Jean-Louise Trintignant, protagonista e El conformista, de Bernardo Bertolucci. |
“No se combate el fascismo porque se vaya a ganar. Se
combate el fascismo porque es fascista”, dice un personaje de Sartre. Se
da, efectivamente, esa urgencia dogmática en extirpar lo que parece
constituir la mayor excrecencia política de los últimos cien años. El
consenso es tal que a nadie le sorprende la unanimidad de los analistas a
propósito de la irracionalidad del fascismo: al fascista no se lo toma
uno en serio, no se exploran sus razones, puesto que está más allá (o
más acá) de cualquier forma de racionalidad.
Esta displicencia en el análisis y esa unanimidad en el
diagnóstico no han evitado que siga habiendo fascistas: con expulsar al
fascismo del mundo de las ideas no hemos logrado eliminarlo también de
nuestras sociedades. Parece que nuestros estudios no nos hayan alertado
lo suficiente sobre una de las peculiaridades del fascismo, a saber, su
enorme grado de dependencia respecto de la masa humana, el modo en que
se fortalece exponencialmente a medida que crece el número de sus
adeptos. Evitar que haya fascistas parece, pues, más urgente que
prohibir la exhibición de sus símbolos o la difusión de sus ideas.
Pier Paolo Pasolini exponía la raíz del problema en 1974, a
propósito de los atentados fascistas de Milán y Brescia: “En realidad
nos hemos comportado con los fascistas (y hablo sobre todo de los
jóvenes) en modo racista, es como si rápida y despiadadamente hubiéramos
querido creer que estuvieran racialmente predestinados a ser fascistas,
y que ante tal decisión de su destino no hubiera nada que hacer. Y no
lo ocultemos: todos sabíamos, dentro de nuestra conciencia, que cuando
uno de aquellos jóvenes decidíavolverse fascista, se trataba de
algo puramente casual, no se trataba más que de un gesto irracional y
sin motivo: quizá hubiera bastado una sola palabra para que aquello no
hubiera ocurrido. Pero ninguno de nosotros nunca ha hablado con ellos ni
se les ha dirigido.
Inmediatamente los hemos aceptado como
representantes inevitables del mal. Y a veces se trataba de muchachos y
muchachas adolescentes de dieciocho años, que no sabían nada de nada, y
que se habían lanzado a la horrible aventura simplemente por
desesperación”.
Cualquier educador consciente de los peligros del fascismo
debería plantearse alguna vez esta cuestión: ¿qué hacer con ese alumno
que es fascista? ¿Ignorarlo? ¿Ridiculizarlo ante sus compañeros?
¿Restarle importancia porque “no sabe lo que hace”? Tal vez lo más
urgente sea preguntarse por qué es fascista y preguntarle a él qué es lo
que cree ser al ser fascista.
2
¿Se ha preguntado alguna vez por qué la gente quiere
colaborar con nosotros? Unos lo hacen por miedo, la mayoría por dinero.
Por fe fascista, muy pocos. Usted, no. Me parece que a usted no le mueve
ninguna de esas razones.
Quien así habla es el Coronel, un innominado miembro del
partido fascista en la Italia de Mussolini. Es un personaje de ficción,
extraído del filme Il conformista(1970), de Bernardo
Bertolucci. Su interlocutor, también ficticio (tan ficticio como pueda
serlo un personaje interpretado por Jean-Louis Trintignant), es Marcello
Clerici, aspirante a ingresar en el aparato represor del Estado. Están
sentados, uno junto al otro, en un cubículo oscuro, frente a la pecera
insonorizada de una emisora de radio; al otro lado de la pared de
cristal, Italo, el amigo fascista de Marcello, lee ante el micrófono un
encendido discurso sobre los destinos paralelos de Alemania e Italia;
lee en Braille: Italo es ciego.
Marcello no le revela al Coronel los motivos de su
decisión, pero a lo largo del filme va exponiendo, frente a otros
interlocutores, su mayor ambición: la normalidad. Quiere convertirse en
un individuo normal, casarse con una mujer mediocre, emparentar con una
familia vulgar. Parece haberse cansado de lo extraordinario: su padre es
huésped de un hospital psiquiátrico (por voluntad propia, según
parece), mientras que su madre, adicta a la morfina, vive rodeada de
perros en una mansión que se derrumba. El propio Marcello confiesa haber
sido seducido por un hombre a la edad de trece años; el hombre le
sedujo, le raptó y a continuación, por accidente, fue abatido de un
disparo por Marcello.
