Albert Camus, París, 1945. Fotografía: Cordon. |
Esta narración tiene un desarrollo cronológico extraño. Transcurre en dirección contraria al tiempo, como los cuentos de Scott Fitzgerald.
En concreto, empieza situándose en algún lugar de la Borgoña francesa,
en el enero frío de 1960. Allí, el destino quiso jugar a ser el
protagonista de una vida que nada le debía y colocó un inoportuno
pinchazo en la rueda del Facel Vega FV3B, uno de esos coches de lujo
que, a esa hora, recorría la carretera borgoñesa a 180 km/h. El
automóvil quedó en manos de ese destino que, con saña, jugó con él hasta
estamparlo contra un árbol junto a la cuneta. El destrozo fue tal que
nadie supo nunca en cuántos fragmentos quedó dividido el coche. El
conductor y su familia sobrevivieron. El primero respondía al nombre de Michel Gallimard, apellido de editores, hijo en la práctica de su tío, Gastón Gallimard,
fundador de uno de los sellos más prestigiosos del planeta. Horas más
tarde, el lugar es un hervidero de fotógrafos: uno de los viajeros no ha
sobrevivido, y hay que sacar rédito gráfico. El muerto no había tenido
intención de viajar en aquel auto, y un escuálido boleto de tren sin
utilizar oculto en el sobretodo daba testimonio de aquel giro
inesperado. Quizá su amistad con Gallimard le hizo cambiar de opinión.
Al día siguiente, pocos periódicos abrieron con la muerte de unos de los
escritores que mayor altura alcanzó durante el siglo XX. Al día
siguiente, una inoportuna huelga en los medios impidió gritar como la
ocasión merecía. Al día siguiente, la prensa apenas se hizo eco de la
muerte de Albert Camus.
Y es que
las meninges de Camus albergan el talento natural más extraordinario
que ha pisado el siglo XX. El término más importante de la sentencia
anterior no es quizás el más llamativo: «natural». No se puede utilizar
otro adjetivo para definir una inteligencia que se cinceló en un
ambiente, el de su Argelia natal, donde la pobreza no atacaba solo a la
cartera, también había colonizado el alfabetismo. Perdonen, ya se habían
sugerido los saltos temporales que azotan el texto. Pero tiene que ser
en este renglón y no en otro donde se diga que la madre de Camus, Catalina Elena Sintes,
era analfabeta, y nunca pudo leer los libros que con maravillosa pluma
fabricó su hijo, aunque se conformaba con desenvolverlos, abrazarlos,
olerlos, como si tuviera un tesoro entre manos. Esto, unido a la pobreza
reinante, hizo que el propio Albert sufriera los rigores de esta
escasez educacional, pues el idioma francés que por aquel entonces se
hablaba en las calles argelinas distaba mucho de ser el académico
lenguaje que gastaban al otro lado del Mediterráneo. Por eso, el pequeño
Camus tuvo que trabajar en torno a la palabra más que ningún otro
escritor en lengua gala, labrarlo y cosecharlo hasta conseguir que su
primer amigo y más tarde enemigo, Jean Paul Sartre, le espetara que escribía «demasiado bien».
Pero
abandonemos de nuevo la infancia para volver a aquel día 4 de enero de
1960. Ese lunes no fallece un hombre cualquiera, fallece un hombre
querido. Aquellos rigores de la infancia habían calado en su ánimo,
haciendo de Albert un escritor aclamado, con el que el lector conecta
más allá de la simple ficción. Al día siguiente del día siguiente, los
periódicos sí abrieron con una portada en la que, a toda página, podía
leerse: «Camus est mort». Uno de sus personajes en La peste insinúa
que odia «la muerte y el mal». Su creador, Camus, solo conoció uno de
esos dos odios, y lo hizo un este enero macabro. Mientras su cuerpo se
perdía ahogado en la cuneta borgoñesa, su nombre se mantenía (se sigue,
se seguirá manteniendo) a flote sobre la marea mediocre que hace de la
imagen su única bandera. Porque Camus era mucho más que una imagen.
Camus construye su corpus filosófico sobre la modestia del que podría
observar al ser humano desde un pedestal intelectual (irremediable
volver a Sartre) pero prefiere bajar a la tierra, enfangarse.
Por eso
Camus es el escritor querido. Porque puso su pluma al servicio de la
justicia. O, mejor dicho, en contra de la maldad. Camus se ganó a los
lectores porque perforó sus pupilas, dejó a un lado la piel (que siempre
vuelve a su estado normal después de haberse erizado) para penetrar en
la conciencia, que es un lugar mucho más oscuro e intransitable, pero
que una vez colonizado es difícil de abandonar. Mientras, en este lado,
por el que camina la realidad, Camus sigue enraizado en su infancia y
decide, en su honor, fundar el Teatro del Trabajo, dedicado en cuerpo y
alma a transmitir las grandes escenas dramáticas a las clases obreras.
