miércoles, 20 de marzo de 2019

“El trumpismo es lo que pasa cuando se termina el Imperio”

<p>Greg Grandin.</p>
Greg Grandin.
H. M.
Hay una raza de historiadores que no rehúye la actualidad, sino que más bien la buscan con su tiralíneas. Greg Grandin es uno de éstos. Profesor en la New York University, miembro de la American Academy of Arts and Science y articulista habitual en la revista The Nation, su trabajo como historiador analiza críticamente el imperialismo estadounidense. Especializado en el “patio trasero” de EE.UU., como les gusta llamar a los dirigentes estadounidenses a América Latina, Grandin ha sido implacable con las políticas del terror, que durante décadas han apoyado y financiado los gobiernos norteamericanos. Imprescindible es su biografía sobre el gran prohombre de la política exterior estadounidense, Henry Kissinger, Kissinger´s Shadow (2015), pero no menos importantes son Empire's Workshop: Latin America, the United States, and the Rise of the New Imperialism (2007) o The Last Colonial Massacre: Latin America in the Cold War (2004).

Este 2019 publica The End of the Myth: From the Frontier to the Border Wall in the Mind of America, un riguroso y a la vez original trabajo sobre la transformación de la idea de frontera en el imaginario americano desde su fundación. “Ahora, en lugar de que la frontera se abra hacia el exterior, esta se cierra sobre Estados Unidos”, escribe. “El arquetipo de la nación ya no es el pionero colonizador. Sus iconos son el policía migratorio que hace redadas y el patrulla fronterizo”. Conectando la política exterior estadounidense con la frontera, Grandin interpreta las políticas de Donald Trump como un nuevo capítulo de un país convulsionado ante la pérdida de su hegemonía global.

De su trabajo subyace una crítica implícita al relato establecido que señala a Donald Trump como una figura sin precedentes. Hablemos sobre esa idea de que Estados Unidos es un país de inmigrantes y que existe una continuidad histórica a la hora de recibir con los brazos abiertos a quienes vienen de otras partes del mundo con la intención de perseguir su “sueño americano”. Trump, se supone, rompe por completo con esa tradición. ¿Qué le falta a ese relato?
Hay dos relatos sobre Trump que de alguna manera chocan y terminan por profundizar lo equivocados que están ambos. Uno dice que Trump representa algo completamente sin precedentes, que el país antes de él estaba completamente alineado con los procedimientos democráticos, que el extremismo quedó relegado a los márgenes, que era liberal y tolerante. Así que Trump se presenta como una ruptura, como algo sin precedentes. La otra cara de esa moneda sería que Trump supone la consumación de una especie de supremacismo blanco que ha estado presente desde la creación y que por tanto no sólo tiene precedentes, sino que es una culminación.

Creo que esas dos ideas, aunque una de ellas tiene mucho más protagonismo en el relato dominante, dejan de lado una cuestión clave: el trumpismo es lo que pasa cuando se termina el Imperio, cuando se da un cambio cualitativo en la capacidad de Estados Unidos de proyectar sus contradicciones hacia afuera. Y es que Estados Unidos no es una organización política cualquiera, ni siquiera un imperio cualquiera. No se me ocurre ninguna otra nación ni formación imperial que haya tenido el concepto de la expansión tan integrada durante tanto tiempo, antes incluso de ser fundado como tal. Ahora bien, dicha expansión asume diversas formas: territorial, militar, de mercado, comercial, económica o cultural. Pero desde hace un par de décadas esa capacidad que tiene Estados Unidos de organizar su política doméstica a través de la promesa del crecimiento ilimitado se ha terminado. Y esto es así por la guerra interminable, el colapso financiero de 2008 y, sobrevolándolo todo, el cambio climático y la catástrofe ecológica a cuyo precipicio nos acercamos. La promesa del crecimiento ilimitado ya no es tal.

Aunque siempre han existido extremistas y demagogos a lo largo la historia de Estados Unidos, han estado relegados a los márgenes. Esto lo hacía posible el ‘frontier universalism’, o universalismo de frontera, que era capaz de arrogarse con cierta credibilidad un cierto liberalismo de centro.

