Espero con entusiasmo, casi ansiosamente, la llegada semanal de revistas como Nature y Science, y me dirijo inmediatamente a los artículos sobre ciencias físicas, y no, como tal vez debería, a los que tratan de biología y medicina. Las ciencias físicas fueron las primeras en fascinarme siendo niño.
En una reciente edición de Nature había un apasionante artículo del físico Frank Winczek, ganador de un premio Nobel, sobre una nueva manera de calcular las masas ligeramente diferentes de los neutrones y los protones. El nuevo cálculo confirma que los neutrones son muy poco más pesados que los protones (la ratio entre sus masas es de 939,56563 a 938,27231). Se podría pensar que la diferencia es insignificante, pero si no fuese así, el universo, tal como lo conocemos, nunca habría llegado a desarrollarse. La capacidad de calcular algo así, dice Wilczek, “nos anima a predecir un futuro en el que la física nuclear alcanzará el nivel de precisión y versatilidad ya logrado por la física atómica”, una revolución que, por desgracia, yo nunca veré.
Francis Crick estaba convencido de que “el problema difícil” —entender cómo el cerebro produce la conciencia— estaría resuelto en 2030. “Tú lo verás”, solía decirle a Ralph, mi amigo neurólogo, “y tú también, Oliver, si llegas a mi edad”. Crick vivió hasta avanzados los 80 años, trabajando y pensando sobre la conciencia hasta el final. Ralph murió prematuramente, a la edad de 52 años, y ahora yo sufro una enfermedad terminal a los 82. Debo decir que no tengo demasiada experiencia con el “problema difícil” de la conciencia. La verdad es que no lo veo como un problema en absoluto, pero me entristece no ser testigo de la nueva física nuclear que vislumbra Wiczek, ni de otros miles de avances en las ciencias físicas y biológicas.
Hace unas semanas, en el campo, lejos de las luces de la ciudad, vi el cielo entero “salpicado de estrellas” (en palabras de Milton). Un cielo así, imaginé, solo se debía de poder contemplar en altiplanos secos y elevados como el de Atacama, en Chile (donde se encuentran algunos de los telescopios más potentes del mundo). Fue ese esplendor celestial el que me hizo darme cuenta de repente de qué poco tiempo, qué poca vida me quedaba. Para mí, mi percepción de la belleza del cielo, de la eternidad, estaba asociada indisolublemente a una sensación de fugacidad y muerte.
Dije a mis amigos Kate y Allen: “Me gustaría ver un cielo así cuando esté muriendo”.
Ellos me respondieron: “Nosotros empujaremos la silla de ruedas”.
Desde que en febrero escribí que tenía cáncer con metástasis, los cientos de cartas recibidas, las expresiones de cariño y aprecio, y la sensación de que (a pesar de todo) he vivido una vida buena y provechosa, me han consolado. Estoy muy feliz y agradecido por todo ello, pero nada me ha impactado tanto como lo hizo aquel cielo nocturno cubierto de estrellas.
Desde mi infancia he tenido la tendencia a afrontar la pérdida —pérdida de personas queridas— recurriendo a lo no humano. Cuando, siendo un niño de seis años, me enviaron a un internado a principios de la II Guerra Mundial, los números se hicieron mis amigos; cuando regresé a Londres a los 10, los elementos y la tabla periódica se convirtieron en mis compañeros. Las épocas de tensión a lo largo de mi vida me han llevado a volverme, o a volver, a las ciencias físicas, un mundo en el que no hay vida, pero tampoco muerte.
Y ahora, en este punto crítico, cuando la muerte ya no es un concepto abstracto, sino una presencia —demasiado cercana e innegable— vuelvo a rodearme, como cuando era pequeño, de metales y minerales, pequeños emblemas de eternidad. En un extremo de mi escritorio, en un estuche, tengo el elemento 81 que me enviaron unos amigos de los elementos de Inglaterra; en el estuche dice: “Feliz cumpleaños de talio”, un recuerdo de mi 81º cumpleaños, el pasado julio. Y después está el reino dedicado al plomo, el elemento 82, por mi 82º cumpleaños, que acabo de celebrar a principios de este mes. En él hay también un pequeño cofre de plomo que contiene el elemento 90: torio, torio cristalino, tan bello como los diamantes, y, por supuesto, radioactivo (de ahí el cofre de plomo).
