No
lo sabía entonces, pero ese libro me inició en el aprendizaje de la
empatía. Mi educación en adentrarme en las vidas de los otros continuó
después con lecturas más complejas, de la mano de personajes como Jane
Eyre y Ana Karenina, de Robinson Crusoe, don Quijote de la Mancha y de
los sufridos héroes de Charles Dickens. Estos personajes me ayudaron —a
mí y a una comunidad enorme de lectores— a entender con más profundidad
el sufrimiento ajeno y también a hacer más tangibles sus momentos de
alegría.
La
literatura no parece tener una obvia utilidad, pero la ciencia ha
demostrado que la tiene. Leer literatura, una actividad que muchos
consideran ociosa o inútil, posee un valor social invaluable: nos hace
más empáticos, más dispuestos a escuchar y entender a los otros. Las
ficciones nos enseñan a nombrar nuestras angustias y también cómo
enfrentar y compartir nuestros problemas cotidianos.
Esto
es especialmente importante hoy, cuando muchos de los retos más
apremiantes de nuestro tiempo se tienen que resolver de manera colectiva
y solidaria: los desastres naturales que ha acentuado el cambio
climático, las crisis migratorias mundiales o el reclamo por los
derechos de las minorías fueron contados y discutidos desde hace cinco
mil años en una obra literaria, La epopeya de Gilgamesh. Ahí ya
hay un desastre universal —el diluvio—, están las desventuras de gente
obligada a huir y también el reclamo de los más débiles contra los
abusos del poder del rey Gilgamesh.
La
gran literatura, incluso cuando se escribió miles de años atrás, tiene
lecciones para los lectores del presente. Y quizás sea la literatura, y
su intrínseca capacidad de hacernos más empáticos, la que pueda
salvarnos de nosotros mismos.
En octubre de 2013, un equipo de investigadores del New School for Social Research de Nueva York publicó un estudio
en la revista Science sobre cinco experimentos realizados para estudiar
la relación entre lectura y empatía. Los participantes fueron divididos
en grupos y se asignó a cada uno un tipo distinto de lectura. Los
textos elegidos pertenecían a géneros diferentes: ficción popular,
ficción “seria” —una novela de Louise Erdrich, otra de Don DeLillo—,
notas periodísticas y ensayos documentales. El quinto grupo no recibía
ningún texto. Una vez se asignaron las lecturas, tanto los lectores como
los no-lectores debían responder a un cuestionario que permitiría a los
investigadores juzgar la habilidad de los participantes para comprender
ideas y emociones ajenas.
Los
resultados fueron significativos. Tanto los participantes a los que no
se les había asignado un texto, como los que habían recibido textos
periodísticos, documentales o de ficción popular, mostraban resultados
desalentadores. En cambio, los lectores de ficción “seria” demostraban
un entendimiento notable de los sentimientos y razonamientos ajenos, y
por lo tanto, una mayor capacidad de empatía.
Las
notas periodísticas nos informan de los hechos, pero para entender “en
carne propia” lo que está ocurriendo, son más eficaces las obras de
ficción. La Odisea, un poema del siglo VIII a. C., nos ha
permitido durante siglos a numerosas generaciones de lectores hacer
tangible la ardua travesía de un inmigrante, un viajero que huye de su
lugar de nacimiento y después regresa a él. Esta experiencia no es
nueva: Ulises está emparentado con los miles de refugiados que huyen de
la guerra y la pobreza y atraviesan el mar Mediterráneo para llegar a
las costas de Europa. También está emparentado con los migrantes de
Centroamérica que llegan a la frontera con Estados Unidos.
Recuerdo que cuando leí los testimonios de migrantes ilegales recogidos en un estudio de la Universidad de Guadalajara, pensé en la Odisea.
“El norte es como el mar”, dice uno de los entrevistados, “cuando
alguien viaja como ilegal, es arrastrado como la cola de un animal, como
basura. Imaginé cómo el mar rechaza la basura en la orilla, y me dije a
mí mismo, es como si estuviera en el mar, rechazado una y otra vez”.
Cada
semana, las autoridades estadounidenses expulsan del país a personas
indocumentadas, muchas de las cuales han vivido en Estados Unidos toda
su vida. También estos migrantes tienen su espejo en la ficción clásica.
En 1615, seis años después de que se firmase el decreto que desterraba a
los moriscos españoles, Miguel de Cervantes publicó la Segunda parte
de las aventuras de don Quijote. Ahí, un antiguo vecino de Sancho, que
lleva el significativo nombre de Ricote —la última ciudad de la que
partieron al destierro los moriscos— vuelve a España disfrazado de
peregrino. Le dice a Sancho que él y sus compañeros expulsados no fueron
bien recibidos en el norte de África. “Doquiera que estamos”, se lamenta, “lloramos por España, que en fin nacimos en ella y es nuestra patria natural”.
En Réquiem por el sueño americano,
Noam Chomsky arguye que el empobrecimiento de la empatía colectiva en
la sociedad estadounidense del siglo XXI es consecuencia de un plan
diseñado para reducir los poderes democráticos y aumentar los beneficios
de los más ricos. En sus inicios, el llamado “sueño americano” promovía
la noción de progreso individual pero también el colectivo, en el cual
cada ciudadano se beneficia al ayudar a sus vecinos. Sin embargo, a
mediados del siglo pasado, empezó a favorecerse el individualismo. Acaso
por lo mismo han proliferado los discursos políticos que promueven el
aislacionismo.
Según
el profesor Christopher Krupenye de la Universidad de St. Andrews, la
empatía y la voluntad de ayudar a los otros son virtudes endémicas de
nuestra especie. El catedrático, especialista en el comportamiento de
primates, considera
que “una de las características más notables de los seres humanos es
que somos serviciales”, y agrega que sin esta generosidad innata no
habríamos podido sobrevivir cuando éramos cazadores-recolectores. Es
probable, dice Krupenye, que después de adquirir esta capacidad de
sentir empatía nuestra especie desarrolló gradualmente las reglas que
hoy nos permiten entender las responsabilidades y deberes de vivir
juntos y compartir amenazas y riesgos.
Si
en los últimos años hemos perdido este instrumento vital para nuestra
sobrevivencia, ¿qué podemos hacer para salvarnos de nuestra propia y
voluntaria ceguera hacia los otros? ¿Cómo podemos volver a alimentar el
sentimiento primordial de empatía?
En
la primera mitad del siglo IX, el gran poeta sirio Abu Tammam ensayó
una respuesta que podría servirnos hoy: “Quizás carezcamos de lazos de
sangre / Pero la literatura es nuestro padre adoptivo”. Una respuesta
está en la literatura.
Los
niños aprenden a conocer el mundo a través de las historias que les
cuentan y que leen, como yo lo hice con De Amicis. Así que no es absurdo
suponer que los adultos puedan continuar ese aprendizaje. Por ello,
nuestros legisladores y gobernantes deben leer más literatura: podría
ser una manera de que empiecen a legislar y entablar acuerdos con
altruismo. Quizás con los personajes de Margaret Atwood o de Cervantes,
los líderes del mundo puedan entender más y mejor las vidas ajenas; las
vidas de los migrantes, los refugiados, los menos favorecidos.
El compasivo don Quijote y la justiciera criada Defred puedan salvarnos de nuestra tentación de encerrarnos en nosotros mismos.
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