domingo, 25 de noviembre de 2018

Sin medias tintas

Imane Rachidi
Cuando vivía en Egipto, conocí a una mujer en sus cincuenta, velada como manda la sociedad y que trabajaba duro para mantener a su familia. Era secretaria de una oficina donde ella era la única mujer. Ellos, dos hombres españoles, la trataban como una más. Se sentía cómoda, no juzgada. Les daba la mano, se tomaba el café de las 11 y les contaba anécdotas del día anterior. Un tercer miembro de la oficina era hombre, egipcio, musulmán, de la sociedad. Cuando entraba él a la oficina, ella agachaba la cabeza y salía corriendo a esconderse en su despacho. No se atrevía ni a mirarle a la cara. “Viene Said”, decía, aterrada, nada más escuchar el timbre.

Se sentaba delante del ordenador y entonces empezaban los remordimientos, su cabeza daba vueltas sobre la moral, la ética, la religión, el deber y no deber. Se sentía una mujer “poco decente” por compartir un café con aquellos hombres occidentales, rodeados del mal, que seguramente en su mente estarían deseando hacerle cosas indecentes. “Qué vergüenza”, me dijo una vez, en un perfecto castellano que había aprendido en la carrera de filología hispánica. Él la juzgaba. Ella se sentía menos. “¿Por qué?”, le pregunté, temiéndome la respuesta. “Es un hombre”, asintió, sin pensarlo dos veces.

En una sociedad patriarcal como la egipcia, la marroquí o la libia, entre varias otras, al macho se le debe “respeto” por el simple hecho de tener un pene entre sus genitales externos. Además, “heredó” de Dios –véase la ironía, por favor, que en estos tiempos ya no sabemos diferenciar entre El Mundo Today y la prensa seria – la gran labor de cuidar y vigilar a las mujeres de la familia: la esposa, las hijas, las hermanas y todas las demás féminas que circulan por sus alrededores, sobre todo si son veladas, pues llevan la bandera de la patria, o el patriarcado islamista.

Los hay, como en Jordania, donde son capaces de matarla por haberse atrevido a intercambiar una frase con un chico en la calle porque ella ha faltado al honor y al apellido. Sí, lo sé, suena como a las películas del siglo XVI. Otros prefieren cubrirlas para que no sean atractivas a ojos de los hombres en la calle. ¡Y va Dolce Gabbana y diseña un velo de moda, atractivo, manda ovarios. Y las hay que deciden ellas mismas cubrirse para ser mujeres decentes, de bien, casaderas.

“Si tienes un tesoro, no lo vas enseñando por ahí, lo tienes que cubrir y salvaguardar bien para que no te lo roben. Eso es una mujer en el islam y por eso yo uso el niqab (prenda que cubre todo, menos los ojos). Soy de mi marido y sólo él me puede ver”. Esta afirmación me la hizo, sin inmutarse, una muchacha riojana que se convirtió al islam más conservador gracias a los sermones de Alaa Mohamed Said, un imam de Logroño que el Ministerio del Interior español expulsó hace unas semanas de España con argumentos no muy claros. Esta joven, que no superaba los 22 cuando hablamos, ya tiene un crío de cuatro años y se hacía llamar “Um” (madre) entre sus compañeras cairotas.

Su nombre real no viene a cuento. Es solo un ejemplo que sigue el mismo patrón de unas cuantas chicas que, nacidas en la comodidad de su Europa natal, donde nadie ha cuestionado su coleta ni su melena, se declaran defensoras del velo, de la necesidad de cubrirse, de no llamar la atención mostrando un codo o un tobillo (¡no vaya a ser!) y se definen como feministas islámicas. En toda la cara de aquellas que día sí y día también sufren por hacerse un hueco en la sociedad musulmana, en hacerse oír, en recordar que vale la pena confiar en ellas y que no son solo un trozo de carne.