A principios de año, las semanas después de enterarme de que tenía cáncer, me sentía muy bien a pesar de que la mitad de mi hígado estaba invadido por la metástasis. Cuando, en febrero, se aplicó a mi enfermedad un tratamiento consistente en inyectar gotas minúsculas en las arterias hepáticas (un procedimiento conocido como embolización), me encontré fatal durante un par de semanas, pero luego me sentí fenomenal, cargado de energía física y mental. (Casi todas las metástasis habían sido aniquiladas por la embolización). No se me había concedido una remisión, pero sí un descanso, un tiempo para profundizar amistades, visitar pacientes, escribir y volver a mi país natal, Inglaterra. Entonces la gente apenas podía creer que estuviese en fase terminal, y yo mismo podía olvidarlo fácilmente.
Esa sensación de salud y energía empezó a decaer cuando mayo dejó paso a junio, pero pude celebrar mi 82º cumpleaños por todo lo alto. (Auden solía decir que uno debería celebrar siempre su cumpleaños, no importa cómo se encuentre). Pero ahora tengo un poco de náusea y pérdida de apetito; escalofríos durante el día y sudores por la noche; y, sobre todo, un cansancio generalizado acompañado de agotamiento repentino cuando hago demasiadas cosas. Sigo nadando a diario, aunque ahora más despacio, ya que estoy empezando a notar que me falta un poco el aliento. Antes podía negarlo, pero ahora sé que estoy enfermo. Un TAC realizado el 7 de julio confirmó que las metástasis no solo se habían reproducido en el hígado, sino que se había extendido más allá de él.
La semana pasada empecé un nuevo tipo de tratamiento: la inmunoterapia. No está exenta de riesgos, pero espero que me proporcione unos cuantos buenos meses más. No obstante, antes de empezar con ella, quería divertirme un poco haciendo un viaje a Carolina del Norte para ver el maravilloso centro de investigación sobre lémures de la Universidad de Duke. Los lémures están próximos a la estirpe ancestral de la que surgieron todos los primates, y me gusta pensar que uno de mis propios antepasados, hace 50 millones de años, era una pequeña criatura que vivía en los árboles no tan diferente de los lémures actuales. Me encantan su saltarina vitalidad y su naturaleza curiosa.
Junto al círculo de plomo de mi mesa está la tierra del bismuto: bismuto de origen natural procedente de Australia; pequeños lingotes de bismuto en forma de limusina de una mina de Bolivia; bismuto fundido y enfriado lentamente para formar hermosos cristales iridiscentes escalonados como un poblado hopi; y, en un guiño a Euclides y la belleza de la geometría, un cilindro y una esfera hechos de bismuto.
El bismuto es el elemento 83. No creo que llegue a ver mi 83º cumpleaños, pero creo que hay algo esperanzador, algo alentador en tener cerca el “83”. Además, siento debilidad por el bismuto, un humilde metal gris, a menudo desdeñado e ignorado, incluso por los amantes de los metales. Mi sensibilidad de médico hacia los maltratados y los marginados se extiende al mundo inorgánico y encuentra un paralelo en mi simpatía por el bismuto.
Es casi seguro que no seré testigo de mi cumpleaños de polonio (el número 84), ni tampoco querría tener polonio cerca de mí, con su radiactividad intensa y asesina. Pero en el otro extremo de mi mesa —de mi tabla periódica— tengo un bonito trozo de berilio (elemento 4) elaborado mecánicamente para que me recuerde mi infancia y lo mucho que hace que empezó mi vida próxima a acabar.
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