CUANDO VINE DE AMÉRICA, expulsado, se me ocurrió un día ir a visitar la isla de Arosa. Hace ya cinco o seis años, y todavía recuerdo, con una leve sonrisa cyranesca, la impresión de terror que produje en la isla. Detrás de mí oía con frecuencia el tímido cuchicheo de las mujeres y de los niños.
-¡El anarquista! ¡El anarquista!
El anarquista era yo. Los periódicos habían publicado mi historia en la sección telegráfica, con fecha de Cádiz, el primer punto de la Península en donde hizo escala el vapor que me conducía, y de Barcelona, el punto en que desembarqué. ¡Una historia en la que el protagonista se iba enterando a medida que la leía! Confieso que aquellos episodios, fantásticamente relatados para producir la emoción de toda España, me llenaban de orgullo. Un orgullo que sería tan grande como el de César o el de Napoleón, si las erratas no hubiesen venido a acibararlo. ¡Triste suerte la de mi apellido, en manos de unos cajistas que no lo conocían! El Imparcial me llamaba Julio Canela, y El Heraldo, Canoba. Nada tan ignominioso, sin embargo, como el apellido que me adjudicó El País, de cuyo carácter radical no podía esperar ningún revolucionario una errata tan ofensiva: ¡Julio Caníbal!
Precedido de la fama que me habían hecho los periódicos, y satisfecho de ella como si fuese exacta y estuviese bien compuesta, llegué un día a la isla de Arosa. El terror que mi presencia produjo en aquellas gentes era perfectamente injusto. Era injusto porque aquellas gentes vivían entonces, y aún siguen viviendo, en una deliciosa y paradisíaca anarquía.
Las primeras fuerzas del orden de Villagarcía de Arosa |
Fábrica Komaira |
Y el trabajador, con un tono de enérgica convicción, respondía:
-No. Yo soy burgués...
Los obreros se reunían en una taberna, y los burgueses en otra. La de los burgueses era la peor.
Así las cosas, un día los obreros hicieron una huelga. En la historia del movimiento societario no hay antecedenes de una huelga como aquella. Los huelguistas se impusieron a los esquiroles, y la fábrica donde había surgido el movimiento quedó totalmente paralizada. Llegaron los vapores al muelle, abarrotados de sardina, y no hubo quien los descargase. Esta situación duró varios días. Por fin se pudo avisar a Villanueva desde donde se llamó a la Guardia Civil para que fuese a la isla. La Guardia Civil llegó a Villanueva, pero no pudo embarcar. ¡Nadie quería llevarla!
La isla de Arosa está casi en el centro de la ría que lleva el mismo nombre. Es un pueblo pintoresco que se alimenta de verduras y pescados cocidos, como los enfermos del plexo solar. Sus habitantes, exentos de toda tutela autoritaria, viven completamente felices a merced de los dioses y de los vientos.
Julio Camba
*El Mundo, 18-V-1908
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