miércoles, 25 de octubre de 2017

El carlismo y las autonomías

1024px-Cuadro_-Calderote-_Primera_Guerra_Carlistas_by_Ferrer_Dalmau

...  El carlismo no logro triunfar en España, pero no porque su proyecto fuera disparatado. Durante sus primeros setenta años de historia fue la mayor amenaza para el estado liberal español, por encima de los revolucionarios socialistas y anarquistas. En los siglos XX y XXI se ha visto cómo sociedades como Irán o Afganistán caían en manos de insurrecciones religiosas equiparables al carlismo. Y aunque no logró imponerse, su persistencia como cultura política dominante en amplias regiones de España ha dejado una huella honda y perceptible. Buena parta de la retórica de los nacionalismos catalán y vasco es heredada directamente del carlismo, lo cual no es extraño porque el foralismo y la vindiación de una España anterior al siglo XVIII incluía la recuperación de lenguas vernáculas e identidades periféricas. Cuando los nacionalistas vascos y catalanes empezaron a construir sus edificios ideológicos a finales del siglo XIX,  se encontraron con que los carlistas ya les habían hecho todo el trabajo. En las zonas de influencia carlista se cultivaban el catalán y el vasco. Parte de la prensa carlista estaba escrita en esos idiomas porque iba dirigida a campesinos que apenas dominaban el castellano. Pero no sólo eso. Los carlistas recuperaron instituciones medievales que querían contraponer a la administración moderna y liberal. Frente a las provincias, reinos. Frente a los gobernadores, juntas, generalidades y lehendakaris. Frente a la constitución, fueros.
   Cuando se diseñó el estado autonómico en 1982, los resabios carlistas aparecieron por todas partes. De hecho, formalmente, ese estado no podría desagradar a un carlista pragmático del siglo XIX [...]. La mayoría de los parlamentos y gobiernos autonómicos toman su nombre de instituciones medievales extintas en torno al siglo XVIII (algunas, antes, en el XVI o incluso en el XV). En Aragón y en las dos Castillas los parlamentos se llaman cortes, y hay una discusión constante por situar la cuna del parlamentarismo español en uno u otro territorio, buscando documentos que aclaren cuáles son más antiguas. Los gobiernos de las dos Castillas, Andalucía, Extremadura, Asturias y Galicia se llaman juntas, que es el nombre de una antigua institución ejecutiva de la corona de Castilla. En Cataluña y Valencia, el gobierno se llama generalitat, que es la institución equivalente en los reinos de la corona de Aragón. Resucitaron también otras figuras medievales como el justicia o e sindic de greuges (defensores del pueblo en Aragón, Cataluña y Valencia). En Castilla y León se llama procurador del común, otro nombre medieval.
  El gusto medievalizante pretende sobre todo anclar las autonomías en una historia anterior a la existencia del estado español, para resaltar su identidad y buscar la legitimidad en el pasado. Tal y como hacía el tradicionalismo. La constitución de las autonomías se escenificó no tanto como un avance hacia un estado moderno y democrático, sino como una restauración de instituciones ursurpadas. En realidad, los parlamentos y gobiernos actuales no tienen nada que ver, en su estructura y funciones, con sus homónimos medievales. La diputación del general de los reinos de la corona de Aragón era sobre todo un órgano de recaudación de impuestos, no un gobierno, y las cortes medievales no eran en absoluto cámaras de representación de la soberanía popular ni tenían las atribuciones legislativas que tienen hoy. Ni Francia, ni Italia, ni Portugal, ni casi ningún país de Europa occidental ha sentido la necesidad de buscar en cronicones manuscritos ni en códices de monasterios los nombres de sus organismos de gobierno. En ningún lugar de Europa la melancolía o la nostalgia por el ancien régime ha sido tan vigorosa y persistente como en España.
   Esta persistencia explica quizá también que las lenguas españolas hayan llegado tan estupendas al siglo XXI [...].
   El carlismo proveyó a los hablantes del euskera y del catalán un ámbito de expresión pública y, sobre todo, un contexto de dignidad. Mientras los señoritos de las ciudades, censuraban el habla de los pueblos, el carlismo la exaltó  [...]. Sin el carlismo, es muy difícil que ni el euskera como el catalán hubieran sobrevivido al avance del estado español moderno, con su industrialización y su crecimiento urbano [...].
   El carlismo supo halagar la autoestima de gente que se sentía marginada y despreciada. Les dio un relato y  la ilusión de dominar su propio destino. Mientras los golfos y los liberales se reían de ellos y les exigían que hablasen en cristiano, los carlistas hacían que las palabras antiguas sonasen fuertes, dignas y actuales. Los carlistas los querían como eran, no los trataban de palurdos, no querían vestirlos con levita y perfumarlos. El carlismo pervive en España en todas las estrategias de seducción hacia el mundo rural.


La España vacía
Sergio del Molino

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