Reinhold Messner apunta a una fotografía del Everest, después de su ascenso sin oxígeno suplementario, en 1980. Getty Images |
A
Reinhold Messner le dijeron que iba a matarse. Que, como poco, quedaría
con secuelas cerebrales muy severas, pero que lo más seguro era que
fuera a matarse. No había duda, estaba científicamente demostrado que su
próxima aventura no se podía hacer sin sufrir un edema. O sin morir,
vaya. Porque lo más seguro era la muerte.
Y, sin embargo, él fue y escaló aquella montaña. ¿Por qué?
Porque está allí, hubiera dicho Mallory, un pariente lejano de
Inglaterra. ¿Por qué?
El Messner de hoy es un hombre respetable y respetado,
alguien con aspecto de empresario moderno, de los que tienen largas
barbas, nunca llevan corbata y lucen algún motivo étnico en un collar.
Una de esas personas con las que dan ganas de ir a tomar una cerveza
porque se nota que tiene mucho que contar. Un icono vivo. Pero no
siempre fue así.
No, hubo un tiempo en el que Messner era un personaje
incómodo, alguien rodeado de polémica, un luchador contra el imposible
que parecía haber dejado atrás aspectos como el sentido común o la
solidaridad. Un auténtico alucinado cuyo destino era la muerte. Una
figura indeseable en un país como la Italia de los años 70. "Tengo pocos
amigos, soy de los que despierta muchas emociones tanto a favor como en
contra".
A principios de esa década, Reinhold Messner era
considerado como uno de los mejores alpinistas de Europa. Puede que el
más osado, quizá el más innovador, seguramente el que buscaba mayor
pureza en sus ascensos. Era originario de Bresanona (1944), en el Tirol
del Sur italiano, una región lingüística, geográfica y culturalmente
ajena al resto del país. Individualismo feroz, genético. Messner era, en
aquellos momentos, ajeno al riquísimo folclore italiano del alpinismo,
con la conquista del K2 como icono y, a la vez, vergüenza eterna por el
enfrentamiento entre Lacedelli y Bonatti. Y es que Italia siempre fue
una nación que supo, como pocas, del comportamiento poco heroico que
tienen los héroes.
Pero Messner fue diferente, un solitario, alguien que
rehúye la compañía. Messner solo apreciaba a Messner, porque en aquellos
primeros años era Günther, su hermano, quien le acompañaría en una
carrera fulgurante por las paredes más complicadas de los Dolomitas.
Todas ellas serán conquistadas con el particular estilo del tirolés,
escaladas rápidas y limpias, sin utilizar pitones de metal en ningún
momento. Blitzkrieg. Estaban reescribiendo la historia del alpinismo europeo… hasta 1970.
Aquel año ambos emprenden una escalada virgen a través de
la imponente cara del Rupal Sur en el Nanga Parbat, pleno Himalaya, una
pared de 4.500 metros de roca que corona a 8.125 metros en la novena
cumbre más alta del mundo. La expedición está dirigida por Karl
Herrligkoffer, un médico muniqués apasionado del himalayismo que busca
conquistar para Alemania una vía inédita de este ochomil. Pero todo sale mal.
En una historia que mezcla ambición personal, autoconfianza
y la sutil crueldad de la montaña, los hermanos Messner hacen cumbre en
medio de una tormenta que se abate inmisericorde sobre la vertiente que
acaban de superar. Deben cambiar sobre la marcha sus planes y descender
por la cara opuesta. En una época sin GPS, con las comunicaciones entre
el campo base y los alpinistas cortadas, y situados en una de las zonas
más aisladas del planeta, eso equivalía a una sentencia de muerte casi
segura.
Al poco de empezar a bajar un alud sepulta a Günther para
siempre (décadas después se encontraron sus restos, desmintiendo las
voces que acusaban a Reinhold de haberlo dejado atrás durante el ascenso
cegado por sus ansias de hacer cima), y su hermano emprende una huida
hacia delante que tiene mucho de onírica. Durante dos noches y un día
camina sin descanso, dejando atrás la montaña, los hielos, la nieve.
Unos campesinos del valle del Diamir encuentran a un moribundo Messner y
lo acercan hasta un puesto militar, donde le proporcionan atención
médica. Hay que imaginar la sorpresa de aquellas gentes sencillas al
toparse allí, en mitad de la nada, con un occidental vestido con
pintorescas ropas de alpinista. Nadie alcanza a comprender cómo aquel
hombre ha podido realizar una travesía completa en el Nanga Parbat
subiendo por una vertiente y bajando por la contraria en mitad de una
tormenta. El recuerdo de esa expedición, del hermano que quedó en el
Himalaya, acompañará siempre a Reinhold.
"Las montañas son algo tan elemental que el hombre no tiene
el deber ni el derecho de someterlas con los medios que la técnica pone
a su alcance". Messner pronuncia estas palabras pensando en el uso de
oxígeno, algo totalmente asimilado dentro del ochomilismo, y de
lo que Messner, por pura convicción personal, renegaba. No critica a
quienes lo utilizan, no lo llama, como hacen muchos hoy, un doping de montaña, pero él, sencillamente, renuncia. Y renuncia en cualquier tipo de circunstancia.
