“En
este local antes estaba una librería famosa, la Aoayama Book Center,
que tuvo que cerrar sus puertas, como tantas otras de Tokio, porque el
negocio no es rentable si solamente vendes libros”, afirma Akira Ito,
dueño de Bunkitsu, quien —como el resto de sus empleados— viste una
bata de conserje de hotel sofisticado.
“Para
nosotros ir a una librería se parece mucho a ir a un museo, donde sobre
todo miras y no necesariamente compras, por eso fijamos un precio de
entrada de 1500 yenes, parecido al que cobran la mayoría de los museos
japoneses”, prosigue con la fluidez de alguien que ha tenido que repetir
ese argumento innumerables veces desde que inauguró ese proyecto en
diciembre pasado.
Porque
Bunkitsu se ha convertido en la primera librería del mundo que cobra
entrada desde el día de su apertura y —por extensión— en noticia global.
Es la segunda vez que una librería ha adoptado esa medida: Lello, de
Oporto, comenzó a hacerlo en 2015 —146 años después de su fundación—
cuando se volvió insoportablemente turística a causa de un malentendido:
millones de personas creen que tiene alguna relación real con el
universo Harry Potter.
Pero
tal vez ni Lello ni Bunkitsu sean exactamente librerías. La portuguesa
quizá sea sobre todo un museo de sí misma, donde la sección de libros de
J. K. Rowling en varios idiomas y de productos de la propia marca Lello
—lo único que realmente se vende, el precio del libro o de la agenda o
del lápiz se descuenta de la entrada— funciona exactamente igual a como
lo hace la tienda de un museo.
Y
la japonesa incluye en los cerca de 14 dólares de entrada obligatoria
todos los tés y cafés que el cliente desee tomarse durante las horas que
permanezca en el local, que abre de 9 de la mañana a 11 de la noche. Si
se tiene en cuenta que con 1500 yenes pagas un café con leche en un
local caro y dos en cualquier cafetería de este barrio de Roppongi, se
podría decir que Bunkitsu es una tarifa plana de bebidas excitantes con
apariencia de librería.
O dos bellos y acogedores espacios de coworking
comunicados por mesas y anaqueles llenos de libros muy bien escogidos:
una larga mesa iluminada con las clásicas lámparas verdes que
encontramos en la Biblioteca Pública de Nueva York o en la Biblioteca
Nacional de Argentina; y una zona de mesas, sillas y sofás junto a la
cafetería.
Sea
lo que fuere, el negocio es viable. “Tenemos unos cien usuarios al día y
podemos pagarle a diez conserjes librescos”, concluye Ito —según me
traduce del japonés el hispanista Kenji Matsumoto—. La asesoría o el
consejo de esos diez libreros con uniforme también está incluido en el
precio, así como la lectura de los libros en venta: la mayoría de
lectores o clientes toman nota en sus portátiles de lo que leen en
volúmenes caros de arte, diseño o arquitectura.
La
entrada de pago a Bunkitsu ha generado un fuerte debate en Japón porque
los escritores, periodistas, profesores y amantes de los libros en
general han picado el anzuelo y han
discutido una afirmación tramposa pero que, en términos de mercadeo,
funciona a la perfección (la primera librería del mundo que cobra su
acceso). Cuando, de hecho, no solo es normal pagar cuota en un
espacio de coworking o que en una cafetería haya consumición
obligatoria, también lo es en Tokio que las librerías de autor más
activistas —como Readin’ Writin’,
Chekccori, Book & Beer o Cien Años— cobren una entrada de al menos
1000 yenes (unos 9 dólares) en sus lecturas y presentaciones de libros.
Hace
tres años, la Tokio más libresca tuvo un eco mediático global gracias a
la iniciativa de otro librero preocupado por la baja rentabilidad del
negocio, Yoshiyuki Morioka. Creó en una calle periférica del célebre
barrio de Ginza el proyecto “A single room with a single book” (“Un
único local con un único libro”) en la librería Morioka Shoten,
que cada semana pone a la venta una novela, un poemario, un libro de
fotografía, un manga, un catálogo de arte o artesanía o moda o incluso
una autoedición, acompañado o no de manuscritos, obra gráfica o
artículos en venta que guarden relación con el volumen escogido.
Más
difícil de comunicar con un eslogan, en cambio, es el concepto que
articula Bookshop Traveller, un café librería que fue inaugurado en
agosto del año pasado y que —pese a su indudable originalidad— no ha
captado el interés de la prensa. Su curador es Masayuki Waki, el máximo
experto en librerías japonesas, quien se define en su página web como “bookshop lover”.
A
él se le ocurrió, con la intención de eliminar el problema de la
gestión de novedades y de fondo, convertir el local en una colmena. Así,
las estanterías se dividen en 30 espacios, desde los más pequeños (que
se alquilan por 3000 yenes, unos 27 dólares) hasta los más grandes (que
cuestan 5000 yenes, unos 45 dólares). Su contenido depende
exclusivamente de los 30 libreros independientes —aficionados o
profesionales— y librerías —con local o de venta ambulante o por
internet—, que deciden no solo los libros sino también la decoración de
su anaquel o la inclusión de objetos.
