Imagen tomada en una manifestación por las víctimas de las esterilizaciones forzadas en Lima/ Foto: Pablo Pérez |
En 1996, el gobierno de Alberto Fujimori inició una radical política de control de la natalidad que duró un lustro, en el cual fueron esterilizadas a unas 300.000 mujeres, al menos 2.000 de ellas a la fuerza.
La ONG Instituto de Defensa Legal y la fiscalía anticorrupción han pedido un juicio por crímenes de lesa humanidad.
La ONG Instituto de Defensa Legal y la fiscalía anticorrupción han pedido un juicio por crímenes de lesa humanidad.
Sabina Huilca, una indígena
quechuahablante de la región peruana de Cuzco, dio a luz a una niña en
agosto de 1996 en una ambulancia, cuando iba camino del hospital. A sus
26 años era su cuarto hijo y sería el último, aunque entonces ella no lo
sabía. La llevaron a un centro de salud en el pueblo de Izcuchaca,
donde le insistieron en que se quedara un día más para hacerle “una
limpieza”.
Aunque ella se sentía bien y quería
volver a su casa, el médico la amenazó con no registrar a su hija si se
iba. Al día siguiente, una enfermera la obligó a meterse en la ducha y
la bañó a manguerazos con agua fría y luego la puso en una camilla,
donde le sujetó con correas las manos y los pies. Sabina, que habla con
dificultad el español, preguntó qué le iban a hacer, pero la sanitaria
le respondió en tono despectivo: “Te voy a limpiar. ¿Eres analfabeta?
¿No entiendes cuando te hablo?”.
Le pusieron una anestesia y, entre
sollozos y rezos, se durmió. Pero como había comido algo, sólo le hizo
un efecto parcial. Cuando se despertó vio que le estaban cosiendo la
barriga. A pesar de sus gritos de dolor, el médico terminó de coser. Al
finalizar, la enfermera le dijo: “Ahora ya no vas a parir como una
cerda”.
Ese año el gobierno de Alberto Fujimori
había iniciado un radical política de control de la natalidad que duró
un lustro, en el cual fueron esterilizadas unas 300.000 mujeres.
En teoría, el programa era voluntario,
pero el problema es que, para poder cumplir con las exigentes cuotas
establecidas, muchos médicos y enfermeras recurrieron en ocasiones al
engaño, las amenazas o simplemente la fuerza bruta. Sobre todo, en zonas
campesinas y contra mujeres indígenas y pobres.
“No hay una cifra exacta de cuántas
fueron voluntarias y cuántas no voluntarias”, reconoce Rossy Salazar,
abogada de la organización de defensa de los derechos de la mujer Demus,
que lleva varios años litigando por llevar a los responsables de estos
crímenes ante la justicia y por que se repare a las víctimas. Hasta
ahora sin éxito, pese a que han pasado 14 años desde el fin del régimen
de Fujimori.
Demus, la ONG Instituto de Defensa
Legal y la fiscalía anticorrupción (pues también se contemplan delitos
de malversación de fondos) han documentado 2.074 casos repartidos por
todo el país, aunque la cifra va en aumento, pues “faltan muchas mujeres
que ni siquiera saben que puede denunciar”, afirma Salazar.
Por ello, han pedido un juicio por
crímenes de lesa humanidad contra varios Fujimori, tres de sus ministros
de Salud y otros altos funcionarios.
Pero el fiscal encargado del caso
propuso en enero archivar la demanda contra estos ex altos cargos. Alega
que no hubo una política de Estado de esterilizaciones forzadas, sino
que fueron los médicos y enfermeras encargados de aplicar el programa
quienes recurrieron por cuenta propia a esas prácticas.
Los denunciantes alegan que,
presionados por el sistema de recompensas y castigos si se alcanzaban o
no los altas metas impuestas por el programa, los ginecólogos, obstetras
y enfermeras solían engañar a campesinas indígenas, en su inmensa
mayoría analfabetas y que apenas entendían el español, para someterlas a
ligaduras de trompas con engaños.
