viernes, 31 de agosto de 2012

Último vuelo

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Vi por primera vez un avión a la edad de diez años. Se encontraba en un recinto parcialmente cerrado de la Feria Estatal de Iowa, en Des Moines. Era un cacharro de metal oxidado y madera que no parecía en absoluto interesante. Uno de los adultos que me acompañaba lo señaló y me dijo: "Mira, querida, vuela". Miré hacia donde me indicaba, pero debo confesar que me interesaba mucho más el absurdo sombrero hecho con un cesto para melocotones invertido que acababa de comprar por quince centavos.
  Desconozco a qué conclusiónes llegarían los psicoanalistas a la luz de mi conducta de los años siguientes. Actualmente, no soporto los sombreros; me los quito a los pocos minutos de llevarlos, y estoy segura de que sería incapaz de fijarme en el modelo más elegante si cerca hubiese un avión.
  La siguiente ocasión en que me llamó la antención un aeroplano fue por la época en que finalizó la Gran Guerra. Me encontraba de nuevo en una feria, en esta ocasión en la gran exposición que tuvo lugar en Toronto, Canadá. Una amiga y yo habíamos ido para ver una exhibición de vuelo acrobático que realizaría un destacado piloto que acababa de volver de la guerra. Aquellos hombres eran los héroes del momento y se los contrataba para los eventos sociales con el fin de que entretuvieran a los asistentes con sus acrobacias. Los aviones que con tanta valentía pilotaban eran tan sigulares como ellos porque, por aquel entonces, la aviación estaba en pañels. Lo único que podían hacer los pilotos era volar con unos cuantos clientes temerarios, eseñar a volar a unos alumnos todavía más temerarios y dedicarse a los vuelos de exhibición. La idea de que los aviones pudieran convertirse en medios de transporte, como lo son hoy, no entraba en la cabeza de nadie.


  Mi amiga y yo nos situamos en medio de un claro para contemplar el espectáculo. Vimos un pequeño avión que describía giros y rizos en el aire, con su silueta negra recortada contra el cielo excepto cuando el sol de la tarde iluminaba el rojo escarlata de sus alas. Al cabo de quince o veinte minutos de acrobacias, el piloto empezó a descender en picada hacia la multitud. Hoy, al recordar ese momento con la perspectiva de una aviadora experimentada, creo que comprendo por qué lo  hizo: estaba aburrido. Había hecho piruetas y tirabuzones y toneles y había agotado su corto repertorio. No le quedaba nada más por hacer que observar cómo la gente corría despavorida mientras él se precipitaba hacia el suelo.
  En 1918, para aliviar la monotonía de no ir nunca a ningún sitio. los pilotos hacían deslizar las ruedas de sus aparatos sobres trenes de carga en movimiento, sobrevolaban los barcos a tan baja altura que los ocupantes, aterrorizados, se tumbaban boca abajo en la cubierta, o descendían en picado sobre la gente que estaba en la playa o que había salido de comida camprestre.  Hoy día, por supuesto, las autoridades retirarían la licencia al piloto que hiciese tales travesuras.



  Estoy segura de que, para el piloto, dos mujeres solas era un objetivo tentador. Apostaría algo a que se dijo: "Mirad cómo las hago huir por piernas."
   Después de varios intentos, una de ellas lo hizo, pero la otra se quedó donde estaba. Recuerdo la mezcla de miedo y placer que me invadió mientras contemplaba aquel pequeño aeroplano en el punto máximo de su descendo en picado hacia la tierra. El sentido común me decía que, si algo fallaba en el mecanismo o el piloto perdía el control, él, el avión y yo formaríamos juntos una bola de fuego. En aquel momento no lo comprendí, pero creo que, al pasar zumbando junto a mí, aquel pequeño aeroplano rojo me dijo algo.
  Durante la guerra había trabajo en un hospital. A partir de aquella experiencia decidí que lo que más me interesaba era la medicina. Tanto si ésta me necesitaba como si no, me matriculé en la Universidad de Columbia, y empecé a hacer todas la cosas raras que hacen los futuros médicos, como dar zumo de naranja a ratones o diseccionar cucarachas. Desde entonces no he vuelto a ver ninguna, pero recuerdo que tenían un cerebro extraordinariamente grande.
  Sin embargo, no podía olvidar los aviones.
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Último vuelo
Amelia Earhart

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