La niña cruzaba ruidosamente el asfalto en medio de las demás, correctamente inclinada hacia adelante haciendo oscilar rítmicamente sus relajados brazos deslizándose veloz y confiada. Trazó con destreza una curva, y el aleteo de la falda le dejó el muslo al desnudo. Luego se le pegó tanto el vestido al cuerpo que llegó a perfilar una pequeña hendedura en su espalada cuando, con un casi imperceptible movimiento ondulatorio de sus pantorrillas, comenzó a patinar lentamente hacia atrás. ¿Era concupiscencia este tormento que experimentaba mientras la estaba consumiendo con los ojos, maravillado por el sonrojo de su cara y la compacta perfección de cada uno de sus movimientos?¿O era más bien la angustia que siempre acompañaba sus desesperadas ansias de extraer alguna cosa de la belleza, de retenerla un instante, de hacer algo con ella, fuera lo que fuese, a condición de que hubiese algún tipo de contacto, de que algo, fuera como fuese, apagara esas ansias? ¿Por qué devanarse los sesos tratando de descifrar este enigma? La niña comenzaría a correr otra vez y desaparecería, y mañana aparecería otra, como un destello, y así transcurriría su vida, en una sucesión de desapariciones.
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El Hechicero
Vladimir Nabokov
Tal como expliqué en el artículo que añadía a Lolita en otoño de 1939, en París, escribí una suerte de nouvelle pre-Lolita. Estaba seguro de haber estruido aquel manuscrito hacía mucho tiempo, pero hoy, cuando Véra y yo coleccionábamos algunos materiales para su entrega a la Biblioteca del Congreso, apareció un única copia del relato. Mi primera reacción fue la de depositarla (junto con un paquete de fichas con material para Lolita que no llegué a utilizar) en al B. del C., pero después cambié de idea.
Se trata de un relato de cincuenta y cinco páginas mecanografiadas, en ruso, y titulada Volshebnik ("El hechicero").
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