jueves, 17 de abril de 2014

Todo lo que era sólido

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  Había un país real, más bien austero, habitado por gente dedicada a trabajar lo mejor que podía, a cuidar enfermos, a criar niños y educarlos, a construir cosas sólidas, a perseguir delincuentes, a juzgar delitos, a investigar en laboratorios, a cultivar la tierra, a ordenar libros en las bibliotecas, a ganar dinero ideando o vendiendo bienes necesarios. Pero por encima de ese país y mucho más visible estuvo desde muy pronto el otro país de los simulacros y los espejismos, el de las candidaturas olímpicas y las exposiciones universales, el de las obras ingentes destinadas no a ningún uso real sino al exhibicionismo de los políticos que las inauguraban y al halago paleto de los ciudadanos que se sentían prestigiados por ellas, el de los canales autóctonos de televisión destinados con plena desvergüenza y despilfarro sin límite a la propaganda sectaria y a la exaltación de la más baja vulgaridad transmutada en orgullo colectivo.

  Casi cualquier gasto era factible, a condición de que se dedicara a algo superfluo: porque ni en las épocas de más abundancia ha sobrado el dinero para lo que era necesario, para la educación pública rigurosa, para la investigación científica, para la protección de la naturaleza, para dotar de sueldos a los empleados públicos de los que depende la salud o la vida de los demás y los que se juegan la suya para protegerlas.[...]

  El trabajo fértil y bien hecho nunca les importó porque sus frutos tardan en llegar, y porque cuando llegan no suelen ser espectaculares y no les ofrecen a ellos la posibilidad de exhibirse como benefactores o salvadores. Querían salir en el periódico y escenificar inaugaraciones fastuosas en vísperas de alguna campaña electoral. Lo importante era comunicar bien. [...]. En una sociedad sólida los méritos están muy repartidos y el protagonismo de lo que sale bien casi nunca corresponde a quien ostenta un cargo público.  Cuanto más razonablemente funciona un país o una ciudad menos espacio queda para el providencialismo populista del buen líder que sabe lo que es mejor para los suyos y les consigue lo que piden o lo que necesitan,  casi siempre arrancándoselo con determinación a un poder más lejano al que también podrá achacar oportunamente cualquier contratiempo.

  En los últimos treinta y tantos años, al mismo tiempo que se iban levantando por todas partes las arquitecturas más inútiles y más caras de Europa, han surgido y se han agigantado también en España figurones de la política que han cultivado con éxito y sin ningún escrúpulo el populismo más barato, a veces paternal y a veces chulesco, o las dos cosas juntas, exhibiendo una zafiedad que se defendía o se disculpaba como llaneza, la cercanía del hombre o la mujer campechanos que no ocultan su origen ni se andan con formalidad ni sutilezas elitistas; el alcalde despechugado que se mezcla con la gente del pueblo que lo sigue eligiendo una y otra vez, el que logra que se construyan urbanizaciones y campos de golf y polideportivos de dimensiones olímpicas, el que por sus cojones trae a las fiestas al artista más famoso más caro, a quien además podrá ver todo el mundo sin pagar entrada, el que escarnece en público a los vecinos que se quejan del ruido inhumano de los bares o a los ecologistas que protestan contra el martirio de una vaquilla, contra la tala de un bosque para plantar una urbanización.

  Una mezcla del viejo caciquismo español y del reverdecido populismo sudamericano coincidió con los flujos de dinero barato que llegaban de Europa para engendrar una multiplicación fantástica de simulacros y festejos, de despliegues barrocos levantados para durar unas semanas o unos días y celebraciones hipertróficas, algunas rancias, y otras recién inventadas, muchas de ellas bárbaras, conservadas no por el apego a la tradición sino por la cruda persistencia del atraso.  Es triste que en un país la idea de la fiesta incluya con tanta regularidad la ocupación vandálica de los espacios comunes, el ruido intolerable, las toneladas de basura, el maltrato a los animales, el desprecio agresivo por quienes no participan en el jolgorio: mucho más triste es que la autoridad democrática haya organizado y financiado esa barbarie, la haya vuelto respetable, incluso haya alentado la intolerancia hacia cualquier actitud crítica. ....

Todo lo que era sólido
Antonio Muñoz Molina

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