Esa aspiración a la normalidad parece justificar el título
del filme. El conformismo de Marcello, no obstante, parece más complejo
(y menos conformista) de lo que tanto ese título como sus propias
declaraciones sugieren. No se trata del conformismo típico de los que
Gramsci llamara “los viejos dirigentes intelectuales y morales de la
sociedad”: “Los viejos dirigentes intelectuales y morales de la sociedad
sienten que se les hunde el terreno bajo los pies, se dan cuenta de que
sus prédicas se han convertido precisamente en prédicas, es decir, en
algo ajeno a la realidad, en pura forma sin contenido, en larva sin
espíritu; de aquí su desesperación y sus tendencias reaccionarias y
conservadoras: la forma particular de civilización, de cultura, de
moralidad que ellos han representado se descompone y por esto proclaman
la muerte de toda civilización, de toda cultura, de toda moralidad y
piden al Estado que adopte medidas represivas, y se constituyen en un
grupo de resistencia apartado del proceso histórico real, aumentando de
este modo la duración de la crisis”.
Tampoco se trata del conformismo
utilitarista de las nuevas generaciones, mezclado a menudo con el afán
aventurero y revolucionario: ese conformismo cuyo ideal es el héroe, el
superhombre, a cuyos pies sacrifica uno su propia individualidad. (Este
último tipo de conformismo es característico de los regímenes fascistas
consolidados, núcleo primario de su retórica belicista, en la cual se
funden el optimismo tecnológico, el irracionalismo metafísico, la ética
del sacrificio y la mitología del caudillo. Es la exaltación de la
guerra, el patriotismo ciego de los novios de la muerte, de los “bocazas
fetichistas que a todo responden con regüeldos de mortero de 42
centímetros”, en palabras de Walter Benjamin.) El conformismo de
Marcello no parece adecuarse a ninguno de estos dos tipos. La distinción
de Norberto Bobbio entre “fascistas viejos” y “fascistas jóvenes”,
correlativa a esas dos formas de conformismo, no nos sirve para
clasificar al “camarada” Clerici.
3
Como parte de su iniciación en el partido, a Marcello se
le encomienda colaborar con la policía secreta en la misión de
localizar, vigilar y asesinar a Quadri, profesor de filosofía exiliado
en París. Marcello fue alumno de Quadri, no le costará demasiado
conseguir que el profesor le reciba, aprovechando que Marcello está de
luna de miel en París. El primer encuentro entre Quadri y Marcello
constituye la tesela central de esta película compleja, inagotable.
QUADRI: Es muy curioso, Clerici. ¿Usted ha hecho todo este viaje solamente para verme?
MARCELLO:Recuerde, profesor. Cuando entraba en clase,
cerraba las ventanas. No soportaba toda aquella luz ni todo aquel ruido.
Más tarde comprendí por qué tenía la costumbre de hacerlo. Todos estos
años, ¿sabe qué es lo que ha quedado más firmemente grabado en mi
memoria? Su voz: “Imaginen un gran calabozo en forma de cueva. En su
interior, unos hombres, que han vivido allí desde niños, encadenados y
forzados a mirar la parte del fondo de la cueva. A su espalda, lejos,
centellea una luz de fuego. Entre el fuego y los prisioneros imaginen un
muro bajo como el pequeño escenario por encima del cual los titiriteros
muestran sus títeres”. Esto fue el veintiocho de noviembre.
QUADRI: Sí, lo recuerdo.
MARCELLO: “Traten de imaginar a otros hombres pasando
por detrás de este muro trasladando estatuas de madera y piedra. Las
estatuas son más altas que el muro”.
QUADRI: No podía haberme traído de Roma un regalo mejor que estos recuerdos, Clerici: los prisioneros encadenados de Platón.
MARCELLO: ¿Y cómo se parecen a nosotros?
QUADRI: ¿Y qué ven?
MARCELLO: ¿Qué ven?
QUADRI: Usted, que viene de Italia, debería saberlo por experiencia.
MARCELLO: Solo ven las sombras que el fuego proyecta sobre el fondo de la cueva que tienen enfrente.
QUADRI: Sombras. Reflejos de las cosas, como les pasa a ustedes en Italia.
MARCELLO: “Y si fueran libres y pudieran hablar, ¿podrían decir que las sombras son la realidad y no una visión?”.