Hemos saltado hasta los años treinta. Sabe que es imposible, que la idea
cuenta con una esquina utópica que a Camus le apetece visitar, pero la
idea de alejar de las infancias ajenas el analfabetismo que recorrió su
propia infancia es uno de sus objetivos. Puede buscarse un motivo
político en el reverso de estas acciones humanitarias, pero estaríamos
cayendo en una simplificación superficial (la prueba está en cómo Albert
modificó el nombre del movimiento, de Teatro del Trabajo a Teatro del
Equipo, una vez hubo roto con el Partido Comunista). La respuesta a
todas las preguntas perniciosas se encuentra en la más simple de las
verdades, ya reseñada antes en este texto: Camus era un hombre bueno.
Solo así se comprende cómo contribuyó al desarrollo de la pobre región
que lo vio nacer a través de nobles causas. Camus es tan grande porque
mientras levantaba su teatro en una zona del ring, desde otra, desde su
novela, su ensayo o su artículo, aboga por que las bombas que por aquel
entonces azotaban su Argelia natal no lo destruyan. Justicia en la
teoría y en la práctica. Justicia en la realidad y en la ficción.
Esperanza en plena guerra.
¿Qué
parte de culpa tiene la infancia en la construcción de esa justicia
camusiana? ¿Cuán importante resulta la figura de su madre, la medio
española doña Catalina Elena Sintes, en la empatía que Albert despertó
en sus lectores? ¿Qué papel desempeña el ambiente paupérrimo que rodeó
su infancia a la hora de dibujar una sonrisa en la opinión que el
universo tiene de él? La respuesta, que podría darse desde innumerables
párrafos escritos por el que aquí firma con interpretaciones anacrónicas
y orientaciones confusas, la encuentra sin embargo una de las escenas
más hermosas que nunca nos dio esta inmensa tragedia que es la
literatura. Al comenzar, este texto avisaba de los continuos saltos
temporales que salpican cada renglón. Así que el final no será
diferente. Se desarrolla a caballo entre dos fechas: 1957, tres años
antes del fatal accidente, y 1930, época en la que Camus empezaba a
escapar de la infancia. Perdonen la insolencia de empezar y terminar un
texto que, básicamente, tiene como objetivo glosar la infancia de Camus
aludiendo a los últimos años del escritor; pero la memoria se impone al
presente solo cuando la vida se agota.
Ese 10
de diciembre de 1957, Albert Camus recoge el Premio Nobel de Literatura.
Hay una unanimidad poco habitual en los elogios al artista, que con
cuarenta y pico años se convierte en uno de los ganadores más jóvenes de
la historia. Pero ya desde que le fue comunicada la noticia, por su
mente pasea un nombre: Louis Germain. Durante su discurso, por cierto, deja en el aire frases como ésta: «La
nostalgia me ha ayudado a mantenerme al lado de todos esos hombres
silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más
que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la
esperanza de volverlos a vivir».
Justicia. Solo se libera del nombre que le tiene atrapado cuando pocos
días antes de recibir el Nobel le escribe esta carta a su profesor
Germain. Un hombre humilde al que le debía todo. Podría definirse el
acto de mil formas, pero ninguna palabra lo define mejor que la suya
propia:
París, 19 de noviembre de 1957
Querido señor Germain:
Esperé
a que se apagara un poco el ruido de todos estos días antes de hablarle
de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he
buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi
madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al
niño pobre que era yo, sin su enseñanza no hubiese sucedido nada de
esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero
ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y
sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y
el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en
uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser
un alumno agradecido. Un abrazo con todas mis fuerzas,
Albert Camus
Esta
narración tiene un desarrollo cronológico extraño, y termina situándose
en algún lugar de la Borgoña francesa, en el enero frío de 1960. Quizás,
durante aquel instante último, cuando el coche de Gallimard se
precipitaba contra el final de este texto, por la mente de Camus se
pasearon todos los recuerdos que le hicieron grande: la pobreza en su
infancia argelina, la madre analfabeta que quiso leer a su hijo, el
dialecto desprestigiado, las bombas sobre su Argelia, su teatro sobre
las bombas, el recuerdo de su profesor cuando todo eran aplausos.
Aquella noche de enero fatídica se narraba el final de un hombre. Un
hombre que puso la narración al servicio de la justicia. Un hombre que
puso la justicia al servicio de la narración.
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