JORDI SOCÍAS
Una de las
reglas fundamentales del buen periodista dice que, por tratarse de un
recurso elemental y facilón, nunca hay que entrevistar al taxista que te
lleva del aeropuerto al hotel, pero como Vassilis, el hombre que
conduce por la carretera rumbo a Atenas, es filósofo, considero que esa
regla de oro no se aplica y le lanzo una nutrida batería de preguntas.
Antes de la crisis Vassilis era profesor en la universidad y ahora, para
sobrevivir, no ha tenido más remedio que ponerse detrás del volante. En
el trayecto del aeropuerto a la ciudad me cuenta que, en los últimos
cinco años, el número de taxis que había en Atenas se ha reducido a la mitad
y que él, con mucha frecuencia, da vueltas durante dos o tres horas
antes de encontrar un pasajero. “Los atenienses ya no viajan en taxi”,
me dice, “se ha convertido en un medio de transporte para turistas y
para ricos”.
El taxi baja por
una de las colinas que rodean Atenas y la ciudad empieza a brotar por
todas partes, abigarrada, caótica, con un tráfico intenso y un humo
espeso que me remite inmediatamente a la Ciudad de México. El humo ha
ganado densidad durante el invierno porque el precio del gasoil, para
echar a andar la calefacción, ha aumentado el 48% y la gente ha tenido
que optar por calentar sus casas quemando madera en la chimenea, y esto
produce una gruesa nube de esmog que, cuando no sopla el viento, se
instala encima de la ciudad y multiplica por tres la concentración en el
aire de monóxido de carbono y dióxido de azufre. Mientras el filósofo
intenta una maniobra barroca para sacar el taxi del nudo de automóviles
en el que hemos quedado atrapados, le pregunto que cuál es su
perspectiva de la aguda crisis griega. “Vivimos como si estuviéramos en
guerra”, dice, dedicándome una mirada filosófica por el espejo
retrovisor, en la que me apoyo para preguntarle que, dentro de esa
guerra que él vislumbra, ¿quién es el enemigo? “Los bancos y los ricos”,
responde inmediatamente, y en cuanto pregunto si ve alguna solución, y
sugiero que quizá un Gobierno de izquierdas, encabezado por Alexis Tsipras, conseguiría un panorama social menos asfixiante, el filósofo remata: “La única salida posible es la revolución”.
Grecia, que en enero asumió la presidencia semestral de la Unión Europea,
lleva seis años en recesión, tiene una tasa de paro del 27,4% y 3,8
millones de personas en situación de pobreza o exclusión social. Ha
recibido dos rescates, en 2010 y en 2012, la economía se ha contraído un
25% y, aunque el primer ministro, Antonis Samarás, y su Gobierno
esperan un crecimiento de entre el 0,6% y el 1,5% durante 2014, se prevé
que Grecia necesitará, a más tardar en mayo, una nueva inyección
financiera. De los 11 millones de habitantes que tiene el país, más de
tres no tienen acceso a la sanidad pública y los que lo tienen se
encuentran con hospitales colapsados, sin camas, ni médicos, ni
medicamentos suficientes. Debido a la escasez de jeringuillas, que los
yonquis ahora tienen que reciclar, más la falta de condones ha aumentado
el índice de infectados de VIH un 200% desde 2011, y además la malaria
ha regresado a Grecia por primera vez en cuarenta años, porque el
Gobierno no tiene recursos para erradicar al mosquito que la transmite.
Entre 2007 y 2011 el número de suicidios en Grecia se incrementó el 45%.
El panorama es
negro, espeso como la nube de esmog que cubre Atenas. Ante este paisaje
apocalíptico, entre los desastrosos datos económicos que dibujan la
ruina del país, las declaraciones contradictorias de los políticos y las
notas periodísticas sobre la crisis griega que aparecen cada día en los
periódicos de todo el mundo, es difícil encontrar un hilo narrativo que
nos permita vislumbrar la verdadera dimensión del caos, el tamaño real
de la crisis. Un coro de voces y una colección de imágenes nos pueden
dar una pista sobre lo que sucede en Atenas, y sobre lo que está por
venir, porque después de caminar durante una semana de arriba abajo por
la ciudad, queda claro que el canon para medir a Grecia no puede ser
exclusivamente el económico, basta husmear por los barrios y los
mercadillos de la periferia de Atenas para percibir que la crisis no va
simplemente a remitir, sino que va a dar origen a una nueva forma de
vida, donde las jerarquías económicas, políticas y sociales van a tener
que reajustarse.
