Danica Jurisic, durante la entrevista con Pikara Magazine. / Foto: Teresa Suárez |
Danica no siempre sonríe: cuando habla de la actual situación de las y demandantes de asilo de Europa su rostro se ensombrece y su tono alterna tristeza y rabia. Dos palabras le provocan un rechazo frontal, casi escupiendo al pronunciarlas: fronteras y nacionalismo. Fue el nacionalismo el que la arrancó de su ciudad natal, Sarajevo, cuando primero el clima de odio insoportable y más tarde cuando los bombardeos en plena guerra de Bosnia en los años noventa la alejaron para siempre de su hogar. Las fronteras, en su caso recién creadas, fueron las que, aún siendo adolescente, la convirtieron en extranjera, la otra en su propia tierra.
Aquella experiencia determinó de tal forma su vida que cuando dos décadas después llegó a París y se topó con la mal llamada crisis de los refugiados en pleno apogeo, volcarse con quienes sufrían lo que ella vivió se impuso de forma natural: “Ayudar no es una elección: no puedo hacer otra cosa, no puedo ignorar que esa gente necesita ayuda. Sé cómo hacerlo y lo hago”.
Desde 2015 recorre incansable los asentamientos que salpican la ciudad, precarios campamentos de tiendas de campaña que se forman y deshacen al ritmo de los desalojos policiales. Entre las miles de personas provenientes de países como Afganistán o Somalia, Eritrea o Siria, Iraq o Sudán que esperan por las calles de la capital francesa unos papeles que en muchos casos nunca llegarán, Danica Jurisic se mueve como pez en el agua, repartiendo sonrisas, comida o medicamentos.
Paralelamente, multiplica las peticiones en redes sociales, recolecta material, acompaña o coordina acompañamientos en visitas médicas o demandas de asilo, busca hogar de acogida temporal para familias refugiadas o menores, y documenta y denuncia el maltrato policial e institucional, las pésimas condiciones de higiene en los campos, el abandono de las autoridades. “No imagino que vaya a salvar el mundo, sé que lo que hago es pequeño, pero a pequeña escala, cambia cosas”, considera.
Su pasado se entrelaza de forma irremediable con su activismo porque vivió en su propia piel lo que hoy sufren las personas a quienes ayuda. Ante la pregunta de si revivir de forma cotidiana lo que sufrió de niña le afecta, responde rotunda: “No revivo mi trauma: lo arreglo”.
“La guerra, nadie pensó que ocurriría”Suena lejano y casi irreal, pero hace solo 20 años un cruento conflicto desangró el extremo oriental de Europa. La guerra de los Balcanes, saldada con la desintegración de la antigua Yugoslavia, fue la más trágica en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial, dejando en torno a 140.000 víctimas y cuatro millones de personas desplazadas. Hija de un país que ya no existe, Danica se siente ante todo refugiada, indisolublemente ligada a una “nación sin bandera”: la de quienes huyeron de su hogar para salvar la vida y quedaron varados en tierra de nadie.
“La guerra… nadie pensó que ocurriría. Sabíamos que Croacia y Eslovenia se estaban separando, pero Bosnia era un lugar muy mixto, donde pese a haber una mayoría musulmana, no existían tensiones religiosas porque la mayoría de la gente era atea. Entonces empezaron a producirse algunos incidentes alrededor Sarajevo. Alguien fue apuñalado, otro recibió una paliza, de repente, comenzaron los movimientos militares… La gente quedó dividida en grupos nacionalistas, religiosos. Y un día mi ciudad fue bombardeada por el que era nuestro ejército, aquel que supuestamente estaba ahí para protegernos. Simplemente, era algo que no podíamos entender”, rememora. “Si miras a toda esa gente -musulmana, croata, bosnia, cristiana- no sabrías diferenciarla; sin embargo, fue dividida por alguna estúpida ideología que primero les hizo temerse y luego matarse entre sí”.
El conflicto en Bosnia irrumpió como un huracán en vidas hasta entonces apacibles. Y lo destruyó todo para siempre. “Yo tenía 15 años cuando empezó la guerra; con 16, la situación había empeorado tanto que mis padres me pusieron en un autobús, un convoy de niños, y me mandaron a Croacia”. Ahí se convirtió en una menor refugiada no acompañada, “como los críos con los que trabajo ahora”.
Danica acabó en la ciudad costera de Rijeka, donde pasaría los siguientes seis años de su vida. A llegar, fue aceptada en una residencia de estudiantes y empezó a ir al instituto, pero la discriminación era atroz: las niñas y niños refugiados estaban marcados con una letra escarlata. “Vivíamos en un ambiente muy hostil. Los profesores no nos querían allí. Algunos chicos fueron arrestados, maltratados por la policía, deportados… mi instituto era un campo de caza de refugiados”. En cierta medida, fue afortunada: “Mi madre era croata, así que a los 18 años obtuve la nacionalidad, me dieron el diploma de graduado escolar y pude ir a la universidad; otros no tuvieron tanta suerte”.
En verano, la residencia en la que vivía cerraba sus puertas y Danica se encontraba en la calle. “Mi familia ya no podía apoyarme, ni financiera ni emocionalmente; con mi estatuto de refugiada en teoría no tenía derecho a trabajar, pero tampoco tenía alternativa, así que buscaba empleo que incluyera alojamiento y trabajaba sin descanso”.