QUADRI:Sí, sí, correcto. Confundirían con la realidad
las sombras de la realidad. ¡Ah! El mito de la caverna. Esta fue la
tesis de licenciatura que usted me propuso. ¿La terminó después?
MARCELLO: Usted se marchó. Abordé otro tema.
QUADRI: Lo lamento mucho, Clerici. Tenía tanta fe en usted, en todos ustedes.
MARCELLO: No, no lo creo. Si fuera cierto, no se habría marchado de Roma.
Tan importante como el diálogo es la escenografía. Cuando
Marcello recuerda que el profesor cerraba las ventanas, él mismo cierra
una de las ventanas del estudio, dejándolo en penumbra, solo iluminado
por la luz natural que entra por la ventana del fondo. A medida que va
explicando la posición de los prisioneros y del muro, Marcello se
desplaza hasta situarse en primer plano, dejando que la luz proyecte su
sombra sobre una pared blanca. Hay un breve instante en que levanta el
brazo en una fugaz alusión al saludo romano. Entre tanto, el profesor se
mueve en un segundo plano, entrando y saliendo de la oscuridad.
El diálogo no finaliza aquí. La segunda parte tiene lugar en estos términos:
QUADRI: En el punto al que habíamos llegado, no había
otra opción. Lo único que podíamos hacer era emigrar. Queríamos que
todos fueran capaces de sentir nuestro rechazo, nuestra rebelión de
exiliados, el significado de nuestra lucha, su significado histórico.
MARCELLO: Bellas palabras, pero usted se fue y yo me hice fascista.
QUADRI:Perdóneme, Clerici. Pero un fascista convencido no habla así.
En ese preciso instante, el profesor vuelve a abrir la
ventana que Marcello había cerrado y la sombra de este último, en la
pared, se esfuma. La única lectura posible es tan evidente que desarma:
el fascismo de Marcello es pura sombra, una copia defectuosa del
Marcello real. Pero el propio Marcello ha tenido que viajar a París para
comprenderlo.
El mito de la caverna es el eje de la película, más
incluso que la novela de Alberto Moravia en que se inspira, en la cual
ese diálogo entre Quadri y Marcello no existe (como tampoco Italo, el
amigo ciego). No es solo el diálogo, sino que a lo largo de todo el
filme se van mostrando guiños manifiestos al relato platónico que
dibujan, más o menos, un trayecto paralelo al del prisionero de la
caverna. Más o menos paralelo, pues su desenlace plantea una paradoja
que en el texto de Platón ni siquiera se sugiere.
Dejando a un lado la evidente relación entre la caverna y
la Italia fascista (“como les pasa a ustedes en Italia”), los interiores
reproducen con frecuencia el diseño platónico original. Así, cuando
Marcello visita al ministro, en las entrañas de un edificio oficial que
constituye un epítome de la arquitectura fascista, vemos pasar a dos
individuos portando sendas esculturas, una cabeza y un águila
concretamente. La secuencia tiene su reflejo al final del filme, después
de la caída del fascismo, cuando vemos pasar una moto arrastrando una
cabeza esculpida de Mussolini. Hay otro momento crucial en tanto que
recreación de la caverna platónica: la fiesta de ciegos a la que
Marcello asiste con su amigo Italo. Se trata de una celebración modesta,
que transcurre en un sótano; mientras Italo y Marcello conversan, se
ven, a través de un ventanal sobre sus cabezas, las piernas y los pies
de los transeúntes en el nivel superior de la calle. Tiene lugar
entonces un elocuente discurso de Italo sobre la normalidad a la que
Clerici aspira:
ITALO: Para mí, un hombre normal es aquel que se da la
vuelta para mirar el trasero de una mujer que pasa. El caso es que no
es él el único que se vuelve, lo hacen al menos otros cinco o seis. Y él
se siente feliz de estar con gente como él, con sus iguales. Por eso le
gustan las playas llenas de gente, los partidos de fútbol, los bares
del centro. […] Le gusta la gente que es igual que él y no
confía en quienes son diferentes. Por eso un hombre normal es un
verdadero hermano, un verdadero ciudadano, un verdadero patriota.
MARCELLO: Un verdadero fascista.
Hay aún un par de comentarios de Italo sobre la amistad de
ambos, durante los cuales Marcello se sienta, despistando a su amigo,
le ayuda después a sentarse y, finalmente, se queda mirando los zapatos
del ciego, que son de diferente color.