El
100 por ciento del beneficio de la venta recae en quienes alquilan el
espacio. No es casual que sean tantos como los días de un mes, porque
cada día atiende uno de ellos en Bookshop Traveller. Algunos aspiran a
abrir algún día su propia librería y aquí aprenden, ensayan; otros
tuvieron que cerrar la suya o regentan un local en otra ciudad y vienen
periódicamente a la capital; cada proyecto es un mundo —una o varias
biografías—, en un espectro que va desde la autopromoción hasta el sueño
romántico. Es muy posible que sea la primera metalibrería de la
historia.
Es
imposible saberlo, porque existen —y existieron— millones de librerías
en todo el mundo. Y porque no existen estadísticas globales ni una
historia documentada de las librerías. Lo que sí es seguro es que en
China hay cerca de 250.000 librerías, de las cuales solamente una, la Mil Gotas de Pekín, vende exclusivamente libros en español. Y que en Barcelona hay 315, pero solo la recién inaugurada Lata Peinada es especialista en literatura latinoamericana. Y que en Ciudad de México hay 489 visibles,
pero solamente dos son secretas: El Burro Culto y La Mula Sabia. Se
trata de singularizarse. De buscar opciones nuevas, porque las fórmulas
tradicionales son las responsables de que cierren librerías a diario.
Bunkitsu
logra ser económicamente sostenible cuestionando una verdad consensuada
(pura inercia o herencia): ¿curiosear en una librería tiene que ser
gratis? ¿Acaso HBO o Netflix te dejan mirar sus series o sus películas
sin pagar la cuota por adelantado? Morioka Shoten hace lo mismo con la
idea de variedad y Bookshop Traveller, con la de unidad. Al cobrar
entrada, hacer zoom o creer en la inteligencia colectiva, esos tres
proyectos innovadores de Tokio se adaptan a los nuevos tiempos.
Esa adaptación no solo la están llevando a cabo las nuevas librerías independientes de Japón: Tsutaya
se expande reinventando las grandes superficies. La empresa nació en
1983 y se dedicó durante más de dos décadas sobre todo al comercio y al
préstamo en línea —en paralelo a Amazon o a Netflix—; pero en esta
década ha abierto enormes librerías físicas en varias ciudades del país,
en alianza ni más ni menos que con Starbucks. Sus libreros también son
denominados “conserjes”, porque el modelo es aspiracional, que el lector
se sienta en un hotel cinco estrellas.
Las
dos más impresionantes tal vez sean las de los dos barrios más
exclusivos de Tokio: Daikanyama y Ginza. En ésta, la del barrio
tradicional del lujo, además de miles de libros de bellas artes,
fotografía, ilustración o manga, también se venden caras ediciones de
Taschen, volúmenes de anticuario y obras de arte (como una de las 2300
copias de “Balloon Dog Magenta”, de Jeff Koons, por 1.700.000 yenes,
unos 15.600 dólares).
En la nueva zona de los millonarios, el edificio diseñado por Klein Dytham Architecture
alberga un sinfín de revistas y secciones donde los libros dialogan con
objetos muy escogidos. La sección de papelería es exquisita: desde
cuadernos Midori o Apica hasta estuches de lápices Faber-Castell o
plumas Montblanc, pasando por las fundas con las que los tokiotas
camuflan en el metro las portadas de sus libros de bolsillo.
Como
cocinar se parece a leer, en su sección, los libros gastronómicos
comparten estantes con utensilios, vajillas de porcelana y botellas de
vino. La librería se sincroniza con las estaciones: ahora es tiempo de
ciruelas y se ofrecen botes de conserva y manuales para confeccionar
mermeladas. Los volúmenes sobre el mundo del motor conviven con un coche
de carreras. Y los de historia y ciencias naturales con una cabeza
fósil de mamut.
Sumiyo
Motonaga, relaciones públicas de la oficina del CEO, me comenta —por
mediación del traductor Akifumi Uchida— que “se trata de crear espacios
agradables, físicos, reales, donde una persona pueda pasar mucho tiempo
sin que su interés ni su placer decaigan, en una escala exclusivamente
humana”. Para recordarnos que la de internet (abstracta, gigantesca) no
es la natural, la arquitectura del edificio juega con la alternancia de
ámbitos grandes con otros más reducidos, en que la consulta o la lectura
devienen íntimas.
También
en Ler Devagar de Lisboa, en Bookpark de Seúl o en la renovada La
Central de Callao, en Madrid, encontramos una gran diversidad de tipos
de espacios. La máxima expresión de esa nueva tendencia tal vez sea la
Page One del centro histórico de Pekín, donde cada gran sección ha sido
diseñada con una identidad distinta, hasta lograr que —durante las 24
horas en que permanece abierta— puedas visitar al menos seis librerías
sin salir de una.
Si
las plataformas audiovisuales te cargan automáticamente el siguiente
capítulo y las redes sociales usan algoritmos que penalizan los links,
con el mismo objetivo de evitar que salgas de ellas, las librerías
traducen esa lógica a la arquitectura y la llenan de tentaciones, de
estímulos, de actualizaciones. Facebook, Instagram, Twitter, Youtube,
Netflix, Line, WeChat o Kakao son algunas de las grandes antagonistas de
las librerías. A sus estrategias para captar y fidelizar tu atención,
las librerías que he mencionado le oponen las suyas, en un combate
desigual y sin embargo apasionante que define el núcleo de fusión de
nuestra época.
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