miércoles, 27 de julio de 2016
¡¡Abajo los años!!
Cecilia Beaux, acababa de morir. Ocultó siempre su edad, y los periódicos se afligen porque no pueden determinarla.
Pues hizo muy bien, ¡qué diablo!
Somos muchísimos millones los seres humanos que no estamos conformes con la medida que se hace de la edad. Un doctor Premio Nóbel, Alexis Carrel, ha dado expresión científica a este descontento en un libro, en el que se afirma y se prueba, al tratar esta cuestión, que el año astronómico no tiene nada que ver con el año fisiológico (entre otras razones porque el año fisiológico no existe), y que pretender enjuiciar el estado de un organismo humano por la cantidad de veces que la Tierra recorrió su camino alrededor del sol, no pasa de ser una incongruencia. ¿Qué relación hay entre mis células y ese trabajo de tranvía de circunvalación que nuestro planeta se impone? ¿Cómo voy a dejar yo, hombre consciente, que me encasillen y me juzguen por datos tan ajenos a mí,cuando puede ocurir que mientras nuestro globo describe su parábola, mis células se rejuvenezcan por mejorar la higiene de mi vida, y puede ocurrir que en un solo mes se depauperen y me envejezcan? Evidentemente, apelar a una referencia astronómica para definir o suponer nuestro estado fisiológico es tan absurdo como sería el intentar deducir el estado civil de los viajeros del tranvía por el número de veces que hicieron el recorrido completo en una semana.
Eso no tiene sentido.
Nadie se extrañará si digo que estaba proyectado un movimiento internacional contra el régimen de contabilidad de las edades. Yo estaba implicado también. [...] A nosotros nos parecía que gran parte de los males que acongojan a los humanos se desprenden de esa viciosa manera de achacarles una edad, según un método que, más que convencional, resulta supersticioso. El sistema actual no sirve para nada, porque no arroja ninguna luz sobre la realidad del individuo. Poe ejemplo; a usted le dice:
-Fulana tiene treinta años.
Y si a usted le interesa saber algo de Fulana, se ve forzado a preguntar:
¿Estatura?
¿Color?
¿Brillo de los ojos?
¿Arrugas?
¿Estado de la dentadura?
¿Arterias?
¿Canas?
¿Masa gris?
Ecétera, etc....
Y después de un largo interrogatorio acertará usted a formarse una idea; luego no le ha servido de nada el saber que desde que nació aquella mujer, la Tierra hizo treinta viajes de ida y vuelta en torno al Sol. Puede haber -y hay- una muchacha de quince años más vieja que otra de treinta y cinco, más acabada y pachucha, y un hombre de cuarenta años más entero, más apto, más juvenil que otro de veinte. Y si esto es así, la expresión de sus años no nos sirve de nada.
En todo caso, habría que buscar otra referencia que abriese la puerta a nuestro conocimiento y nos permitiese calcular con mayor aproximación la verdad que se busca al preguntar las eades.
A mi se me había ocurrido sustituir el término geográfico "año" por el término gastronómico "sardina". ¡No...., no...; esperen ustedes antes de burlarse, que la idea no es ninguna idotez!! La sardina es uno de los manjares que peor se digieren; hay otros tan difíciles, pero son menos conocidos, mientras que la sardina ofrece la ventaja de su universalidad.
Cuando la salud empieza a faltarnos, todos advertimos que disminuye nuestra capacidad para digerir sardinas. Una repulsión instintiva nos aleja de ellas. Aun nos gustan quizá, pero las rehuímos o, por lo menos, las rareamos en nuestras comidas. Pues bien; si yo digo ahora: "Fulano tiene dos docenas de sardinas de edad" -con lo que se sobreentiende que puede engullir sin daño veintricuatro sardinas-, la gente entenderá que se trata de un ser fuerte de quimismo perfecto, de juvenil temperamento. ¿Diez y ocho años?¿Cincuenta? ¡Qué más da! Y si yo digo: "Fulano cuenta de edad una sardina al mes", ya se sabe que no está en la mocedad, aunque por la cuenta astronómica sea un mozo.
No es que defienda la idea con el cariño sectario de haberla parido. Es que me parece sinceramente que el dato poseería mayor concreción. Las frases construídas con arreglo a este nuevo sistema se me antojan más categóricas, más luminosas. Diríamos:
-Qué edad tiene usted?
-Siete sardinas.
Diríamos también:
-Apareció una muchacha que tendría sus doce o catorce sardinas.
Y todos sabríamos con gran exactituda qué atenernos.
El argumento que movió al comité del que yo era miembro a rechazar esta iniciativa fue el de que, si bien la denominación gastronómica era más orientadora y precisa que la astronómica, adolecía del defecto de enfocar demasiado parcialmente un problema tan complejo como el de la edad, puesto que tendía a determinarla por la potencia digestiva. En ralidad, no es así, sino que abarca hasta el aspecto psicológico, porque a mí que no me digan que un hombre que se traga veinticuatro sardinas no es un optimista o no tiene ese sentido heroico peculiar de la juventud. Pero no me opongo a que se haga una suma de sus capacidades -trabajo, locomoción, sentimiento, entusiasmo, tolerancia de frío y calor, etc- y que se obtenga una cifra y se le catalogue según ella, ya en la adolescencia, ya en la juventud, ya en la madurez, ya en la ancianidad. Yo no tengo un partido tomado. Yo afirmo únicamente la necesidad de reparar un error demasiado insistente. La medida astronómica de los años es un acierto insustituible para las fechas, pero no atina a decir lo exigible si aspira también a darnos una idea del estado físico y mental de las personas. Esto es casi axiomático.
Aplaudo sin reservas la conducta de la famosa pintora. Mientras no logremos modificar esa insensatez de los años, nuestra única defensa consiste en no confesarlos.
Pero ya verán ustedes cómo la renombrada artista no se libra de otra de las manías injustas de la humanidad, que consiste en publicar los retratos de las personas célebres hechos cuando ya son viejas, si a viejas llegan. [...] ¿Es que en esa época crearon sus obras geniales? No. Es por fastidiarles. Los hombres vulgares se vengan así de los que no lo son, e inducen a los demás a creer que el talento va ligado a síntomas de decrepitud. ¿Existe alguna razón que autorice semejante agravio?... Ciertamente, el tal personaje llegó a ser, en un momento de su vida, como figura en el retrato, pero también en un momento de su vida, fue un mocosuelo desdentado y, sin embargo, no circulan olegrafías que le representen succionando las ubres de su nodriza. Y si durante la puericia no realizó su obra, tampoco -por lo general- la alumbró en la senectud. Lo normal sería buscar, para fijarle en nuestra memoria, sus retratos de la madurez.
Esto, tan lógico, no se hace por la superstición de los años, porque como la Tierra siguió haciendo su ronda al Sol equis veces, aquel señor tiene que aparecer como era en la última vuelta que dió como viajero vivo.
Pero ¡qué tendrá que ver, hombre; qué tendrá que ver!...
¡¡Abajo los años!!
Wenceslao Fernández Flórez
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