Imagen tomada en una manifestación por las víctimas de las esterilizaciones forzadas en Lima/ Foto: Pablo Pérez |
A otras las amenazaban o, aprovechando
las altas necesidades de una población empobrecida, les hacían promesas
de ayudas que nunca se cumplían. En otras ocasiones, les ligaban las
esterilizaban sin su consentimiento aprovechando una cesárea o alguna
otra operación.
“Me dejaron el bebé muerto en mi barriga”
Ligia Ríos no es indígena ni campesina,
pero vive en una zona pobre de Lima. Un día, en 1997, cuando tenía 29
años y estaba embarazada de su cuarto hijo, unos funcionarios sanitarios
con batas naranjas fueron a buscarla a su casa. “Me dijeron que iba a
haber charlas de planificación familiar y que me iban a asegurar a mí y a
mi familia. Me ofrecían medicamentos, atención gratuita, seguro médico
para mí y para mis hijos”, recuerda.
La llevaron junto con otras 13 mujeres y
un hombre de la zona en una camioneta a un hospital, donde le pincharon
en un brazo diciéndole que era una vacuna, aunque en realidad era la
anestesia.
Cuando se despertó un médico la revisó y
se dio cuenta de que estaba en cinta. “Me abrieron la barriga, me
ligaron, me cortaron el cordón umbilical y me dejaron el bebé muerto en
mi barriga”.
No sólo nunca le proporcionaron la
asistencia prometida, sino que, a pesar de que asegura que todavía le
quedan secuelas de esa operación, sigue pidiendo que le hagan una
revisión. “Cuánto daño me hicieron porque hasta ahora estoy gorda, pero
yo no soy gorda, yo estoy inflada. Exijo que me hagan un chequeo y vean
qué es lo que me hicieron adentro”, demanda.
Ha recorrido varias dependencias
estatales para denunciar su caso, pero en ninguna le han hecho caso:
“Hasta el día de hoy no se me escucha”.
No es la única que ha sufrido graves
secuelas, tanto físicas como psicológicas, por la esterilización. “Hasta
el día de hoy muchas víctimas tienen consecuencias físicas: muchos
dolores en el abdomen, algunas tienen dolores en la espalda…”, apunta
Salazar.
Y para las mujeres andinas el no poder
tener hijos es además un estigma social. Muchas fueron repudiadas y
abandonadas por sus maridos e incluso por sus comunidades. “Ya no
servimos para nada. Yo me quería morir. No quería sufrir”, señala entre
lágrimas Sabina, que hasta dos meses después de la intervención
quirúrgica no supo lo que le habían hecho.
Otras corrieron peor suerte, pues las
esterilizaciones se llevaron a cabo en condiciones insalubres, sin el
personal y los medios adecuados, lo que provocó la muerte a varias de
ellas. Salazar indica que “la Defensoría del Pueblo documentó 16 casos,
pero hay muchos más que no se han podido documentar completamente”.
Ligia Ríos destaca que las 14 personas
que fueron esterilizadas en el mismo grupo que ella (al hombre le
hicieron una vasectomía) han fallecido todas por problemas de salud. “La
única que sobrevive soy yo”.
“Todas las mujeres han tenido
consecuencias debido a la esterilización y hasta ahora el ejecutivo
tampoco hace nada, ninguna política de reparación ni nada”, reclama
Salazar.
Las organizaciones de derechos humanos
han apelado la pretensión del fiscal de archivar el caso contra Fujimori
y sus ministros, algo que ya sucedió en 2009, aunque el Estado peruano
lo reabrió tras ser reprendido por la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos.
Hilaria Supa, una congresista peruana
quechuahablante del Parlamento Andino, un organismo regional, denuncia
que “se trata de un tema de discriminación”. “¿A quién protegen? ¿Por
qué lo niegan (la responsabilidad del Estado)? ¿Porque las mujeres no
tienen dinero, no están en el poder y los otros sí están en el poder y
tienen dinero?”, se pregunta.
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