedimientos constitucionales”, (art. 588), que 
son de carácter formal. La vulneración de la legalidad internacional en 
la declaración de guerra no está contemplada como delito en nuestro 
Código Penal. 
| Barroso, Blair, Bush y Aznar, durante la Cumbre de las Azores. | 
 La condena que Aznar merece no es penal, sino política y 
moral. No me apunto a llamar a Aznar criminal de guerra o genocida, 
porque no lo es. A mí me importa más decir algo de lo que estoy seguro: 
que aquella fue la mayor infamia de nuestra historia democrática. 
Quisiera explicar en qué consiste, exactamente, para mí, esa infamia: 
consiste en que José María Aznar y su Gobierno asumieron, promovieron y 
difundieron un discurso que deliberadamente prescindía de la incómoda 
perspectiva de las víctimas, que le estropeaban el discurso. Lo perverso
 fue, justamente, el intento denodado y patético de dar una legitimidad 
moral y política a una matanza sobre la base de mentiras asumidas 
complacientemente. Aznar optó por el discurso de los despachos, de los 
intereses, del poder y del juego, en el que se sintió a gusto y 
reconocido por los círculos a los que pretendía agradar, pero para ello 
tuvo que ignorar a la opinión pública y a las víctimas. Había que 
engañar a la opinión pública y había que descontar a las víctimas. Sin 
ellas, sin las víctimas, podía envolverse y enredarse en los intereses 
de España, en la seguridad de Occidente, en la geoestrategia, en las 
ventajas de la asociación con Estados Unidos, en la influencia 
internacional y en Sadam Hussein, pero ahí está lo inequívocamente 
inmoral: convertir a los muertos (que finalmente fueron centenares de 
miles) en una variable contingente, colateral y secundaria a la hora de 
calcular el saldo previsible de una operación. Aznar optó por ser 
desleal con su país, engañándolo en un asunto grave, y cruel con las 
víctimas, ignorándolas para que no le estropeasen su momento de gloria y
 la imagen de estadista con la que quería ser recordado. Eso merece una 
comisión de investigación parlamentaria.
Es una obligación moral volver a sentir la vergüenza de la
 imagen de aquel “pronunciamiento militar” de las Azores, en el que 
Bush, Blair y Aznar, como unos coroneles golpistas, dieron un 
envalentonado y cutre ultimátum de veinticuatro horas a la ONU para que 
legitimase una decisión que había sido tomada hacía meses en 
determinados circuitos de poder no muy preocupados por la legalidad 
internacional. La justificación, lo recuerdo bien, fue idéntica a la de 
cualquier golpe de Estado: atacarían militarmente al margen de la 
oposición del Consejo de Seguridad, porque la ONU se había mostrado 
“ineficaz” e incompetente para responder adecuadamente a amenazas o 
desórdenes inadmisibles. Ahí estaban ellos para conseguir, con prontitud
 y eficacia, sacar la cuestión del laberinto de la ONU y darle la 
solución “adecuada”. Ahí estaban para “hacer lo que había que hacer”, 
compensando con su audacia la parálisis de la ONU. Y ahí estaba Aznar, 
convencido de que la opinión pública de su país acabaría comprendiendo 
que se había equivocado al no confiar en él y en su idea del papel que 
España tenía que jugar. Todavía duele.
Es necesario hurgar en la herida, sí, y no decir que de 
aquello ya pasó mucho tiempo. La publicación del informe Chilcot nos 
devuelve a todo aquello, y a mí me invita a recordar que nunca me sentí 
menos español que cuando nuestra ministra de Asuntos Exteriores defendió
 en el Consejo de Seguridad la oportunidad de la invasión, y que nunca 
me he sentido más español que aquel domingo en que el nuevo Presidente 
recién investido anunciaba la orden de la retirada. Si simbólica fue, 
como decían, la participación de España en aquélla guerra, simbólico fue
 el gran valor de la retirada. 
Nada de pasar página. Tenemos derecho a una restitución 
moral. El informe Chilcot debería provocar una comisión parlamentaria de
 investigación que permitiera llegar a una condena política, 
determinando si hubo o no una mentira consciente y estratégica sobre las
 razones del apoyo de España a aquella guerra, quiénes y cómo 
intervinieron en aquella decisión, qué intereses, contraprestaciones, 
negocios o favores se escondieron debajo de esa mentira.  No es agua 
pasada. La guerra injusta nunca es agua pasada. Y aquella infamia no ha 
prescrito, porque los daños físicos y morales que se causaron todavía 
duelen. Una reprobación expresa del expresidente Aznar no llegaría a 
destiempo. 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario