La voz
de Kurt Cobain suena neutra y desafectada a través de la grabadora,
como si su confesión perteneciese a otra persona, y no al adolescente
asediado que él mismo había sido años atrás: “Para una sociedad que
celebra las hazañas sexuales del hombre macho, yo era el inmaduro, el
hombrecito que nunca tuvo sexo, y me hostigaban
por ello”. Kurt tiene dieciséis años y, con frecuencia, miente a sus
amigos, alardeando de una serie de encuentros sexuales que nunca llegan a
producirse.
Hasta
que una tarde, con las hormonas borboteando, el futuro líder de Nirvana
se desliza en casa de una chica discapacitada y comienza a manosearle
los pechos, dispuesto a perder su virginidad de forma drástica. De
pronto, se ve invadido por una sensación de abatimiento: “Intenté
tirármela, pero no sabía cómo. Me empezó a dar asco su olor corporal,
así que me largué”. Pese a no haber podido consumar el coito, la doble
humillación (el autodesprecio por su falta de determinación, los
remordimientos tras el abuso infligido) le perseguiría durante el resto
de su vida.
El episodio,
registrado en los diarios del músico y reproducido por él mismo en una
grabación exhumada en el documental ‘Cobain: Montage Of Heck’ (Brett
Morgen, 2015), marca un punto de no retorno en la existencia de Kurt: es
el inicio de un lento repliegue en sí mismo, que precipita su
definitivo exilio mental de una ciudad cuya rudeza le había convertido
en un torbellino de ira y miedo.
En una
posterior hoja promocional destinada a presentar el álbum ‘Bleach’
(1989), el debut discográfico de Nirvana, Cobain recordaría Aberdeen
(Washington) como una comunidad “compuesta mayoritariamente por
madereros ignorantes y fanáticos, mascadores de tabaco, cazadores de
venado y homófobos”. Allí crece aterrado
por un ambiente de masculinidad brutal que comienza en el instituto,
donde sus compañeros le persiguen por su supuesta homosexualidad, y se
extiende hasta los varones de su familia:
un abuelo que “solía contar chistes racistas” y un padrastro que, ante
la infrecuencia con la que Kurt lleva a chicas a casa, le arenga
diariamente con la idea de que “un hombre necesita ser un hombre y
actuar como tal”.
Poco a poco,
el adolescente comienza a defenderse del mundo con las pocas armas que
tiene a su alcance: llenando la ciudad de pintadas que brotan como
úlceras (la más famosa, ‘Dios es gay’, sería recuperada años después en
la canción de Nirvana ‘Stay Away’), y acribillando sus cuadernos con
reflexiones y dibujos que reflejan un estado de aislamiento cada vez
mayor.
Esos
cuadernos, publicados parcialmente bajo el nombre de ‘Diarios’
(Mondadori, 2003), se integran con naturalidad en el conjunto de una
obra que debemos entender, ante todo, como la gran tentativa de Cobain
de transformar su marginación en arte. En una de las páginas, con estilo
tosco e inflamado, Kurt esboza un cómic protagonizado por Mr Moustache:
un personaje rudo y primitivo que sintetiza a todos los paletos que
tanto le atemorizaban en Aberdeen. En la primera viñeta, Mr. Moustache
se acerca al vientre de su mujer embarazada y expresa sus deseos: “¡Hijo
mío! El chico será todo un hombre. ¡Mira qué fuerza tiene en esas
piernecitas! ¡Este va para futbolista!”. De pronto, Mr. Moustache se
enciende: “Más vale que no sea una asquerosa niñata. ¡Quiero un macho
americano de carne 100% pura, honrado, trabajador, y que odie a los
judíos, a los hispanos, a los negros y a los maricones! Le enseñaré a
arreglar coches y a aprovecharse de las mujeres”. En la penúltima
viñeta, el personaje se transforma de nuevo en un falso amasijo de
ternura (“Ahhh, mira qué patadas da con esas
piernecitas tan fuertes”), antes de que el feto responda a sus anhelos
de forma determinante: propinándole un enérgico y resolutivo puntapié en
la cara.
Otras
muchas anotaciones, en especial las que tienen que ver con su incipiente
interés en el feminismo, proceden ya de su nueva vida en Olympia
(Washington), hacia donde Cobain escapa en 1987, tratando de borrar
cualquier rastro de su paso por Aberdeen. En esta pequeña ciudad
universitaria, donde el punk rock florece dentro de una escena tan
reducida como entregada, Cobain entra en contacto con las mujeres que están empezando a sentar las bases del movimiento riot grrrl:
una intensa corriente que, estimulada por la ética punk, lucha
colectivamente por el empoderamiento femenino, partiendo de la
intervención activa de las chicas en la música rock.