Volvamos a los 70. Tras la desaparición de Günther, una
enorme polémica en Italia y en Alemania acusa a Messner de haber dejado
morir a su hermano por ambición personal. Reinhold defiende su inocencia
en la prensa mientras que en la montaña comienza a compartir cordada de
forma habitual con Peter Habeler, un escalador austriaco que comparte
su filosofía, un hombre serio, duro, discreto. Perfecto para el tirolés
en ese momento. Juntos forman un equipo ágil y fuerte que consigue
escaladas en tiempo récord a monstruos como el Eiger o el Matterhorn.
Más tarde dan el salto al Himalaya y ascienden el Gasherbrum I, a 8.068
metros. Lo hacen siguiendo un estilo alpino por vez primera en un ochomil. Y sin oxígeno, claro.
El siguiente reto aparece claro en la mente de Messner: el
Everest sin ayuda de oxígeno. Tanto Reinhold como Habeler piensan que el
desafío es asequible, pero no todo el mundo opina igual. En 1960 y en
1961, sendas expediciones lideradas por sir Edmund Hillary, el primer
ser humano en hollar la cima más alta del mundo, demostraron
científicamente que el aire que existía en la cima del monte tan solo
permitía que un ser humano sobreviviera allí en completo estado de
reposo…Si se hacía un esfuerzo solo cabía esperar un edema cerebral o,
casi con toda seguridad, la muerte. Allí, en el techo del planeta, a
8.848 metros, el oxígeno que una persona puede introducir en su
organismo es tres veces menor del que podría consumir a nivel del mar.
Insuficiente para la vida. Mortífero en pleno esfuerzo. Casi como
suicidarse.
Messner y Habeler fueron tachados de lunáticos cuando
continuaron con los preparativos de la expedición pese a las
advertencias que llegaban desde el mundo médico. Al tirolés, un galeno
llegó a espetarle en una entrevista que era totalmente imposible que
llevara a cabo la escalada, y que solamente tenía dos opciones: desistir
o morir. "Vas a morir, Reinhold". Incluso se llegó a cuestionar la
asistencia para los dos alpinistas en caso de que volviesen a Europa con
graves daños cerebrales, basándose en que dicha expedición era poco
menos que un suicidio anunciado y ninguna compañía aseguradora quería
correr riesgos con ellos. Pero nada de eso detuvo a Messner y a Habeler,
que llegaron al campo base de la cara nepalí del Everest en marzo de
1978. El Everest, la montaña de los mil nombres. El Everest, que es para
los tibetanos el Chomolunga, para los nepalíes Sagamartha, para los
antiguos topógrafos occidentales Devadhunka, Chingopamari o Pico XV. El
Everest, altivo, que espera.
El primer intento de cumbre, el 23 de abril de 1978, pudo
acabar en tragedia, y terminó con los dos alpinistas descendiendo al
campo base en mitad de una tormenta y con Messner totalmente desanimado
al pensar que, quizás, esta vez su reto sí que era imposible. En un
momento dado, hasta el propio Habeler sugiere la posibilidad de utilizar
oxígeno, a lo que Messner se niega rotundamente. Prefiere llegar lo más
arriba posible sin oxígeno a hollar la cumbre con él.
Ambos se conceden otro intento, y comienzan a ascender
realizando noches cada vez a más altitud. Nada les detiene, ni el dolor
de cabeza y la visión doble que aqueja a Habeler un día (y que
desaparece milagrosamente tras descansar), ni el lento progreso
superados los 8.500 metros, momento en el que, según sus palabras,
debían detenerse a descansar en mitad de la nieve cada diez o quince
pasos. "Sentía que mi mente estaba muerta, escalaba de forma automática.
Había olvidado que lo estaba haciendo en el Everest", dijo después
Messner. Pero continuaron, y entre la una y las dos de la tarde del 8 de
mayo de 1978 ambos alcanzaron la cumbre del Everest sin ayuda
suplementaria de oxígeno. "Entré en un estado de abstracción espiritual,
ya no pertenezco a mí mismo, ni a lo que alcanzo a ver. Soy únicamente
un pulmón jadeante y estrujado flotando sobre la niebla y las cumbres".
Tomaz Humar, escalador esloveno, dijo años después: "Durante una
porción infinitesimal de segundo puedo sentir toda la eternidad…". Puede
que fuera de esa eternidad de la que hablaba Messner.
Reinhold Messner y Peter Habeler habían desafiado a la
comunidad médica y habían ganado. Su conquista sobre lo establecido
obligó a revisar todas las conclusiones anteriormente extraídas sobre la
incidencia de la altitud en el organismo humano. En cuanto al Everest… a
la montaña no la desafiaron, no la conquistaron. "Espero que cuando
alguien escriba nuestra historia no hable de conquistar una montaña,
sino de cumplir un sueño". Estas palabras las pronunció en 2015 Tommy
Caldwell después de ascender, junto a su compañero Kevin Jorgeson, la
imponente pared vertical de El Capitán en escalada libre y llevar un
poco más lejos el límite del ser humano. Igual que Messner, igual que
Habeler.
Cumplir un sueño. Solo eso.
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