Ha mencionado la palabra frontier. Hablemos sobre ese concepto y el de border, palabras inglesas que significan en esencia lo mismo pero se distinguen en sus matices. Usted escribe que “Estados Unidos fue forjado por su frontier, y hoy en día está siendo desmantelado por su border”. En castellano, ambos términos se traducen como frontera…
La idea de frontier es, en cierta medida, un sustituto de la expansión a la que me vengo refiriendo. Es algo que se remonta a la fundación de la sociedad anglosajona en Norteamérica, la idea de ir moviéndose hacia el Oeste y adentrarse en el bosque formaba parte de esa experiencia.

La revolución americana se hizo en parte contra el intento por parte de la corona británica de limitar el asentamiento, de acorralar a los colonos blancos al Este de los montes Allegheny, de los Apalaches. La Revolución se planteó como un acto de resistencia frente a esas políticas de la Corona. A partir de ahí, se da esa idea constante de avanzar territorialmente. Como bien dice, la palabra frontier a principios del siglo diecinueve significaba básicamente border, o frontera.
Significaba frente militar. Significaba demarcación política. Significaba lo que significa en español: un límite.

Pero poco a poco toma un cariz más existencial, de civilización, pasando a ocupar el tipo de espacio en el que se crea una cultura política. El teórico de todo esto es Frederick Jackson Turner, un historiador que escribe en 1893 un breve ensayo titulado El significado de la frontera en la historia estadounidense. En él, Turner argumenta contra historiadores anteriores a él que intentaban situar todo lo bueno de Estados Unidos en valores importados del Viejo Continente, Europa. Turner dice: “No, lo que es bueno”, y con esto se refiere a la igualdad política, al individualismo de cierto carácter mutuo, de optimismo boyante, todo eso “se crea en la frontera, en esta tierra libre”. A partir de ese momento, la frontier se convierte en uno de los mitos centrales del nacionalismo estadounidense. Todo lo que se entiende como positivo se asigna a la frontier. Es el lugar en el que Estados Unidos se proyecta hacia el mundo. Es el futuro.

El concepto pasa a tomar vida propia a partir de Turner, expandiendo y refinando su significado y su función ¿verdad?
Desde el principio, la frontier es también la border, el límite político. La frontera. Toda la violencia de la eliminación forzosa de los “indios”, todo ese impulso de moverse hacia el Oeste se basa en el genocidio y la limpieza étnica, así como en la práctica de la guerra contra México. Esas guerras engendran un cierto tipo de racismo muy concreto. Los colonos blancos se asientan sobre la tierra, reclamando más libertad a través de la represión de la gente de color y acto seguido definen esa misma libertad en oposición a la de la gente que reprimen.

Según su relato, el racismo se institucionaliza a través de esta idea de la frontier. Habla, en concreto, del concepto de la “fronterización de la política nacional”. Y utiliza para ilustrarlo un incidente en concreto que tuvo lugar en 1931. ¿A qué se refiere?
Estados Unidos está marginalizando el racismo en torno a la frontera. Esto desemboca en la creación de la patrulla fronteriza, que se funda en 1924 y es desde sus orígenes una vanguardia de la supremacía anglosajona. Su personal lo componen hombres de clase media separados de la vida agrícola por un par de generaciones. Muchos de ellos tienen experiencia en la Guardia Nacional, los Texas Rangers o la policía local, y son tremendamente racistas porque se invistió en ellos el poder de decidir quién era legal y quién no. Pertenecer a la Patrulla también daba poder con respecto a los blancos de la clase terrateniente, de manera que se usaba el racismo para cimentar su propio estatus en relación con los blancos que estaban por encima de ellos. Era una estructura racista.

