Stanislav Petrov (Scott Peterson / Getty) |
Era el 26 de septiembre de 1983 y al mundo le había
llegado su hora. En el centro de mando de Inteligencia soviético, un
búnker secreto a las afueras de Moscú, las luces se volvieron rojas y
los radares comenzaron a dar la alarma: lo que parecía un misil
balístico de Estados Unidos se acercaba a la Unión Soviética. Poco
después, los sistemas soviéticos localizaron otros cuatro artefactos en
el aire. Una guerra atómica estaba a punto de empezar.
Parece el comienzo de una historia de ficción apocalíptica,
pero hasta ese momento todo era absolutamente verdad. Pero
afortunadamente el apocalipsis nuclear no llegó porque quien estaba al
frente de los radares era un oficial del ejército soviético que, a pesar
de las circunstancias, supo mantener la cabeza fría. “Sólo fue un
episodio de mi trabajo. Fue difícil, pero reaccioné bien. Ya está”, dijo
Stanislav Petrov con flema militar en el documental del 2014 El
hombre que salvó el mundo. La misión como supervisor de Petrov, que
entonces era un teniente coronel del Ejército del Aire de 44 años,
habría sido avisar al Kremlin o a sus superiores en 15 minutos. Eso
podría haber desencadenado una respuesta con el lanzamiento de misiles
soviéticos 15 minutos después, lo que a su vez podría haber provocado el
lanzamiento de verdaderos misiles estadounidenses. La destrucción mutua
estaba asegurada.
Sin embargo, decidió esperar unos segundos. Un “buen
instinto” le decía que si los estadounidenses hubiesen desempolvado sus
bombas atómicas para atacar a su gran enemigo habrían utilizado todo el
arsenal disponible y el radar habría detectado cientos de misiles. Así
que en vez de activar la tercera guerra mundial, decidió que no podía
ser y que lo que estaba viendo era en realidad un error del sistema de
alerta temprana de misiles. No estaba del todo seguro, pero “veintitrés
minutos después me di cuenta de que no había pasado nada. Si hubiese
habido un ataque de verdad, ya me habría enterado. Eso fue un alivio”,
confesó en el 2013 a la BBC.
No es exagerado decir que con lo que hizo, o mejor con lo
que no hizo, salvó al mundo. La humanidad vivía la guerra fría con gran
intensidad. Ronald Reagan, que hacía planes para poner en marcha su
guerra de las galaxias, había declarado a la URSS “el imperio del
diablo” y Yuri Andropov estaba convencido de que EE.UU. preparaba un
ataque nuclear. Tres semanas antes el ejército soviético había derribado
un avión de pasajeros surcoreano con 269 personas a bordo.
Una investigación interna posterior demostró que el buen
instinto de Petrov fue una bendición, pues los satélites soviéticos
habían confundido los rayos de sol reflejados en las nubes con el motor
de supuestos misiles. Aunque al principio sus superiores alabaron su
acción, no recibió ningún reconocimiento. Al contrario, el mando
militar, avergonzado por el fallo de los sistemas, le utilizó como chivo
expiatorio y le reprendió por no haber completado el papeleo de rutina
durante el incidente. Se retiró un año después, y desde entonces vivió
en Friázino, una pequeña ciudad a 20 kilómetros de Moscú.
Lo ocurrido ese 26 de septiembre de 1983 sólo se hizo
público en 1998, al publicarse las memorias del general Yuri Vótintsev,
su superior en esos minutos cruciales. Por su acción recibió entonces,
entre otros, dos premios World Citizen de la Asociación de Ciudadanos
del Mundo, el premio de la Paz de Dresde y fue homenajeado en la ONU y
en el Senado de Australia.
Nacido en Vladivostok el 7 de septiembre de 1939, Stanislav
Petrov falleció en Friázino el pasado 19 de mayo, aunque la noticia de
su muerte no se conoció hasta ayer.
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