Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se
acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco
enemigo.
Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y
pensaron que fuera una ballena.
Pero cuando quedó varado en la playa le
quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los
restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces
descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la
arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en
el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron
que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un
caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la
deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo
tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos
los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez
la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la
naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma
permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel
estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno.
El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de
piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La
tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de
que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban
causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar
era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que
cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los
otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres
averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se
quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de
esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le
rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo
hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas
profundas, y que sus ropas estaban en piitrafas, como si hubiera
navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que
sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario
de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y
menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de
limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces
se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más
viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando
lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni
una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de
fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más
corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su
desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle
unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante
de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras
cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y
puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el
Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que
esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel
hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las
puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor
de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su
mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta
autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por
sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera
hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera
podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con
sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una
vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por
repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y
mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de
fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja
había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para
comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran
las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la
ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera
llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso,
los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las
fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa.
Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el
mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas
dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían
peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no
pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que
resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando
comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo
descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado
en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los
travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con
sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa
buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese
aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes,
sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en
carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas
las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar
vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que
quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que
hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo
grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las
mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando
le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo
vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus
hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el
corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras,
asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y
mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado
se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto
que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más
servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la
noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas
sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que
frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la
noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del
intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin
viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y
botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran
el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los
tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en
los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren
de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo
a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más
se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el
tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en
los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los
escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una
pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte
donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los
hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar
que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero,
si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a
masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de
pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en
suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres
terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un
muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las
mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver
el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les
hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían
impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con
su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en
el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos
pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían
cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara
para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de
ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que
aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para
ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en
el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los
acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de
miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta
porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta
verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los
que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus
mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados,
hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la
sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían
concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a
buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían
lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al
muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente
que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo
huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los
mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a
través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser
parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia
perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al
palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se
disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente
escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por
primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la
estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su
ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo
quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos
que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de
mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban
completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo
sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas
más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el
recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los
travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el
bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a
pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de
Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las
piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres
de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran
sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que
bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su
estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el
promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce
idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a
dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben
hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.
Este relato forma parte de La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada.
En él, aparte del mito del “gingro”, el escritor colombiano nos muestra
cómo despierta la conciencia a través de un hecho fortuito, cómo se
emprende el camino de la apatía a la libertad. A continuación, puedes
leer El ahogado más hermoso del mundo, un cuento de Gabriel García Márquez.
Fuente: https://www.zendalibros.com/ahogado-mas-hermoso-del-mundo-cuento-gabriel-garcia-marquez/#.XIAy3AQ8LTI.twitter
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