Usted escribió una serie de artículos muy sugerentes en los cuales se preguntaba por quién mató, en diciembre de 2018, a la niña guatemalteca de siete años Jakelin Caal Maquín (fallecida en un centro de detención de menores inmigrantes de EE.UU.). Permítanos que le preguntemos nosotros a usted: ¿quién la mató? 
Décadas de política económica estadounidense en Centroamérica y la militarización de la frontera. En 2005, escribí un libro sobre Centroamérica en el que repasaba todo eso. Uno de los asuntos centrales del mismo era la participación de los Estados Unidos en el diseño de lo que fueron las primeras desapariciones masivas de América Latina en 1966. La persona a la que enviaron fue un antiguo agente de la Patrulla Fronteriza. Era un sheriff de Oklahoma, que pasó a ser agente de la Patrulla, y a la postre trabajó para la CIA organizando escuadrones de la muerte. Muchos de estos patrulleros fronterizos, con el tiempo, pasan de la Patrulla Fronteriza a la CIA. Hubo una conexión directa entre la Operación Espaldas Mojadas y los Escuadrones de la Muerte, y después, por supuesto, el círculo se cierra y toda esa violencia y desplazamiento en Centroamérica lleva a oleadas de migración hacia Estados Unidos, donde se topa con una frontera militarizada.

Adelantemos unos años para hablar sobre una serie de momentos o instituciones que son clave en su relato. Escribe sobre la firma del tratado comercial entre Estados Unidos, México y Canadá, conocido como NAFTA, y luego, tras los atentados del 11-S, la creación del verdadero aparato de deportación y ejecución migratoria, que fue la Policía Migratoria o ICE. ¿Qué significado tienen estos desarrollos, en relación el uno con el otro?  
Hay dos caminos que circulan en paralelo. Por un lado está la vertiente explícitamente supremacista blanca, los xenófobos, el Ku Klux Klan, los nazis y demás grupos que forman parte de la derecha más revanchista. Pero, por otro lado, está la Corporate America, el mundo empresarial estadounidense. NAFTA, en gran medida, es la respuesta a una crisis, el intento de reorganizar el mercado de Norteamérica. NAFTA tiene una larga historia y profundas raíces —recordemos que lo propone Ronald Reagan, lo negocia George H.W. Bush y lo firma Bill Clinton—, pero uno de los puntos más importantes es liberar al capital para que este fluya de un lado a otro en forma de mercancías. Sin embargo, no tiene ninguna provisión acerca de la movilidad del trabajo.

Coincidiendo con NAFTA, Bill Clinton empieza a militarizar la frontera. Así que, en efecto, lo que esas dos políticas hacen es capturar a la fuerza de trabajo mexicana, inmovilizarla y paralizarla para que no tenga la misma movilidad que el capital y las mercancías. Se permite al capital moverse con libertad a México y tener acceso al trabajo barato. Si se hubiera permitido al trabajo fluir con tanta facilidad como al capital y las mercancías, eso hubiera socavado el sentido mismo del acuerdo. Hay que entender que NAFTA supone el cénit de la globalización, de la apertura, la joya de la corona de la globalización económica. Este es solo un ejemplo de las contradicciones del viejo modelo, que era a fin de cuentas insostenibles. Y eso es lo que nos trae a alguien como Trump.

Hablemos sobre el muro. Escribe usted que hay una larga historia de barreras físicas en la frontera y, al mismo tiempo, lo que llama un “grito de guerra nativista”. ¿Puede explicar cómo esa idea tomó fuerza a partir de Vietnam? ¿En qué medida ese hecho reforzaría su relato sobre la ‘frontier’ y la expansión exterior como un ‘efecto bumerán’ hacia Estados Unidos?
De nuevo, esto tiene raíces profundas en el viejo orden. El muro y la construcción de una barrera física se remontan a finales de los años sesenta o principios de los setenta. Se puede relacionar fácilmente con la derrota en Vietnam, o el principio de esa derrota. Uno de los planes de Robert McNamara, el Secretario de Defensa de entonces, era construir una barrera entre el Norte y el Sur de Vietnam para detener las infiltraciones del Norte de Vietnam. Se gastó millones en aquello y fracasó.
Luego sucedieron un buen número de cosas: primero terminó el llamado Programa Bracero en 1964, lo que dejó en la ilegalidad a cientos de miles de trabajadores temporeros mexicanos. La posterior reforma de la ley de inmigración de 1965 impuso por primera vez cuotas sobre el número de mexicanos que podían venir. De manera que, de pronto, estos cambios legislativos propiciaron que se crease una categoría nueva criminal: la del inmigrante indocumentado.