Danica recuerda la violencia continua, la dejadez de las autoridades croatas y los abusos por parte de quien debía protegerla. “Cuando llegamos a Croacia, quedamos a nuestra suerte porque no había nadie a cargo de los menores. La Cruz Roja estaba contratando a basura de la peor calaña en el país. Recuerdo un episodio con un trabajador, haciendo cola para recibir artículos de higiene. Éramos todo mujeres con niños o menores como yo. Le pregunté si tenía compresas y me respondió: ‘Ven conmigo a la parte de atrás, te daré un tampón que te va a servir para nueve meses’; al parecer era una broma recurrente”, recuerda asqueada. “Me trataron como un parásito que no merecía estar allí”.
Su paso por la universidad en Croacia, donde estudió Historia del Arte y Educación, y en Eslovenia, donde cursó un máster en Fotografía, no fue mejor: en los Estados nacidos de la antigua Yugoslavia y con la guerra aún no concluida, el extremismo nacionalista impregnaba cada aspecto de la vida cotidiana.
Personas refugiadas en París. / Foto: Teresa Suárez |
“No te irás del sitio en el que vives a no ser que no tengas más remedio porque tu vida corre peligro. Ser refugiado es cualquier cosa salvo un privilegio: al marcharte pierdes tu familia, tus relaciones, tus propiedades (si las tienes), tu identidad… lo pierdes todo”, sentencia.
Danica llegó con su familia a Francia a finales de 2012. Aunque los inicios fueron duros, a principios de 2015 la postal de cuento se desdibujó: “Me encontré con todos esos refugiados durmiendo en la calle en distintas partes de la ciudad”. Su situación era desesperada, pero a diferencia de lo que ella vivió de niña, en París había cientos de personas colaborando para ayudar a los recién llegados. “Así entré en esta inmensa red de solidaridad de gente que defiende a refugiados en todo el mundo; entré y ya no puedo salir”.
“Las autoridades se han desentendido de los refugiados”Es una tarde calurosa de principios de julio y nos acercamos al asentamiento de Porte de la Chapelle, en los confines del norte de París. Hace tres años, el Gobierno municipal inauguró con gran bombo y eco mediático el denominado “primer centro humanitario para refugiados” del país, donde supuestamente las personas demandantes de asilo iban a ser acogidas en “condiciones dignas”. De la gigantesca estructura blanca con forma de carpa de circo ya no queda nada: en 2018 el centro cerró sus puertas, con mucho menos bombo, por falta de sostenibilidad financiera.
En esta zona marginal, siguen viviendo entorno a un millar de demandantes de asilo a la espera de resolver su situación legal en Francia. “Las autoridades se han desentendido totalmente de ellos”, lamenta Danica, mientras su ojo experto se pasea detectando dónde faltan mantas o sacos de dormir; calculando la talla de los pañales de los críos que pululan entre las tiendas, abroncando a quien intenta quedarse con algo que pertenece a otra familia o mediando en las disputas cotidianas que estallan por la dureza de la vida en la calle.
Arremete contra el discurso imperante, utilitarista y xenófobo, en las instituciones y la sociedad europeas: “Es importante entender que toda esta gente solo quiere rehacer su vida. Incluso quienes llegan profundamente deprimidos o traumatizados por lo que han vivido en su países de origen o lo que han visto en el viaje, -compañeros ahogándose a su lado en el mar, torturas en Hungría…- siguen luchando. Solo quieren encontrar trabajo, integrarse y formar parte de la sociedad”, recuerda.
A ratos, Danica se desespera porque las cosas solo parecen ir a peor, con el blindaje de las fronteras, la violencia policial en los Balcanes, Grecia o Melilla, y la multiplicación de leyes que hacen la vida imposible a quienes llegan en busca de puerto seguro. Arremete especialmente contra el Convenio de Dublín, la normativa europea por la que quienes demandan asilo y cuyas huellas digitales fueron registradas a su llegada a Europa pueden ser deportadas al país por el que entraron en la Unión Europea. “Lo que estamos haciendo no es solo moralmente incorrecto, es también increíblemente estúpido. Dublín ha dado millones y millones de euros a la peor basura del mundo, los traficantes de seres humanos. Seamos realistas: van a venir igual. La diferencia es las condiciones en las que llegarán, ¿por qué tienen que perderlo todo para pagar a criminales?”.
Danica se indigna sobre todo por la creciente tendencia de castigar a quienes prestan ayuda, “gente como Carola (Rackete). Esta criminalización de la solidaridad es solo una muestra más de lo jodida que está nuestra sociedad. Ya no distinguimos lo que es correcto de lo que está mal. ¿Como se puede encarcelar a alguien que ha salvado a 40 personas? Es algo que escapa a mi comprensión porque va en contra de todo lo que representa nuestra civilización, contra un valor fundamental de la especie humana que es la preservación de la vida”.
Danica Jurisic se debate cada día entre la impotencia ante unas leyes injustas y la generosidad inagotable que ve cada día mientras trabaja con voluntariado y asociaciones que, como ella, dedican su tiempo de forma a hacer la vida de los refugiados un poco más llevadera. “A mi alrededor veo a mucha gente compartiendo valores de humanidad. Eso me da esperanza”.
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