El día en que Kurt conoce a Tobi Vail, impulsora del destacado fanzine riot
Jigsaw e inminente cofundadora de la banda Bikini Kill, se siente tan
abrumado por la solidez de su discurso (y por su inabarcable colección
de discos) que acaba vomitando de puro nerviosismo. Poco tiempo después,
con ambos unidos en una fugaz relación de pareja, los diarios de Kurt
revelan ya la intensa construcción del icono feminista que hoy
conocemos.
La inspiradora influencia intelectual de Tobi y otras riot,
como Kathleen Hanna, se hace patente en las abundantes listas de discos
favoritos elaboradas por Cobain, que comienzan a llenarse de
referencias hacia el pop femenino, subterráneo y de vanguardia facturado
entre los años 70 y 80: The Raincoats, The Slits, Marine Girls. Además,
la conciencia del músico parece estallar en cualquier página, en
cualquier rincón: “La gente no puede negar ningún ismo ni pensar que hay
unos más subordinados que otros. Salvo el sexismo. Él manda. Él decide.
Sigo pensando que, para que se desarrollen los demás ismos, hay que
poner al descubierto el sexismo”. O:
“Me tranquiliza el consuelo de saber que las mujeres son generalmente
superiores y por naturaleza menos violentas que los hombres. Me
tranquiliza el consuelo de saber que las mujeres son el único futuro del
rock’n’roll”.
En enero de
1992, tras fulminar a Michael Jackson en el Top 1 de la lista Billboard
con el álbum de Nirvana ‘Nevermind’ (1991), Kurt Cobain se convierte en
una de las dos estrellas del rock masculinas más famosas de los EEUU. La
otra es Axl Rose, el líder de Guns N’ Roses, una banda
ultraconservadora que encarna todavía los valores más feroces del
reaganismo. La tensión entre ambos no tarda en estallar públicamente,
escenificando un conflicto en el que se difuminan los límites de lo
personal y lo político: ante Cobain, convertido ya en el eventual
portavoz de la juventud azotada por el neoliberalismo salvaje de las
administraciones de Reagan y Bush, Axl se presenta como una ampliación
monstruosa de todos los matones de Aberdeen: la metáfora de una
Norteamérica de pesadilla. Tanto que la simple idea de compartir una
audiencia común comienza a aterrarle.
Sin
embargo, los discos superventas que ambos entregan casi al mismo tiempo
no pueden ser más opuestos. Con ‘Use Your Illusion’ (1991), un doble
álbum barroco y desmesurado, Guns N’ Roses persisten en la tradición del
rock androcéntrico, con canciones que acolchan a las mujeres entre
algodones románticos o las presentan como simples bitches. Al mismo tiempo, Cobain
logra algo que hasta el momento parecía improbable: introducir un
puñado de oscuras reflexiones sobre la alienación, el abuso sexual o el
machismo en los canales de difusión musical de mayor audiencia. En menos de cuatro meses, ‘Nevermind’ alcanza los tres millones de copias vendidas. Hoy lleva más de treinta y cinco.
El crítico
Charles R. Cross, que años después firmaría la biografía definitiva de
Cobain (‘Heavier Than Heaven’, Random House, 2005) recibe el “fenómeno
Nirvana” con escepticismo, argumentando que la banda “tiene audiencia,
pero ojalá tuviera un mensaje”. Cross apenas rascaba en la superficie de
‘Nevermind’ –un gran disco de pop distorsionado, insuflado con el
aliento poético de un bicho raro- sin llegar a percibir que Cobain
estaba detectando las llagas adheridas a su época con una eficacia
inédita en sus contemporáneos.
En
ocasiones, como en el descarnado terremoto punk de ‘Territorial
Pissings’ (“Nunca he conocido a un hombre inteligente / y si lo era, era
una mujer”), el músico se revuelve explícitamente contra el machismo,
reclamando atención hacia el enfoque feminista que tanto le había
estimulado en Olympia. A veces, como en ‘Polly’, una canción abstracta
sobre la violación que Kurt había escrito desde el punto de vista del
agresor, su tendencia a los textos oblicuos provoca malinterpretaciones
con consecuencias fatales. ‘Polly’ se basaba en un suceso real ocurrido
años antes en Tacoma (Washington) y desencadenó otro terrible, cuando
dos fans de Nirvana asaltaron sexualmente a una mujer mientras
tarareaban la canción, ajenos a la angustia punzante que transmitía la
letra.
