El documento se firmó en un vagón de tren en Compiègne (.) |
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Así, el Reichstag alberga una exposición de artistas de 31 países beligerantes. Cada artista recibió un pedazo de madera del frente de Alsacia (dimensiones: 30x30x30 cm), con el que realizar una obra alusiva. Son obras depuradas, secas, respetables en su horror a la guerra, pero creadas desde la lejanía técnica y temporal. Nada que ver con la tristísima escultura de Käthe Kollwitz (1867-1945) Madre con hijo muerto, más conocida como la Pietà de Kollwitz (una madre dolorosa envuelve en su manto al soldado sin vida), que se halla en el edificio de la Nueva Guardia, en la avenida berlinesa Unter den Linden. Kollwitz perdió a un hijo en el frente belga y, en 1942, a un nieto en el frente ruso.
Ettiene Laurent |
De hecho, el escaso recuerdo colectivo que Alemania dispensa a la Gran Guerra no se debe a que fuera una derrota, como podría parecer de un análisis apresurado. “Alemania es un país que, prácticamente, ha extraído toda su narrativa nacional de las enseñanzas de su derrota de 1945; la cuestión es por qué la de 1918 no ha recibido la misma atención”, plantea el historiador Daniel Schönpflug, que acaba de publicar el libro Kometenjahre. 1918. Die Welt im Aufbruch (Años de cometas. 1918. El mundo en movimiento).
La memoria histórica está dominada por la Segunda Guerra Mundial, el nazismo y el Holocausto, que “han sido asuntos fundacionales centrales para la actual República Federal, y lo son aún hoy, de manera que los acontecimientos históricos anteriores han quedado un poco eclipsados”, prosigue Schönpflug en un encuentro con corresponsales.
Pero esa mirada empieza a evolucionar. Se aprecia en iniciativas en torno al centenario que ven ese tiempo como el inicio de otros procesos que, tras el brutal paréntesis hitleriano, volverían a aflorar en forma de valores que impregnan la actual democracia alemana: la revolución de las izquierdas, la democracia, la república de Weimar –que llegaría en febrero de 1919– y el voto femenino.
Porque el año 1918 fue para Alemania mucho más que el fin de las hostilidades. Forzado por la catástrofe, el káiser Guillermo II abdicó el 9 de noviembre, dos días antes del armisticio. Todo ocurrió raudamente: ese mismo día 9, el socialdemócrata Philipp Scheidemann proclamaba la república desde un balcón del Reichstag. En Berlín, Munich, Hamburgo y otras ciudades, obreros y soldados constituían juntas populares, que pugnaban por el control con la vieja administración imperial. Era un clima de cambio de era.
“En los meses hasta el tratado de Versalles de junio
de 1919 había esperanza de que los aliados no fueran maximalistas con
la revancha y las reparaciones –explica Schönpflug–. Pero lo fueron, y
el Diktat, como se llamó al tratado en Alemania, alimentó la idea de la
puñalada en la espalda”. Según ese mito social y propagandístico, el
esfuerzo bélico habría sido saboteado adrede por fuerzas de la propia
Alemania: políticos, banqueros, izquierdistas. “Fue un momento de
utopías: pacifismo, democracia, feminismo, emancipación –dice el
historiador–. Pero también lo fue para las utopías de la derecha
reaccionaria, que vio la posibilidad de realizarlas”. Hitler lo logró
poco tiempo después.
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