Hace pocos años la AISGE (Artistas e Intérpretes, Sociedad de Gestión) acogió en su Fundación una exposición de la obra de Jano, autor de 2.300 afiches de películas españolas y extranjeras. Algunos tan inolvidables como el de Atraco a las 3, que permanece en nuestra memoria más que ningún fotograma de la película. En la presentación dijeron que Terenci Moix, cuando conoció a Jano, le cogió de las manos y le dijo: "Cuántos petardos me he tenido que tragar por culpa de tus carteles".
Si
hay un día simbólico de la muerte del cartel de cine en España fue
cuando el cine Callao de Madrid colocó pantallas. Ahora tienen realidad
aumentada y no sé cuántos juguetitos que hacen que el centro de la Gran
Vía se parezca más a la ordinaria Times Square actual de Nueva York. Lo
cual es normal, el tiempo no se puede congelar, pero los carteles de
cine en ese lugar eran un punto de referencia. Los últimos en tenerlos pintados a mano fueron los Roxy y Luchana. Ahora hablamos de un arte perdido.
Los hacían los Talleres Gáspar Pérez, un negocio familiar en el que el último de la saga, Afonso, nacido en 1977, siguió con el negocio. Cuando retiraban estos carteles de los cines porque llegaba otra película, no se conservaban, se reciclaba. Se han perdido todos.
Pero no somos originales. El mismo fenómeno ocurrió en el resto del mundo. Lo ha tratado un documental de reciente aparición, 24X36: A Movie About Movie Posters de Kevin Burke,
director que en la actualidad, por cierto, está preparando una serie
documental sobre las historias que hay detrás de los argumentos de las
películas de terror de toda la vida, Untold Horror.
Los
coleccionistas entrevistados que aparecen cuentan experiencias que los
que tenemos cierta edad conocemos muy bien. Los carteles de las
películas a menudo eran mejores que las propias películas. No solo
ocurría en el cine. Donde más sangrante fue el fenómeno fue con los
videojuegos de 8 bits en los 80. Comprabas una caja cuya portada te
llenaba la cabeza de sueños locos y después no tenías más que un
entretenimiento pixelado de movimientos torpes. Aunque hubo muchas y muy
honrosas excepciones. Como por ejemplo las de Alfonso Azpiri, fallecido en agosto de este año.
A los primeros dibujantes de carteles les daban unos pocos fotogramas y tenían que buscarse la vida para idear una ilustración atractiva que los sintetizara.
Empleaban el lápiz o incluso el óleo, pero nunca se les permitió
firmarlos. Ahora, algunas de ellas han llegado a venderse por medio
millón de dólares, como un original de Frankenstein.
Los
que se los han encontrado en desvanes o trasteros han dado con un
tesoro. Algunas veces han aparecido debajo del papel de la pared de una
habitación, como aislante. Una vez que se proyectaba la película,
carecían de valor alguno. En la actualidad, los originales de,
por ejemplo, la Universal, cuestan una fortuna. Son objeto de
coleccionista y también hay un extraño fetichismo con los carteles de
películas de serie B. Por algún motivo, siguen ejerciendo
fascinación. Más que las películas, que muchos de los que tienen estos
pósters en el salón de su casa no las han visto.
La emoción de ver un cartel nuevo cada semana
Personalmente,
recuerdo la emoción que suponía cada lunes doblar la esquina de López
de Hoyos, en Madrid, para ver los carteles, pintados a mano por
supuesto, de la sesión doble de los cines Ciudad Lineal. Ya no solo era
que el cartel fuese atractivo, me gustaba ver cómo el artista había
interpretado los fotogramas de la película que estaban expuestos de cara
al público en una vitrina. Los estadounidenses, por lo que cuentan en
esta película, sentían emociones parecidas. El primer contacto que
tenías con la peli era el cartel.
De los primeros maestros, como Reynold Brown, especializado en ciencia ficción y terror, o Norman Rockwell,
poco se ha sabido hasta que fueron debidamente reivindicados. A los que
trabajaron a partir de los 60 ya se les ha considerado verdaderos
artistas.