“La gente ha
dejado de protestar, ha entendido que la fase de protesta colectiva está
agotada y ahora cada quien busca una solución personal a su crisis”,
dice Fedro, que tiene un puesto de verduras en un mercadillo de la
periferia de la ciudad, y que, según el día, participa de la economía
alternativa que ha despertado con la crisis: el trueque, el préstamo, el
intercambio de mercancías o de servicios. En los mercadillos de la
ciudad se ven puestos con detergentes o jabones fabricados en un garaje,
con naranjas y patatas cultivadas en el jardín, y unas mesas enormes
llenas de esa mala yerba que en España se desecha y que en Grecia forma
parte de la cocina tradicional. Se venden solo los productos de la
temporada y se exhiben tal cual han salido de la tierra, hay pepinos
torcidos, naranjas todavía pegadas a su rama, patatas contrahechas, una
estética, digamos, natural, que sumada al ciclo de las frutas y las
verduras, que también se observa en restaurantes y supermercados, nos
pinta un pueblo muy apegado a los ciclos de la tierra, esos que quedaron
representados y asentados en la mitología griega y que todavía marcan
los hábitos de los atenienses y además, me parece, a la hora de una
crisis brutal como la que vive el país, los ciclos de la tierra
funcionan como base, como asidero, como principio de normalidad.
La crisis también
ha modificado los horarios de los mercadillos, según Delia, que tiene
un puesto de recipientes para curar aceitunas y garrafas de plástico
para almacenar el vino, la clientela asiste cada vez más tarde, “porque
los precios de los productos van disminuyendo conforme se acerca la hora
de cerrar”.
Basta caminar
unas horas por Atenas, oler las especias, oír la música y los gritos de
los comerciantes del zoco, ver los rostros y la manera de conducirse de
la gente, para darse cuenta de que la cuna de Occidente está, en
realidad, en Oriente.
En los
restaurantes y en los bares de Atenas todavía se fuma, la pésima
cobertura de la red de telefonía móvil, que hace que los comensales se
desentiendan del teléfono, propicia conversaciones en las mesas, que
siempre son a gritos y generalmente de política. A bordo de los
automóviles el uso del cinturón de seguridad es optativo y en las
avenidas los pasos de cebra son meras sugerencias.
La cultura que
define a Europa proviene de Grecia, de ahí viene la ciencia, la
filosofía, las matemáticas, y no sería raro que al final de esta crisis
descubramos que en Grecia, que hoy es un laboratorio en donde se modela
otro tipo de sociedad, se han redefinido los parámetros del continente, y
que en el origen del nombre, en ese episodio en el que Europa, una
mujer fenicia que es raptada por un toro blanco, que es Zeus, estaba ya
esta cifra del futuro: Europa pendiente de Grecia se encuentra, de
cierta forma, nuevamente secuestrada por el toro blanco.
Basta caminar
unos días por Atenas para darse cuenta de que medir a Grecia
exclusivamente con el canon económico es una insensatez y una canallada,
se trata de una sociedad llena de valores solares y de esas estrategias
para disfrutar de la vida que al final tanto envidian los europeos del
norte. ¿Está Grecia al borde del colapso? ¿Será un Estado fallido?, ya
se verá, pero lo que es cierto es que se trata de un país del que Europa
no puede prescindir.
Como primera
medida, propongo a Jordi Socías, el fotógrafo que me acompaña en las
caminatas por Atenas, que evitemos el Partenón, los Propileos, el Teatro
de Dionisos, y nos concentrémonos en las pequeñas historias, en buscar
ese sutil hilo narrativo que nos vaya pintando un panorama de la crisis.