Es Clinton el que lo convierte en un asunto de política nacional. Habla de los ilegales en un discurso sobre el estado de la nación. Aprueba un gran número de leyes, como la de reforma del estado de bienestar, pero también otras que expanden más y más la categoría de inmigrante ilegal y socavan cada vez más sus derechos civiles, limitando su igualdad ante la ley y sus derechos a un juicio justo, al tiempo que aumenta exponencialmente el gasto en la Patrulla Fronteriza, la Policía Migratoria y todo el aparato.

Sorprende esa idea de que el muro siga funcionando como grito de guerra durante décadas, tanto como para terminar propulsando a alguien como Trump hasta la Casa Blanca, al tiempo que se construían centenares de kilómetros de vallas. ¿Cómo se explica esa fuerza?
El muro en sí funciona como grito de guerra solamente en el ámbito de la derecha nativista. Es en torno a 1992 cuando el Partido Republicano, empujado por la presión de su ala derecha con Buchanan, empieza a incorporar en su programa la demanda de una barrera física en la frontera. Luego pasan dos décadas divididos entre dos posibles respuestas: la primera es hacer demagogia con este asunto, pensar cómo hacer que sea más difícil votar, jugar la carta del nativismo y el racismo. Pero por otro lado hay un ala del Partido Republicano que cree que pueden ganarse el apoyo de los latinos. Piensan aquello que le gustaba decir a Ronald Reagan: “Los mexicanos son republicanos, lo que pasa es que todavía no lo saben”. Así que los republicanos, desde Reagan hasta el mandato de George W. Bush, están divididos entre esos dos impulsos.

Con el tiempo crece en las filas republicanas el miedo a que puedan perder estados como Texas, Arizona o Florida, como ya hicieron con California tras apretar las clavijas a los inmigrantes, y que el Partido Republicano deje de existir como tal a escala nacional. El momento en que Bush pierde su apuesta por hacer una reforma migratoria marca el principio del ascenso del Trumpismo, que se termina por apoderar del Partido Republicano.

Al mismo tiempo que sucede eso, se produce lo que usted llama “la muerte del mito de la frontera”. Curiosamente, fija esta muerte en torno a lo que llama el “momento cowboy de Obama”, la muerte de Osama Bin Laden. ¿Puede explicar qué implicaciones tiene el agotamiento de esa capacidad de expansión hacia el exterior a la que se refiere? 
Hay una larga historia en todo esto, pero centrémonos en la crisis de los setenta. Es un momento en el que Carter habla sobre los límites del crecimiento. Ronald Reagan, y la restauración del ideal de la frontera, supone una restauración del ideal de avanzar sobre el Tercer Mundo, de expandir la privatización y el poder empresarial. De Reagan y Bush padre hasta Clinton y Bush hijo, Estados Unidos va subiendo la apuesta con cada nuevo presidente. Por un lado, está el proyecto neoliberal. Por otra, el ala neoconservadora y militarista, y ambas resultan escaldadas: la catástrofe que la Guerra de Iraq desencadenó y el colapso financiero de 2008 son puntos de inflexión. Por supuesto, es cierto que Estados Unidos tiene aún 800 bases militares por todo el mundo, está metido en siete guerras y gasta setecientos mil millones de dólares al año en su ejército. Pero creo que la función ideológica de la guerra constante ha perdido su capacidad de canalizar pasiones hacia las cruzadas mesiánicas de antaño.

Y la clave de lo que dice estriba en que todo esto sucede al mismo tiempo que el proyecto neoliberal se derrumba en 2008.
Abu Ghraib es uno de los momentos decisivos. Al mismo tiempo, el modelo económico hace crack. Se ha producido una recuperación, pero esta ha sido del todo perversa, en la que la desigualdad sigue igual de arraigada y de la que generaciones enteras no han podido recuperarse. Así que están esos dos factores, el económico y el militar y, sobrevolándolo todo, el medioambiental, la cuestión de la sostenibilidad. Creo que esas tres cosas han restado a los políticos la capacidad de invocar al crecimiento incesante como manera de responder a demandas sociales. Se ha extendido la desesperanza. Y Trump supo explotar todo eso. Fue capaz de articular un desencanto con el orden establecido que era muy profundo. Y creo que los demócratas no se dan cuenta de eso. La gente no tiende a establecer la conexión con Iraq, pero creo que Trump se explica, en gran medida, a través de Iraq.