Electrocutadas, colgadas en sus celdas, humilladas y acosadas sexualmente. Este ha sido el destino de las mujeres que exigían un derecho que, hay a quien le podrá sonar marciano, es básico: ser libres para decidir lo que hacer, conducir o bailar una jota. En Arabia Saudí y hasta en Marte, si algún día nos vamos para allá. Y cuando Riad anunció que permitiría a las mujeres sacarse el carné cuando así lo acepte el tutor de ellas, hay quien incluso se atrevió a decir que ahora la opresión iba a ser parte de la historia y que a ver con qué pretexto critican ahora las “feministas occidentales” a las dictaduras y al machismo en los países musulmanes.

La última vez que escribí algo sobre este tema, me llamaron islamófoba –interesante término, por cierto, para alguien nacido y criado en el islam – y consideraron que yo criticaba las vejaciones a las mujeres en los países arabomusulmanes desde un punto de vista “occidentalizado”. No sé muy bien a qué se refiere este grupo de mujeres, antídoto de la lucha femenina por la igualdad, que para colmo se hacen llamar feministas “islámicas”. Es como si un periodista que escribe en un periódico del régimen saudí alabando a diario a la monarquía wahabí viene a decirme que el descuartizamiento de Jamal Kashoggi no fue un crimen y que en su país hay libertad de prensa, pensamiento y expresión.

Feministas son las que luchan por la igualdad de todas, por poder elegir cómo vestirse sin ser juzgadas por ello, a conducir sin ser encarceladas, a trabajar sin ser consideradas “marimachos”, a no casarse o no tener hijos sin ser señaladas como “solteronas” o “egoístas”. A elegir estar con un hombre para siempre o disfrutar de la compañía de varios, sin ser calificada de puta, buscona o demás variantes de la lengua. Feminista es una palabra sin apellidos, sin añadidos ni colorantes. Y quien cree lo contrario, es que excluye a una parte de la sociedad que precisamente elige ser otra cosa.
Feminista es exigir ser respetada en igualdad de condiciones que un hombre y no tener que considerar miles de condiciones previas, de “no vaya a ser…”.

Y esto no tiene variantes, no tiene término medio: o conmigo o contra mí. El feminismo es radical. Se es o no se es. No hay un “Eres libre pero…·”, “Puedes vestir lo que quieras pero…”, “Te dejamos conducir, pero si tu marido te autoriza”. No se puede ser alto y bajo a la vez, cristiano y musulmán, llevar el velo (símbolo machista y de opresión femenina) y declararse “feminista”.

Y para las que consideran que defender el velo es defender otras culturas, la diversidad, una “minoría”… solo les digo una cosa: queridas, comprad un billete de avión a Arabia Saudí e intentad pasear sin usar el velo, si alguien os da la elección de hacerlo. Si podéis ser libres allí, entonces el velo no es un símbolo machista ni de opresión. Si veis algo defendible, si creéis que se puede llamar “diversidad” a la situación en la que viven esas mujeres a las que cubren hasta los ojos, me lo contáis a la vuelta.

Yo he nacido en Marruecos y me he criado en una familia musulmana, no tan conservadora como muchas otras seguramente, pero musulmana al fin y al cabo. Y el velo no es nuestra cultura, no es nuestra tradición, ni nunca lo será. Es un símbolo machista, opresor, que convierte a la mujer en un objeto sexual: se me ha insultado por no llevarlo. Se me ha considerado poco decente, renegada, hereje. Un imam del pueblo me paró para intentar convencerme de que el velo es un mandato divino que me hará una buena mujer. Otro señor que rondaba los 60 me ha escupido por ir en vaqueros ajustados por las calles del mercado de Tánger cuando yo solo tenía 14 años. “Maldita seas”, me espetó mientras echaba sapos y culebras por la boca.

¡Por Dios! ¿Identidad cultural? ¿Qué cultura? ¿dónde? ¿cuándo? ¿La cultura machista que exige a la mujer taparse hasta el último rasgo de expresión si quiere ser considerada decente, casadera, buena madre, de buena familia? El velo es la respuesta erróneo de la lucha de millones de mujeres que dieron su vida para ser libres.

Fuente: https://msur.es/2018/11/25/rachidi-feminismo-medias/

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