Carretera ondulada por el permafrost Alberto Arce / Fairbanks, Alaska. |
Las carreteras, rodeadas de árboles borrachos. Caídos.
Con las raíces intactas, pero muertos. El mismo gigante que azota la
tela de asfalto los succionó y colocó junto a postes de luz torcidos e
inseguros. A punto de caerse. Entre lagos ya congelados a comienzos de
octubre y moteados por burbujas de metano.
Aquejados todos de la misma dolencia.
Esas carreteras y árboles, el gas en el hielo de los lagos, son algunas
de las consecuencias de un cambio climático veloz, irreversible,
tangible, visible y comprensible.
Aquí, ahora.
Bailan sobre permafrost y el permafrost se derrite.
¿Por qué debería importarnos el permafrost?
Si abriésemos un agujero en Fairbanks en dirección al centro de la
tierra nos encontraríamos con más de un kilómetro de tierra congelada
hace miles de años. Cualquier pedazo de tierra congelada más de dos años
es permafrost. Aquí, en el campus, en Alaska, en Siberia o en la
planicie tibetana flotamos sobre millones de kilómetros cuadrados de
tierra congelada. El calentamiento global convierte
ese hielo que agarra la tierra en agua. Esa tierra que se descongela
gradualmente ocupa el 24% de la superficie del hemisferio norte, el
casquete Ártico. Forma parte de la Criosfera que regula en cascada gran
parte de la dinámica de los cambios de la temperatura del planeta y se
calienta al doble de velocidad que el resto del globo.
Esa tierra, ese agua, almacenan ingentes cantidades de gases
invernadero. Carbono y metano. El metano tiene entre 20 y 30 veces la
potencia del carbono. Y al quemarse no se va. Se convierte en carbono y
sigue calentando. Una vez liberados del hielo que los retiene en la
tierra esos gases se filtran a la superficie, donde pasan a formar parte
de la vegetación, de la dieta de los microbios, de los lagos. Terminan
en la atmósfera y contribuyen a gran velocidad al calentamiento global.
Que a su vez descongela permafrost y vuelta a empezar. Cada vez más
rápido.
Podemos verlo. A principios de septiembre
dos hombres jugaban al golf a las afueras de la ciudad. Pisaron una
burbuja que flotaba bajo el césped. Se rieron. Ya sabían de que se
trataba. Aquí todos los saben. Tenían un viral para subir a Facebook.
La agujerearon, aplicaron la llama de un encendedor y le prendieron
fuego. El metano dibujó una llama azul, vertical, rápida, divertida.
Para ellos. Para sus seguidores en Facebook. Para la publicidad del
promotor de un campo del golf que se vende con un “Juega al golf al
campo mas al norte de América”. Que con tanta facilidad podríamos
traducir en un “Ven a jugar al golf sobre el cambio climático”.
Burbujas de metano en un lago Katey Walter Anthony / Fairbanks, Alaska |
La situación es tan desesperanzada como la imagen que nos devuelve el
campo de golf. Es peor aún. Sobre todo en los lagos. Apunta a cruzar
umbrales de los que no permiten la marcha atrás.
Según un estudio publicado el mes de agosto en Nature por
Katey Walter Anthony, investigadora de la Universidad de Alaska, las
consecuencias sobre el calentamiento global del metano que emerge en los
lagos creados por el permafrost descongelado serán fatales. Por ese
poder concentrado que guarda el metano. La investigación de Walter
Anthony estima que podemos encontrarnos, solo en el caso del Ártico y en
un puñado de años, con el doble de las emisiones actuales de metano a
la atmósfera. El seis por ciento de la superficie, los lagos, puede
duplicar las emisiones del total del Ártico.
Sumarle dos Alemanias
consumiendo y emitiendo gas al ritmo de calentamiento actual, que ya
avanza cuesta abajo sin frenos. En su conjunto, el metano de las
siguientes tres décadas, de cumplirse la proyección, igualará a la
agricultura, segunda fuente de emisión humana de gases invernadero tras
la actividad industrial. Además, no es reversible. Una vez iniciado el
proceso, ni reduciendo el resto de emisiones podríamos detener la
transformación del permafrost y su liberación de gas, que sucede con un
cierto retardo.
Una condena.
La
limitación de las emisiones de dióxido de carbono derivadas de los
combustibles fósiles que, al final, pudiera acordar y poner en marcha el
ser humano -de hacerlo, si lo hiciera- se encontrará con las emisiones
provenientes de la naturaleza, imposibles de detener, que han sido a su
vez impulsadas por la presión y el calentamiento provocados por la
actividad humana.
El del permafrost es un problema digno de la inmensa
capacidad de la tecnología para imponerse sobre la naturaleza desde que
se escribe la historia. También de su ambivalencia.
Para el campo de golf hay una solución técnica tan inmediata como
superficial y efímera: una alfombra de césped que filtre los gases a
la atmósfera sin crear burbujas. Pura cosmética. Para las carreteras,
los oleoductos, algunos de los edificios e infraestructuras, también la
hay: Un sistema de refrigeración que evite que se descongele el pedazo
de suelo sobre el que se levantan. Si se mantiene la temperatura sobre
la que reposan, no se derrite el suelo. Al menos ese pedazo.
Se gana tiempo. Solo eso.
Porque cuando nos detenemos a reflexionar sobre la tierra que sujeta
los oleoductos, esa solución técnica, en marcha a lo largo de todo el
estado de Alaska, nos devuelve una imagen, paradójica, cuando menos,
para la ética. La solución, mero parche, alimenta el círculo perverso
del calentamiento. Son las empresas que extraen el petróleo y el gas que
quemamos y con el que calentamos la atmósfera, las que impulsan gran
parte de la economía, el estado que administra sus impuestos, quienes
necesitan enfriar -y enfrían- el suelo que contribuyen a derretir con su
actividad económica para seguir extrayendo. Y calentando. Y
derritiendo. Y reparando. Para extraer. Para consumir. Y calentar más.
Un modelo que se encierra sobre sí mismo. Sobre el que circulamos cada
día. Sobre el cual algunos se atreven, incluso, a jugar al golf.
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