Babis, un profesor de Ciencias Políticas que hace fotos en bodas y
bautizos para sobrevivir, dice que frente a la crisis su objetivo es
“intentar mantener la calidad en ciertos aspectos de la vida” y cree que
la situación poco a poco tendrá que mejorar. Cuando le pregunto si cree
que un cambio de Gobierno, pensando otra vez en el izquierdista Alexis
Tsipras, mejoraría las cosas, responde: “Tsipras está bien, pero no
puede solo, necesitaría el apoyo de todos los partidos europeos de
izquierdas”.
En Psiri, un
barrio en donde abundan los comerciantes, llamados por la melodía de un
acordeonista melancólico, bajamos hasta una taberna de obreros,
burócratas de corbata, vecinos del barrio, un agujero lleno de humo y
toneles de vino, con luz precaria y lepra en las paredes. Dánae, que
hace dos años trabajaba en una empresa farmacéutica y desde entonces se
encuentra en el paro, nos cuenta que su hija estudió en Barcelona y que
ahora ha encontrado un empleo en Londres, “porque aquí no hay manera de
ganarse la vida”, dice. Pedimos lo que hay, vino, sardinas, garbanzos,
unas yerbas exquisitas que bien podrían ser cardos, y mientras comemos
descubrimos en una de las mesas del fondo a Yorgos Kaminis, el alcalde
de Atenas. Cinco minutos más tarde me acerco a hablar con él, le explico
en inglés de dónde vengo y qué estoy haciendo en Atenas, y él responde
en un español impecable que España es un país fundamental para él porque
estudió en Madrid.
Kaminis nació en
Nueva York y fue el Defensor del Pueblo en Atenas antes de presentarse
como independiente a la alcaldía, respaldado por partidos de izquierda
como Pasok o Izquierda Democrática. Hace un año fue noticia porque se
enfrentó al partido de extrema derecha Amanecer Dorado; el diputado, y
bajista de un conocido grupo de black metal, Yorgos Germenis,
pretendía repartir comida para celebrar el Jueves Santo ortodoxo en la
plaza del Sintagma, el epicentro de la vida política de Atenas; el
reparto tenía la particularidad de que era exclusivamente para griegos
que pudieran comprobar su nacionalidad con un carné, y el alcalde,
fundamentado en que no habían solicitado autorización para realizarlo,
lo impidió.
Dos Puertas, en Psiri, donde se mezclan obreros, burócratas, y donde puede encontrarse incluso al alcalde. / JORDI SOCÍAS
Amanecer Dorado
tiene su cuartel general en un edificio situado en una importante
avenida, que tiene una escalofriante fachada cubierta de consignas y
parafernalia nazi. “Cuesta trabajo digerir que ese edificio esté en una
capital europea, en la cuna de Europa”, le digo al alcalde al día
siguiente, en su oficina, y Kaminis explica que es un partido que cuenta
con 18 diputados en el Parlamento, y que incluso un número
significativo de policías vota por ellos. El factor que ha disparado la
popularidad de la extrema derecha es la larga crisis que arrastra
Grecia, que por otra parte también ha dejado a la intemperie un montón
de casos de corrupción gubernamental, a varios niveles y en distintos
ministerios, y de paso ha evidenciado las costumbres y los usos griegos a
la hora de comparar las horas que se invierten en el trabajo y los
resultados que ese tiempo produce.
Cosco, una compañía naviera que pertenece al Gobierno de China,
alquiló la mitad del puerto de Atenas y en muy poco tiempo la ha hecho
mucho más productiva que la otra mitad que sigue en manos de una empresa
griega, y que deja menos ganancias y ofrece menos puestos de trabajo.
