Manifestación el 11 de mayo de 2016. / NE DA(VI)MO BEOGRAD |
Belgrado, ciudad de amplias terrazas y vida muchas veces lánguida, tiene su lado expeditivo, incontenible. Esa versión a la que tanto temen los propios balcánicos, acostumbrados a guardar los infortunios tras una sonrisa, un par de amigos y algunos vasos de rakija. El hecho de que un grupo numeroso se junte en la calle es un mal presagio: desórdenes urbanos, hooligans, poetas histéricos y políticos nerviosos.
Cuando Aleksandar Vučić, actual primer
ministro serbio, quiso dar un golpe de efecto en 2014 con el proyecto
“Belgrado en el agua”, la ciudad reaccionó con escepticismo, con la ceja
levantada. Un proyecto entre el Gobierno e inversores de Emiratos
Árabes Unidos con una financiación que llegaría a los 3.000 millones de euros,
y que pretende urbanizar la orilla del Sava a lo megalópolis del Golfo
pérsico: centros comerciales, pisos de lujo, parques y jardines y un
rascacielos de 168 metros. En total, casi dos millones cuadrados que
parecen querer reconstruir la capital de un país que no llega a los 400
euros de salario medio.
El movimiento Ne da(vi)mo Beograd, juego de palabras con “no damos” y “no ahogamos Belgrado”,
reaccionó al desafío, aunque en desigualdad de fuerzas. Un grupo
reducido, formado principalmente por gente joven de Belgrado, y
acompañado de una pequeña élite intelectual de sociólogos, arquitectos y
políticos periféricos, durante dos años, intentaron desmontar la
opacidad de la iniciativa, sus atajos legales, el trasfondo ideológico
clasicista y la ausencia de sociedad civil en el planteamiento del
proyecto urbanístico.
Apenas lograban salir del reducto de
pequeñas charlas, apariciones aisladas en los medios y un par de
centenares protestando en los alrededores de la sede central, recién
remodelada: la ahora ostentosa Cooperativa de Belgrado. Sin embargo, todo cambió el 25 de abril.
Un grupo de 30 hombres con pasamontañas y acompañados de una
excavadora, a media noche y durante cuatro horas, derruyó una casa, un
edificio de la empresa Iskra y el restaurante Savski Expres. La policía
no hizo acto de presencia pese a las llamadas insistentes de los
vecinos.
Un par de semanas después llegaba la
limpieza de los escombros y las vallas de la empresa Beograd
Put legitimando lo acontecido. Si la situación no era suficientemente
grave, un mes después del suceso moría de un infarto uno de los testigos, un
guardia de seguridad, al que aquella madrugada habían requisado la
documentación y el teléfono móvil mientras demolían la calle
Hercegovačka.
El 4 de mayo el alcalde de Belgrado,
Siniša Mali, declaró que “ni Belgrado, ni ninguna institución de la
ciudad ha participado en ello, y eso es de lo que soy responsable”. El
primer ministro primero acusaba a los responsables de “idiotas” y, más
tarde, el 8 de junio, contradecía al alcalde: “Es indudable que detrás de lo que ha pasado en Savamala están los estamentos superiores del Gobierno de Belgrado”.
El Defensor del Ciudadano, Saša
Janković, en su informe oficial, acusaba a la policía de incumplimiento
de sus obligaciones “de forma premeditada”. Desde entonces, Mali apenas
aparece en los medios de comunicación, y los manifestantes piden su
dimisión, la del presidente de la asamblea de la ciudad, del ministro de
Interior, del director la Policía y de la policía comunal.
Cada dos semanas, al grito de “¿De quién es esta ciudad? Es nuestra”,
el número de asistentes a las concentraciones se incrementa hasta
superar los 20.000. No son las caras cenicientas de la transición, con
barbas de tres días y cuerpos embutidos en cazadoras de cuero barato,
víctimas de privatizaciones fraudulentas y abusos de poder, sino las de
una nueva generación en su mayoría nacida durante los años 80, que
demandan bienes colectivos: respeto a la ley y responsabilidad de los
gestores públicos. Unas protestas que no están vinculadas a ningún líder
ni partido político o reivindicación nacionalista, ni aspira a
satisfacer un interés particular. Dicen que “las calles son sus
instituciones y su arma la solidaridad”.
Si bien es cierto que el individualismo
económico había socavado la solidaridad y la empatía ciudadana durante
la transición, las protestas son una apuesta por el interés general y la
conciencia social, en clara oposición a la corrupción y el clientelismo
político. Pero su polo de atracción reside en su pacifismo sin fisuras,
que ha liberado a los más encogidos, decepcionados con el periodo
post-revolución anti-Milošević, comoun optimismo inusual en
el clima habitualmente apático de la sociedad serbia, legado del
autoritarismo yugoslavo, de la claustrofobia nacionalista y de las
diferentes derrotas sufridas durante el fin de Yugoslavia.
Es difícil, a la luz de los hechos,
disentir de la justicia de esta nueva acción popular, pero no por ello
su aparición está exenta de su dimensión geopolítica. La portavoz de la
oficina de exteriores rusa acusaba a la Embajada de EE UU en Belgrado de
apoyar las manifestaciones: “Diversas ONG financiadas por extranjeros
organizan regularmente manifestaciones de protesta en Belgrado […]. La
participación de diplomáticos de Estados Unidos en las protestas podría
significar que los activistas serbios no tienen la confianza de sus
patrocinadores”. Una estrategia, por otro lado, que es conocida en la
región, en Macedonia, Bosnia o Kosovo, en donde los abusos de poder del
Estado quedan atemperados o desviados del foco mediático por las acusaciones de intervencionismo extranjero.
Los medios de comunicación, en su
mayoría favorables al primer ministro serbio, han terminado por conceder
entidad a las manifestaciones, hoy más amenazadas por la canícula
veraniega que por sus contradicciones internas o la falta de seguidores.
Incluso caras conocidas de la sociedad local, como el entrenador de
baloncesto Dušan Ivković, han mostrado su apoyo a los manifestantes.
Ne da(vi)mo Beograd se reunió este
miércoles, 13 de julio, a las 18h en frente de la Asamblea de Belgrado.
Su símbolo es un pato amarillo, han versionado la canción “¡Ay, Carmela!” al
serbio y no les falta ingenio en muchas de sus proclamas. Nuevos aires
de movilización en Belgrado. Hacía tiempo que la ciudad no se
cuestionaba tanto su languidez. De eso se habla ahora en las terrazas.
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