Todo en esa escena es grotesco (en sentido literal): la
pianista de gafas oscuras, la bandera de Italia sobre el piano, los dos
ciegos que se lían a puñetazos sin motivo aparente, los zapatos
desparejados de Italo. De nuevo es evidente que Marcello se sitúa, como
observador, en un plano superior al de esos ciegos, y también por encima
de esa normalidad que tanto ansía, el calor de la tribu, la masa
uniforme. Seguimos sin saber por qué Marcello desea con tanto fervor ser
un “uomo normale”.
La secuencia final también remite a la arquitectura de la
caverna platónica. La noche de la caída de Mussolini, después de acusar a
Italo de fascista, y tras observar cómo este desaparece entre una
multitud, Marcello se sienta en el escalón de entrada de un habitáculo
improvisado en el cual un joven desnudo hace sonar un gramófono.
Marcello da la espalda al habitáculo y al joven (que acaba de
desnudarse, pues lo hemos visto hace unos minutos completamente
vestido), pero también a una pequeña fogata. Mientras suena la música,
el espectador contempla el resplandor del fuego en la nuca de Marcello
mientras este, poco a poco, gira el rostro y se queda mirando fijamente
al espectador pero también, suponemos, al joven del gramófono.
Importa fijarse en la ubicación de Marcello en todos esos
escenarios. En la conversación con el profesor, Marcello ocupa un lugar
intermedio entre la luz de la ventana y su propia sombra en la pared.
También durante la conversación con el Coronel, mientras Italo lee su
discurso al otro lado del cristal, es Marcello quien aparece reflejado,
quien contempla su propia imagen reflejada. Ahora bien, tanto en su
visita al ministerio como en la fiesta de los ciegos, no es su sombra lo
que contempla: en el primer caso, ve pasar a esos hombres que “llevan
objetos de todas clases, figuras de hombres y de animales”, y en el
segundo, él es el único presente que puede reparar en esos viandantes
“que aparecen por encima del muro”. Su posición, en todo caso, no deja
de ser central, intermedia entre la luz y las sombras, bien sea como
objeto que produce sombra, bien como prisionero liberado que contempla
esos objetos y a los individuos que los transportan. En todo momento
Marcello es consciente de vivir en un plano diferente, superior, al de
esos “hombres normales” que militan en el fascismo. Aun aspirando a ser
uno de ellos, su posición le permite observarlos con desdén, y también
contemplarse a sí mismo, a menudo con sorna, en ocasiones con desprecio.
Suponemos que es durante su viaje a París cuando Marcello contempla lo
que hay fuera de la caverna, y también es en París donde Quadri le
propone quedarse y no regresar a Italia, pero Marcello rehúsa. Al igual
que el prisionero del relato platónico, vuelve a la caverna.
4
No sabemos gran cosa de lo que le ocurre a Marcello en el
tiempo transcurrido entre el asesinato de los Quadri y la caída de
Mussolini, pero no parece que haya contribuido en absoluto a cambiar el
punto de vista de los italianos acerca del fascismo. Suponemos que ha
llevado una vida “normal”: ha tenido una hija, ha tomado inquilinos, no
se ha pasado a la resistencia. Solo cuando cae Mussolini se vuelve
Marcello contra Italo y lo acusa públicamente de ser un fascista. Se
diría que lo único que pretende es salvar el pellejo.
La última secuencia de la película dialoga con la primera.
En esta, Marcello aparece sentado en la cama, vestido. La luz
intermitente de un anuncio luminoso le da en el rostro. Cuando sale de
la habitación, observa a su mujer, desnuda, boca abajo, en la cama. La
cubre con la sábana antes de salir. El joven desnudo de la última
secuencia también está tumbado boca abajo, pero aquí Marcello está de
espaldas a la luz y se vuelve poco a poco hacia esta y hacia el joven.
Podría resumirse todo el trayecto de Marcello en la
película mediante la yuxtaposición de esas dos secuencias: Marcello
sustituye a una mujer desnuda por un hombre desnudo, y la luz eléctrica
de la normalidad burguesa por la luz de una fogata en compañía de
mendigos y prostitutas. Algo ha cambiado, después de todo, en Marcello.
Cabría insistir un poco más en la temática de la homosexualidad
reprimida del personaje, así como apuntar otras dos líneas
interpretativas, a saber:
1.Todas las mujeres que Marcello desea
realmente tienen el mismo rostro y la misma apariencia, que resultan ser
el rostro y la apariencia de Anna Quadri, la esposa del profesor. Es
solo la atracción que experimenta hacia Anna lo que hace que Marcello
ponga en cuestión su propio papel en la operación de vigilancia y
asesinato de Quadri. Anna se ofrece a ser su guía en París, y en cierto
modo hace de guía en un sentido mucho más platónico (recuérdese la
función de Eros en el Banquete como guía o intermediario del alma que busca la belleza).