Cobain,
que consideraba la violación como uno de los crímenes más graves que
podían cometerse, redacta las siguientes notas, destinadas a incluirse
en el libreto del álbum de rarezas ‘Incesticide’ (1992): “El año pasado,
una chica fue violada por dos desperdicios de esperma y huevos mientras
cantaban la letra de nuestro tema ‘Polly’. Tengo dificultades al pensar
que hay plancton así en nuestro público (…) Llegados a este punto,
tengo una petición para nuestros fans: si alguno de vosotros odia a los
homosexuales, a la gente de otro color o a las mujeres, hacednos un
favor: dejadnos en paz. No vengáis a nuestros conciertos y no compréis
nuestros discos”.
Una
entrada en su diario, escrita en la misma época, incide así en el
asunto: “Recuerdo lo que contaba Kathleen Hanna sobre el instituto. Que
había una clase en la que enseñaban a las chicas a prepararse para una
posible violación. Y cuando te asomabas fuera y veías a los violadores
allí jugando al fútbol, decías: “Es a ellos a quienes deberían enseñar
estas cosas”.
Ya en
1993, Cobain graba ‘Rape Me’ (‘Viólame’) una especie de respuesta a la
controversia suscitada por ‘Polly’, en cuyo título recicla una
provocadora consigna empleada habitualmente en el círculo de las riot grrrls. La
canción podía haber sido doblemente eficaz. Por un lado, desde su
privilegiado estatus de celebridad pop, Cobain ayudaba a amplificar el
discurso de las grrrls. Por otro, legaba su definitivo himno antiviolación: una composición de cruda justicia poética, en la que “un hombre viola a una mujer, es enviado a la cárcel, y termina siendo violado allí”.
Sin embargo, vuelve a ser malinterpretado, esta vez por asociaciones
feministas que se estrellan contra la ambigüedad del título. Cobain
se convierte en una bomba que, caiga donde caiga, provoca reacciones
encendidas, a menudo encontradas, y no siempre limpias.
Con
frecuencia, la prensa conservadora y sensacionalista comienza a disparar
contra él, pero utilizando como blanco a su nueva pareja, Courtney
Love, una presa aparentemente más fácil. Procedente de la prehistoria
del movimiento riot, aunque
nunca llegó a integrarse en su dinámica, Love era una mujer fuerte y
autosuficiente que construía su propia carrera luchando bajo la sombra
de Nirvana. Los discos de su banda, Hole, que exploraban sin complejos
los tabúes de la feminidad, eran difícilmente asimilables por la cultura
patriarcal en la que continuaba diluyéndose la industria del pop, pero
ella persistía con fe ciega en el poder de la discrepancia.
Muy
pronto, la suma de una mujer sin pelos en la lengua (“parece que
nosotras sólo podemos llegar a alguna parte utilizando nuestro coño,
mientras que ellos lo consiguen tocando buenas canciones”) y un hombre
feminista se convierte en una veta irresistible para los medios: un
canal idóneo para intoxicar la imagen pública de ambos. Tanto, que, poco
a poco, Kurt comienza a ser percibido como un ser pusilánime, manejado
por una bruja sin escrúpulos. Una versión que Brett Morgen, autor de
‘Cobain: Montage Of Heck’, desmentía recientemente en una entrevista concedida al diario El País:
“Kurt era un gran feminista. Hace 20 años todo el mundo se sentía
amenazado por una mujer de fuerte personalidad como Courtney, pero él
no. Supo darle su sitio y convivir con igualdad de poder en su relación.
Eso hacía que muchos le vieran como un títere ante una mujer
manipuladora. No creo que fuera así”.
Aunque
el centro de la tormenta se desplazase de un lado a otro, aunque el
poder de Kurt detonara en los escenarios de todo el mundo, es fácil
concluir que la estrella nunca logró salir de Aberdeen. Cuando, en enero
de 1992, en una emisión televisiva de máxima audiencia, el músico
introduce su lengua en la boca de Krist Novoselic, bajista de Nirvana,
lo hace regodeándose en la posibilidad de que al otro lado de la
pantalla estén congregados “todos los paletos y homófobos” de su pueblo.
Cuando entra en escena, atascado en un vestido corto de Courtney, hay
algo de gozosa exploración en su lado femenino, y a la vez un acto de
venganza contra un pasado que no acababa de diluirse.
Todo
ello, sin embargo, escondía una poderosa carga simbólica que estimuló a
millones de personas en todo el mundo. Una de ellas fue la periodista
londinense Amy Raphael, que en su libro ‘Never Mind The Bollocks: Women
Rewrite Rock’ (Virago, 1995) escribiría el más hermoso resumen del
legado de Kurt: “Cobain reconoció lo
femenino en sí mismo más que cualquier otro artista de los 90. Él fue,
para nosotras, un modelo de conducta más subversivo de lo que [la
teórica feminista neoyorquina] Camille Plagia jamás hubiera esperado
ser”
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