martes, 4 de diciembre de 2012

Bailando en la calle Setenta y cuatro


Manhattan, agosto de 1962

Llevo aquí tres días y la tarde es calurosa. Mi apartamento es un horno. Estoy decapando la pintura de mi única ventana con la ayuda de un martillo y un formón. Subo la ventana de golpe hasta el tope y vuelvo la mirada hacia la hilera continua de edificios de ladrillo marrón.
   En el de al lado, los vecinos se abanican sentados en la escalinata de entrada y un bebé de piel morena se inclina hacia su madre y acerca la boca para que le dé el pecho. Enfundada en sus pantalones de color turquesa y zapatillas de plástico transparente, la madre está sentada sobre un periódico que la aísla del ardiente cemento. Cruza las piernas y comienza a juguetear con la zapatilla que cuelga de su pie. Mientras el recién nacido sigue mamando, mamá alterna cada trago de cerveza con la calada de un delgado cigarrillo.
  Papá sale de casa en camiseta con paso arrogante, llevando una radio en una mano y en la otra a una criatura que arrastra una escoba. El crío empieza a barrer los escalones pero se lo piensa mejor y se dedica a rasguear con los dedos los pelos de la escoba. Alguien saca varias sillas de cocina y seis paquetes de latas y cervezas.
  Me llega el olor a frijoles y a arroz con azafrán del restaurante que hay en el sótano. Mamá se recoge el cabello rojo chillón, suelta al bebé dentro de una caja de cartón del mercado de Gristedes y, lentamente, gira las manos alrededor de su cintura. Se detiene, se acerca con sigilo a su hombre y golpea suavemente su muslo con la rodilla. al ritmo de los sones caribeños, la pareja se contonea, se retuerce, oscila y gira bruscamente. El crío les acompaña con un cucharón y una cacerola; su padre sonríe complacido mostrando un diente de oro. Más gente se arremolina en la calle tocando los bongós, mientras el recién nacido duerme dentro de su caja de cartón.
  Y yo, una chica de veinte años, venida hace tan sólo un año de Nebraska, me encuentro allí observándolo todo, absorta. Súbitamente, papá vuelve a hacer destellar su diente de oro y mira hacia mi ventana en medio de aquel pandemonio.
"¡Ey, muchacha! -me grita- ¿Tienes un porro?
                                                                                                Catherine Austin Alexander
                                                                                                          Seattle, Washington

Creía que mi padre era Dios
Paul Auster (ed.)

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