Señora Milton |
En la ventanilla, dije: "Es por una denuncia.
-¿Qué tipo de denuncia?
-Una violación".
La encargada llamó al comisario y el comisario me hizo pasar sin demora a su despacho. Con tono serio le dijo a la encargada que no nos molestaran. Después convocó a tres adjuntos, tres hombres jóvenes y bien proporcionados vestidos con sus uniformes azules, con menos charreteras que él, el comisario, con menos galones, con menos de todo, sobre todo, con menos amplitud: el comisario estaba gordo. Uno de los tres tenía una mirada seria y dulce, los otros dos ya no lo sé, uno de ellos, se sentó a un escritorio apartado, metió un folio en una máquina de escribir, oí el ruido del carro y un repiqueteo de teclas.
El comisario debía de estar próximo a la jubilación, tenía el aspecto de un abuelito indulgente, estábamos sentados uno frente a otro, la mesa entre los dos. Alrededor, de pie, pues era subalternos, los dos de uniforme que escuchaban y miraban, mientras que el tercero golpeteaba las teclas.
Hice mi declaración. Qué dije, ya no lo sé. ¿Tengo una copia de esa denuncia? ¿Me dieron una copia de esa denuncia? En aquella época todavía no conservaba mis recuerdos en un cajón secreto. Les confío todo esto de memoria: el cuchillo, la capucha, el modus operandi. Todo aquello se lo conté en poca palabras al comisario abuelito, sin mirarlo, sin mirar a nadie. ¡Estaba viva!¡ Viva! ¡Viva! Después de haberme visto completamente muerta. En ese momento una no se pone muy habladora, ni muy sentimental. Por muy extraño que parezca, no sentía ninguna de las categoría de emociones definidas por Descartes, el filósofo, en su tratado Las pasiones del alma: Estupefacción. Amor. Odio. Deseo. Alegría. Tristeza. Ya no sentía nada, de golpe me había convertido en lo más frío del universo.
El comisario me hizo algunas preguntas, el tamaño del cuchillo, por ejemplo: ¿un cuchillo de cocina, de carnicero, una daga? No lo sabía. Para mí era un cuchillo; la hoja, del tamaño de un palmo. Debí de decir algo así, disculpándome: "No estaba en muy buena posición para evaluar la longitud del cuchillo".
Al decirlo, reviví la hoja sobre mi cuello, la hoja en la mano cerca de mi cuello, el terror de la hoja que tal vez después se clavaría en mi sexo.
Tal vez fue entonces cuando el comisario -un hombre intuitivo sin lugar a dudas- sintió que podía hacerme la pregunta que verdaderamente le preocupaba.
"¿Gozó usted?".
¿Había oído bien?
Él repitió la pregunta.
Añadió: "Es importante para la investigación". De golpe mi mente se vio sumida en la mayor confusión, la cabeza estaba a punto de estallarme.
Tras un instante de silencio -nadie se movía, el golpeteo de la máquina había cesado- respondí exactamente, de eso me acuerdo, me acuerdo perfectamente de mi respuesta: "No-sí-no-lo-sé". Y de la respuesta, rapidísima, del comisario: "No le repita a nadie lo que me acaba de decir, ¡podría perjudicarla en el juicio!".
Me pitaban los oídos, no conseguía pensar, me veía en el tribunal frente a un público numeroso, alguien decía en el estrado: "Ha gozado o ha simulado hacerlo, le ha encantado", o peor: "Ha engañado a todos". En este terrorífico vaticinio, a mi alrededor no veía más que a hombres con túnicas negras y baberos blancos plisados dispuestos a condenarme.
A mi alrededor, en el despacho del comisario paternalista y salvaguardando mis intereses, también había hombres. El repiqueteo de la máquina había cesado, sin duda hay cosas que no deben escribirse. Uno, por tanto, había dejado de teclear. El otro,invisible, no decía nada. Y el tercero, el dulce, el serio, que intuía de pie a mi izquierda embutido en su uniforme sin charreteras ni galones, el mandado, dijo entonces:
"Jefe, ¿hace realmente falta que estemos todos aquí para escucharla?"
La frase, si hubiera contenido aunque sólo hubiese sido una pizca de asco, habría supuesto para mí el golpe de gracia, la frase que mata. Teñida de nerviosismo, habría molestado a un comisario iracundo de los que cimenta y destruye carreras. Una frase así está hecha de palabras de todo el mundo. Después, lo que cuenta es cómo se dice la frase.
Jefe, ¿hace realmente falta que estemos todos aquí para escucharla? fue dicha con un tono de lasitud y tristeza tales que me dije, no sé por qué, que ese mandado, ese subalterno, tenía una esposa amada. O una hermana querida. O una madre todavía joven, visto que él también era joven. O una o dos buenas amigas a quien podría haberles sucedido lo mismo que a mí. Un hombre respetuoso y con cierta imaginación, un hombre capaz de ponerse en el lugar de una mujer y desde ese lugar, mediante un uso no violento del lenguaje, decir, sencillamente, ¡BASTA!
El resto¿hace falta contarlo? Tal vez esté demasiado cansada, o en ese estado en el que pasé varias semanas tras la violación. Ya nada me conmovía, ni las sonrisas de mis hijas ni sus llantos ni las atenciones de su padre, como ya no me conmueve hoy día el recuerdo del hombre de antes.
Dicen que el cuerpo, cuando es sometido a un dolor muy grande, produce su propia morfina: yo creo que el alma también.
La memoria del aire
Caroline Lamarche
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