Bob Peak quizá fuera el más señalado. Introdujo un nuevo tipo de expresionismo que alcanzo su cénit en carteles como el de Apocaypse Now o el de Roller Ball, aunque era tan versátil que podía afrontar sin problemas una película como My Fair Lady o Star Trek. Cuando hizo el de la obra sobre Vietnam de Coppola, vivió su momento Trotski. El director le hizo quitar del cartel una vez acabado a Robert Duvall, con quien se había peleado durante el rodaje. Y tuvo que hacerlo. En su lugar, donde salía él, hay un sol.
John Alvin, quien se hizo famoso por Sillas de montar calientes, en los 80 firmó decenas de carteles. El más destacado, sin duda, el de ET. Spielberg
le pidió que el dedo del extraterrestre fuese hacia la cabeza del
protagonista, pero iba a parecer que era una especie de pistola. En su
lugar se hizo una reproducción del cuadro de Miguel Ángel
de la Capilla Sixtina. Ese dedo del bicho tocando el de un niño, que es
el de la hija del dibujante, no lo ha olvidado nadie. También fue el
encargado de hacer el de Blade Runner, el cual concibió
teniendo en cuenta algo que muchos sentíamos pero no sabíamos cómo
expresar: que la arquitectura es un personaje más de la película.
Roger Kastel explica que se fue a un museo oceanográfico para ver cómo eran las mandíbulas de los tiburones y así surgió la portada de Tirburón,
el libro, que luego fue directa, por su impacto, como carátula de la
película. Aportó los originales, se queja, y nunca más volvió a saber de
ellos. Como anécdota, cuenta que en el encargo de El Imperio Contraataca, quiso dibujar a Luke a lomos de su tauntaun, lo que más le impactó del film. Pero Lucas, que había visto su cartel de Lo que el viento se llevó, le pidió que dibujase algo con romance. De ahí salió la imagen idéntica de Han Solo con Leia como Rhett Butler con Scarlett O´Hara.
Sin duda, el genio absoluto del género fue Richard Amsel, autor de los de la inolvidable Cristal Oscuro, Mad Max o Indiana Jones y el Arca perdida. En los 70 ya había triunfado con el cartel del El Golpe, pero aprendió pronto la técnica del fotorrealismo y supo llevarla a las películas de los 80. No se veían ni las pinceladas.
"Caras y tetas grandes"
La
parte más interesante, sin embargo, es la del declive. Los autores se
quejan de que ahora las productoras solo colocan en las portadas de sus
películas "caras y tetas grandes". El retrato de la estrella ha
aniquilado el concepto de cartel. Solo aparece un primer plano de
alguien como Tom Cruise o la cara de otra estrella agobiada. No se sabe de qué va la película se mire por donde se mire.
Técnicas como la cara del actor con medio
rostro en la sombra, o las cabezas gemelas, se repiten hasta la
saciedad. Son los propios actores y sus publicistas los que controlan
este aspecto de la promoción de la película. El mejor pagado manda y lo
que hace es eliminar a los secundarios.
Una anécdota que citan es muy esclarecedora. Guillermo del Toro para Hellboy le encargó un cartel a Drew Struzan.
El resultado seguía la línea clásica, al director le encantó, pero el
artista le advirtió: "Guillermo, estás a punto de comprobar el poco
poder que tienes". Efectivamente, no le dejaron ponerla. El motivo, que
era "demasiado artístico". Los estudios de mercado dicen que cuando el
envoltorio tiene esa pinta el público piensa que la película es vieja.
Por
otro lado, el documental también analiza el papelón para los
ilustradores que está por llegar. En las nuevas plataformas, las
portadas de las películas se ven por ordenador y son diminutas. Ahí, en
ese pequeño thumbnail, tienen que condensar toda la información
para hacer atractiva a una película y que se entienda en pocos
segundos, la atención que le dedica el internauta a cualquier cosa y que
solo lleva a hacerse una pregunta: ¿Amarán las nuevas generaciones su pasado como lo hacemos, obsesiva y lacerantemente, nosotros?
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