Sobre Venezuela, escribió un artículo fascinante sobre cómo la derecha utiliza dicho país para redibujar las líneas de la batalla política. Implícito en ese artículo hay una crítica a la incapacidad de la izquierda de articular un proyecto de política exterior alternativo. ¿Qué hay en juego con Venezuela?
La crisis de Venezuela tiene varios niveles. En cierta medida, la cosa va de petróleo, obviamente. Pero de petróleo como poder, no solo como generador de ganancias. Va de quién controla el petróleo. A lo largo de su historia, cada vez que Estados Unidos hace una apuesta de poder a nivel global y la pierde, se repliega y vuelve a América Latina para reagruparse. El New Deal lo hizo, al igual que la Nueva Derecha después de Vietnam, con el escándalo Irán-Contra y Centroamérica.

Hoy es cierto que Trump está intentando salir de Afganistán, porque aquello ha sido una catástrofe. Y de nuevo se vuelve sobre América Latina. Y no es sólo Venezuela. Se trata de reordenar todo el continente. Ahí está Brasil, con el ascenso de Bolsonaro, un fascista, y una alianza continental con elementos más conservadores. Si nos remontamos a hace diez años, toda la región se alzaba como un desafío a la hegemonía y el poder de Estados Unidos en cuestiones económicas, con tratados de libre comercio alternativos, además de en cuestiones de tortura y la Guerra Contra el Terrorismo, de política para con Oriente Medio, sobre Irán, Israel o Palestina. Y ahora vemos un giro de 180 grados en el que la región ha vuelto al redil de la esfera de influencia de Estados Unidos. Y la cosa también va sobre China. Sobre ponerle un coto a China.

Luego está la cuestión ideológica. La política exterior es el terreno en el que se establece la hegemonía, no sobre otros países, sino dentro de este país. Así que, como manera de atacar al socialismo aquí, que está en alza, todo lo que tienen que hacer los republicanos es apuntar hacia Venezuela y decir: “¿Ves? Eso es lo que pasa con el socialismo”. Luego tiene que ver con establecer un proyecto normativo sobre cómo tiene que ser la sociedad. La fuerza política que domine la política exterior domina la política nacional.

Terminemos mirando hacia adelante. Ha proliferado una oposición vibrante a las políticas migratorias de Trump por todo el país, y líderes emergentes como Alexandria Ocasio-Cortez o Ilhan Omar han triunfado con un programa que parece muy distinto del que han defendido históricamente los demócratas en los dos asuntos que nos atañen. En inmigración, exigen la abolición de la policía migratoria. En cuestiones de política exterior, cuestionan desde la relación con Israel al apoyo a los Escuadrones de la Muerte en las guerras sucias de Centroamérica. Dado este terreno político, ¿qué posibilidades se plantean?
Es bueno que el ala izquierda del Partido Demócrata esté desarrollando un proyecto internacionalista, porque, como he dicho, la política exterior es el terreno de juego en el que se establece la hegemonía, en términos gramscianos, no sobre otros países sino sobre el nuestro. Es el lugar en el que se formulan las ideas sobre cómo es mejor organizar la sociedad. Pero hay una trampa tendida para esta nueva izquierda ascendiente: en la historia de Estados Unidos, nunca ha habido un periodo de reforma política que no haya dependido de la expansión política. La nación se fundó como tal sobre la idea de que la expansión es necesaria para conseguir y proteger el progreso social. Y durante siglos, la idea se ha hecho realidad, una y otra vez, a través de la guerra.

Pero ese tiempo se acabó. Ya no cabe la reforma que cabalgue sobre el poder nacional. El eslabón que unía el progreso liberal, por muy modesto que fuera, con la expansión, se ha roto. Toca diseñar una manera de ganar –de construir una fuerza de gobierno– desmontando los cimientos podridos del poder nacional como existen hoy en día: hay que acabar con las guerras, cerrar las bases, practicarle la eutanasia a la industria de los combustibles fósiles, ponerle grilletes a las finanzas y llevar a la bancarrota al presupuesto militar. No será fácil.

Fuente: https://ctxt.es/es/20190313/Politica/24882/EEUU-entrevista-inmigracion-muro-Greg-Grandin-historiador-EEUU.htm#.XI-_KQBriLJ.twitter

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