La compañía china pretende expandirse dentro del puerto y, a la vista de
los resultados, no es difícil que en el futuro esa puerta crucial de
entrada a Europa esté controlada por los chinos. Le pregunto al alcalde
sobre esto, y le hago ver que en ese momento, en el salón que está al
lado de su oficina, tiene lugar una reunión entre un grupo de chinos y
media docena de funcionarios del Ayuntamiento. “Quizá vienen a alquilar
la Acrópolis”, le digo, y él puntualiza que Pireo, la ciudad donde está
el puerto de Atenas, no pertenece a su alcaldía, pero que, en todo caso,
“no hay ninguna razón para impedir la mundialización”, y cuando le
pregunto sobre el malestar de la gente, sobre la forma en que ha
golpeado la crisis a las familias de Atenas, dice que se trata de “un
pueblo con mucho valor al que los políticos han decepcionado”.
Los años de crisis han dejado en Atenas un velo, un look,
un fantasma de decadencia, no es una ciudad ruinosa sino descuidada,
con la basura desbordando de los contenedores y una cantidad salvaje de
grafitis; está mal iluminada y a los edificios y al mobiliario urbano
hace años que les hace falta una intervención. En la zona de Exarchia,
el barrio de los anarquistas, hay un despliegue policial que parece
desmesurado, la vida bulle por las calles de este barrio lleno de bares,
restaurantes y pequeños negocios de una manera inexplicable si se
contrasta su alegría con los deprimentes datos económicos que asfixian
el país y, sobre todo, en ningún momento se tiene la sensación de
peligro o de inseguridad, la gente pasea por la calle y vive la vida con
gran desenfado, lo mismo que en la mayoría de los barrios que
visitamos. Por ejemplo, en el mercado central de Atenas hay un sitio que
se llama Stoa Athanaton (la arcada de los inmortales), un auténtico
templo de la música griega al que los atenienses acuden, a partir del
mediodía y hasta altas horas de la noche, a bailar con grupos que tocan
una contagiosa música rebética, que es el tango o el blues de las zonas marginales de la ciudad.
En
el barrio anarquista pregunto al dueño de una tienda de bolsos,
angustiosamente vacía, que cómo hace para sortear la crisis, y él
responde: “No la sorteo, mantenemos la tienda con el sueldo de mi mujer,
con la ilusión de tener algo cuando mejore la situación”. La policía es
un cuerpo amenazante y omnipresente, una legión de individuos armados
hasta los dientes, que se esparce por toda la ciudad, con énfasis en
este barrio, en donde tienen aparcado un siniestro autobús gris que les
sirve de cuartel móvil. Ahí, al lado del autobús siniestro, mientras el
Olympiacos se jugaba la clasificación en la Champions contra el
Manchester United, en uno de esos bares en donde los atenienses le dan
la espalda a la crisis, hablé con Petros Babasikas, un talentoso
arquitecto, que sobrevive dando clases en una universidad que está a dos
horas de Atenas, y que pertenece a un colectivo de artistas,
escritores, fotógrafos y arquitectos que se llama The Depression Era
Project (el proyecto de la era de la depresión), y que trata de
documentar la crisis, de narrarla desde diversos puntos de vista, casi
siempre artísticos, con la idea central de que esta no va a acabarse
sino que tendrán que acostumbrarse a vivir con ella. A los integrantes
de este colectivo les queda claro que su país, y el mundo en general, ha
cambiado, que nada volverá a ser lo que fue, y que es necesario
aprender a vivir en esta nueva era. Están convencidos de que “la
entropía, el desastre, la incertidumbre y la insolvencia son también
estados mentales que nos conducen a una era en la que la noción de
progreso, la idea de crecimiento y el reflejo de mirar hacia el futuro
ya no son las formas dominantes ni de percibir ni de crear en el mundo”.
El arquitecto Petros
mira Atenas como un palimpsesto, como una serie de capas superpuestas
debajo de las cuales la ciudad guarda su identidad múltiple; “está a
salvo y nadie lo sabe”. Y yo recuerdo esas líneas de Cavafis, que sitúan
a Grecia más allá de la crisis, más allá de la troika y de la Unión
Europea, más allá del tiempo: “El que hayamos despedazado sus estatuas,
el que los hayamos arrojado de sus templos, no significa que hayan
muerto los dioses”.
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