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Portada del Diario de Cádiz del 2 de noviembre de 1988.
Ildefonso Sena
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El 1 de noviembre de 1988 se documentó la primera muerte de una persona migrante en el Estrecho de Gibraltar por el naufragio de una patera marroquí con 23 ocupantes
6.714 muertos. Este es el número
mínimo estimado
de personas fallecidas y desaparecidas en el Estrecho entre 1988 y el
20 de octubre de 2018, según denuncian Andalucía Acoge –federación
compuesta por nueve asociaciones que buscan dar respuestas eficaces al
fenómeno migratorio– y porCausa –Fundación de investigación y periodismo
sobre migraciones, pobreza y desigualdad–.
En el primer fin de semana de noviembre se cumplen
30 años del primer naufragio documentado
de personas migrantes en las costas españolas: “Fue la primera patera
de ‘sin papeles’, la primera de tantas”, señala el informe. En esta
embarcación había 23 ocupantes: un joven marroquí falleció, tenía poco
más de veinte años y había pagado 35.000 pesetas por llegar a Europa
para encontrar trabajo. Del resto de migrantes, 18 desaparecieron y
cuatro fueron detenidos por entrada irregular.
Finalmente, once de los
18 cuerpos aparecieron en los días siguientes,
“a los demás se los tragó el mar”...
Continuar leyendo: https://www.infolibre.es/noticias/politica/2018/10/31/la_catastrofe_humanitaria_del_estrecho_acumula_714_muertes_anos_despues_esta_foto_88360_1012.html
Cuando los náufragos son migrantes
...Parece que seguimos siendo incapaces de recibir a estas
personas como a seres humanos, como a náufragos, una categoría que
aparentemente sigue limitada a las personas blancas y de países ricos.
Las personas negras y magrebíes son inmigrantes, son números, son
‘estos’ que ya ni siquiera saben dónde colocar. ¿Serían recibidos así si
fuesen europeos, si fuesen blancos?
Un grupo de náufragos llega al puerto
de Motril (Granada) después de siete horas a la deriva en el mar, dos
horas aferrados con la punta de los dedos a la vida –que en este caso
tiene forma de zodiac de plástico semihundida–, y otras ocho horas
empapados, descalzos, ateridos, en la cubierta de la salvamar. Un par de
policías, otro de guardias civiles, cuatro voluntarios con chalecos de
la Cruz Roja, se arremolinan, se cruzan y retornan al pantalán. Primero
bajan los cinco niños y niñas y las 22 mujeres. Vienen descalzos,
cubiertos con la manta de la Cruz Roja que les han entregado los
rescatadores de Salvamento Marítimo, porque ni mantas propias tienen.
Les colocan en fila, en una estampa que paraliza por su semejanza con
escenas de la serie distópica El cuento de la criada,
que retrata un Estados Unidos gobernado por una dictadura teocrática
que impone un sistema de castas, en el que las pocas mujeres fértiles
que quedan son violadas por la clase dirigente para reproducirse y en la
que los disidentes y desechados son explotados en campos de trabajo.
Aquí, en el puerto, envueltos como
las protagonistas de la serie en mantos rojos, estos hombres y mujeres
quedan uniformizados, borrada su identidad individual, que hay que
escudriñar, con la dificultad añadida de la oscuridad de la noche, en
sus gestos, en su mayoría, contenidos, inexpresivos, aliviados por la
inminencia de tocar la tierra prometida, y tensados por el temor a lo
que está por venir.
Es probable que muchas de estas
mujeres terminen prostituidas por redes de trata o explotadas, como
también muchos de estos hombres, en las áreas más precarias y
desprestigiadas de nuestra economía, como la agricultura o el trabajo
doméstico.
Los guardias civiles los escoltan en
una especie de marcha marcial hasta unas mesas de playa, donde miembros
de la Cruz Roja les toman la temperatura, les preguntan sus nombres,
edad, si tienen alguna enfermedad, sus tallas de calzado. De pie, a las
espaldas de los trabajadores humanitarios, policías procedentes de
varios países europeos que trabajan para el Frontex, la agencia europea
de control de fronteras, toman nota de las respuestas que dan a la Cruz
Roja, una clara violación del derecho internacional de los derechos
humanos que obliga a las ONG a amparar la privacidad de estas personas,
además de que podría suponer una coacción hacia su libertad de
expresión, como explica el jurista David Bondía, profesor de Derecho
Internacional Público de la Universidad de Barcelona y presidente del
Instituto de Derechos Humanos de Cataluña.
En la mayoría de los casos no parece
haber tiempo para más intercambio de humanidad que el “Bonsoir, madame”,
“Bonsoir, monsieur”. Hay premura, aunque no se sabe por qué, para qué;
hay mecanización de la recepción, aunque esos seres humanos que están
ahora mismo ahí vengan de superar meses o años de agresiones,
explotación, violaciones: la guerra que los gobiernos libran contra los
pobres. Salvo honrosas excepciones, no parece haber tiempo para un
“Bienvenido”, un “¿Cómo está?”, un “No se preocupe, ya está seguro”;
alguna palabra dirigida, aunque sea de manera retórica, a reconfortar;
alguna mirada que les diga “Hola, le he visto, esté tranquila, nos
alegra que por fin haya llegado sana y salva”… Pero está bien así,
porque aún no pasó, porque aún les quedan por delante años de
clandestinidad y a algunos, la deportación. Así que les entregan una
bolsa con un chándal y unas zapatillas. Les dicen que se sienten en el
único sitio disponible: el sucio suelo del pantalán, cubierto de
charcos. El edificio en el que, supuestamente, deberían poder quitarse
sus ropas empapadas, ir al baño, ser registrados por la policía y pasar
la noche, está lleno de los otros náufragos que han llegado una hora
antes. Y aquí nadie parece saber dónde van a ser trasladados, ni
siquiera el responsable policial al mando de la recepción. Con sus
chalecos reflectantes azules, los policías del Frontex siguen pululando
de un lado a otro, tomando fotografías, preguntando si son todos
“subsaharianos”. Y mientras, nadie se dirige a estas personas, ni les
explican dónde están, qué va a pasar con ellos. “Espérense ahí, sentados
en el suelo”, les dicen. Y se sientan, y esperan. ...
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