En su obra 'La importancia del tenedor. Historias, inventos y artilugios en la cocina' Wilson, una de esas historiadoras inglesas que trufan sus eruditos relatos de maravillosas anécdotas, repasa la importancia vital de los utensilios empleados en la preparación de los alimentos que nos llevamos a los labios. Todos y cada uno encierran sus misterios y sus historias hasta que han logrado (o no) hacerse un hueco en nuestros armarios y despensas. «Los cocineros son seres conservadores, maestros de acciones sencillas y repetitivas que cambian muy poco con el paso de los años. No ha de extrañarnos que los cocineros perciban la innovación culinaria como un ataque personal», dice la divulgadora.
Con cada nuevo invento hay un intercambio, ganamos algo, pero también lo perdemos. Desperdiciamos conocimiento. Quien sepa manejar un robot de cocina no precisará usar el cuchillo, cualquier horno nos evita saber encender y mantener un fuego, uno de los conocimientos básicos de nuestra especie... Wilson presenta una encuesta realizada a jóvenes británicos de entre 18 y 25 años. La mitad no sabía siquiera cocinar unos espaguetis a la boloñesa. En nuestro país, no es muy distinto. Quien esto escribe conoció a alguien que pretendió freír un huevo en una sartén llena de agua... y fría. Hoy hablamos más de los ingredientes de la comida, del qué, más que del cómo se preparan esos alimentos. «La cocina de mis sueños (con microondas, horno, cuatro placas de inducción...) me ha cambiado la vida» es una frase común.
Hasta huevos cuadrados
Pero por inventos culinarios que pasan a ser de uso cotidiano, como el abrelatas o el microondas, hay decenas que se han ido por el sumidero o duermen el sueño de los inútiles en los cajones: sacabolas para melones, cortadores de aguacate, peladores de ajos, mecheros para hacer crema catalana, exprimidores eléctricos, ollas arroceras... «El simple hecho de que un aparato exista no significa que tengamos que usarlo. Un buen cocinero podría defenderse con un cuchillo afilado, una tabla de madera, una olla, una cuchara y algún tipo de fuente de calor», sostiene la estudiosa nacida en Oxford. Eso no quita para que algunas ferreterías exhiban hoy una oferta abrumadora de utensilios de cocina, desde saquitos para cocinar los garbanzos pasando por deshuesadores de cerezas y «cubos para hacer los huevos cocidos cuadrados». Lo más.
Pero tantas facilidades, alerta Bee Wilson, tienen un precio. «Todo apunta a que la crisis de obesidad actual está causada, en parte, no por lo que comemos (aunque eso también es fundamental), sino por el grado de procesamiento que ha sufrido nuestra comida antes de llevárnosla a la boca». Lo llama el «engaño calórico». Y hay ejemplos. Entre ratas sometidas a una dieta idéntica (bolitas de comida, en un caso duras y, en el otro, blandas) las que se alimentaron con piezas más fáciles de digerir se volvieron obesas. Lo mismo se ha comprobado con serpientes pitón que comieron carne cruda o cocinada. Muy revelador.
La historia de la alimentación es la historia de la tecnología. Sin olvidar que los dos mecanismos básicos (cortar y calentar) son peligrosísimos. La cocina ha sido, hasta no hace nada, un «asunto lúgubre». El humo y los incendios que se desatan en las cocinas matan a millón y medio de personas al año en los países en vías de desarrollo. «Hasta el siglo XVII los chefs de los hogares acaudalados solían trabajar desnudos o en paños menores debido al calor abrasador». Las mujeres, vestidas con amplias faldas, quedaban exentas de esas tareas del fuego, ya que podía convertirlas en piras al menor descuido.
El instrumento por antonomasia del cocinero es el cuchillo, confirma la investigadora. Los cuchillos, que siempre han estado solo un pasito detrás de las armas, son para Wilson, «utensilios destinados a romper, desfigurar y mutilar aunque solo se esté cortando un puerro». Es el útil más antiguo del arsenal de un chef (tiene uno o dos millones de años de vida «dependiendo del antropólogo al que creas») aunque las primeras piezas para cortar se remontan a 2,6 millones de años en Etiopía. Nueve de cada diez cocineros lo tienen como su herramienta favorita, un instrumento que provoca una inmensa sensación de poder. Un chef sin cuchillo, enfatiza la autora, es como un peluquero sin tijeras. Y ambas poseen un filo parecido... Afilarlos es un arte. «Hay un chiste sobre un hombre que prueba el filo de su cuchillo con la lengua: las hojas afiladas saben a metal; las hojas muy afiladas saben a sangre».
La aparición de los buenos modales en la mesa tuvo por objeto, precisamente, eliminar la presencia de sangre en los banquetes, limitar el miedo a que tu compañero de mesa te clavara su daga. No en balde, uno de los principales personajes de las cortes europeas era el trinchador, encargado de preparar (y de probar) los mejores bocados para su señor. Primero, por una cuestión de reparto (lo mejor para el amo) y, segundo, por supervivencia: el trinchador salvaba a su patrono de los envenenamientos.
Pocos siglos más tarde se pasa a los cuchillos especializados para abrir ostras, picar, hacer la chifonada, la juliana, la brunoise... en un tiempo, claro, dominado por la 'haute cuisine' francesa y sus salsas: bechamel, velouté, española y alemana, convertidas tras eliminar la alemana y añadir la salsa de tomate y la holandesa, en los aliños padres de Escoffier. El punto máximo de sofisticación humana (y de socialización) llega cuando se inventa un cuchillo que corta peor, romo, casi inútil para la agresión, pero sofisticado instrumento gastronómico, como los Laguiole franceses, los primeros en emplear una hoja dentada.
'Tou', el cuchillo chino
Cuchillos hay muchos. En todas las culturas. De todas las formas. Como el 'ulu' inuit, con su hoja como un abanico, el ligero 'santoku' japonés con su punta redondeada y su hoja con pequeños huecos de forma ovalada ('divots'), multiuso y todoterreno, el 'mezzaluna' italiano con su cuchilla curva y sus regordetes mangos de madera... aunque ninguno, matiza Wilson, como el 'tou' chino. Un minimax: máximo valor con mínimo esfuerzo en esa hoja ancha que nos recuerda a un clásico cuchillo de carnicero, aunque mucho más ligero.
Wilson se hace eco también de las investigaciones que apuntan a que la actual «mordida profunda» entre los humanos no tendría más de 250 años (antes era «normal», como la de los monos) y sería una respuesta anatómica al modo que tenemos de cortar los alimentos. Un poco inquietante, ¿no?
El otro gran eje de la cocina es el fuego y su dominio. La obra nos descubre a Ivan Day. Este sexagenario, el principal historiador de la alimentación inglesa, vive en un caserío del siglo XVII y colecciona viejos artilugios para asar. De hecho, da cursos sobre asados al espetón. Quienes la han probado dicen que su carne es la mejor del mundo.
Sabores al margen, la autora defiende la idea de que comenzamos a convertirnos en lo que somos «a raíz de empezar a asar sobre un fuego abierto». «El descubrimiento de la comida cocinada nos procuró un exceso de energía destinado al crecimiento cerebral», resalta Wilson. La cocina hizo que nuestros cerebros fueran excepcionalmente grandes y que pudiéramos dedicarnos a estas tareas de investigar el origen de cucharas, tenedores y sartenes. O de esos deshuesadores de cerezas 'superfashions' de los escaparates.
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