2. Al Marcello adolescente lo seduce un chófer (Lino); después es, en Francia, el agente Manganiello (un fascista primario y entregado a la causa) quien hace las veces de chófer; entre medias, Marcello ha convencido a Manganiello para que haga desaparecer al chófer-amante de su madre. De nuevo se trata de una cuestión de guías, de intermediarios o conductores: la (aparente) muerte de Lino constituye el momento de la caída de Marcello, privado súbitamente de un guía; Manganiello, por su parte, es quien le conduce a ver cómo matan a los Quadri y también quien le obliga a enfrentarse una y otra vez consigo mismo.
Sin abandonar el mito de la caverna, no obstante, es
pertinente señalar que el platonismo latente en la película de
Bertolucci da lugar a una paradoja irresoluble desde coordenadas
platónicas. Comparando su evolución con la del prisionero liberado y
regresado al cautiverio, en seguida nos percatamos de que en Marcello la
contemplación del sol y la observación del mundo exterior no producen
sino nostalgia de la normalidad abandonada. A decir verdad, se trata de
la idea de normalidad, no de una vivencia que propiamente Marcello solo
experimenta después de morir los Quadri. Lo que ha visto fuera de Italia
no le convierte en ningún sabio que pueda iluminar a la sociedad de la
que proviene, sino que le transforma en alguien que asume su propia
trayectoria como una equivocación: Marcello no es capaz de matar a los
Quadri, pero tampoco es capaz de salvarlos, ni siquiera a Anna; su
conversión al fascismo se resuelve en comprensión del fascismo como
matanza; a su regreso a Italia, Marcello tenderá a asumir su verdadero
carácter (el que se le ha revelado durante el viaje) con un gesto
melancólico: ya no puede ignorarse a sí mismo, pues ha visto demasiado
sobre sí mismo. “Matanza y melancolía”, las palabras que repite el padre
de Marcello a modo de epitafio de su propia cordura, podrían ser
también las que mejor resumen lo que Marcello ha aprendido.
La sociedad en la que Marcello reingresa tras su viaje a
París es una sociedad en transformación. He ahí la nota diferencial que
Platón no prevé, pues el suyo es un universo sin sobresaltos, sin cambio
social: a Marcello, Italia lo ha pasado por la izquierda, la sociedad
italiana ha visto y comprendido la verdadera cara del fascismo mucho
antes que Marcello o, en todo caso, al mismo tiempo que Marcello, de
modo que el saber que este ha adquirido es un saber inútil, desfasado.
Se diría que el prisionero que abandona la caverna adquiere un saber
verdadero, pero ese saber no le sirve de nada al volver a la caverna,
pues ha olvidado el lenguaje de los prisioneros.
De hecho, tal parece ser la explicación más plausible de
por qué Marcello accede a implicarse en la conjura contra Quadri:
Marcello considera que Quadri ha traicionado sus propios ideales al
exiliarse en París, se considera abandonado por Quadri (“usted se fue y
yo me hice fascista”). Se da así la paradoja de que Quadri cree haber
hecho lo correcto para combatir al fascismo y consigue que Marcello se
vuelva fascista, mientras que Marcello cree estar colaborando en la
eliminación de un enemigo del fascismo cuando en el fondo es su pasado
prefascista quien le mueve a tomar esa decisión.
“Pero un fascista convencido no habla así”: las palabras
de Quadri no resumen tanto las convicciones de Marcello (pues es posible
que carezca de ellas) como su propio autoengaño: ¿quién es el fascista
convencido, frente al cual el fascismo de Marcello es mera sombra, una
pálida copia? Podría parecer que también los intelectuales, los
educadores, han asumido la propaganda fascista sobre el “hombre nuevo”,
han accedido a creer que esa figura mitológica se corresponde con el
grueso de la militancia real del fascismo real. Esa es la coartada que
permite la deserción de los intelectuales, la inhibición de los
educadores: “no lo dice en serio”, “no sabe lo que dice”, “no sabe lo
que hace”. Todo eso es cierto, está en el núcleo ideológico del
fascismo, en su actitud. No por ello hay que dejar de tomárselo en
serio.
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