Las noticias
sobre la capa de ozono son menos frecuentes, en los últimos años. La
importancia de la capa, en cambio, no ha menguado, como tampoco ha
menguado la vigilancia a la que se la somete. Ésta se lleva a cabo a
través de una red de satélites que miden, de forma continua, la
concentración estratosférica del gas ozono. ¿Cómo está, el tema? ¿Cómo
ha evolucionado, recientemente, la capa de ozono? Ahora que se habla
poco de ello, es quizás el momento ideal para hacer una buena revisión,
pues estará lejos de análisis y discursos apresurados.
La importancia de la capa de ozono
El ozono, una sustancia presente en la
atmósfera en cantidades minúsculas, golpeó los medios de comunicación a
finales de la década de los 80, cuando las medidas confirmaron que la
concentración presente en la estratosfera, dentro de una capa situada a
unos 30 kilómetros de altura, había disminuido de forma remarcable a lo
largo de los últimos años.
La capa de ozono, que nos protege de la
radiación ultravioleta, mostraba un "agujero" de dimensiones y
profundidad preocupantes, que se tornaba más profundo año tras año. El
agujero se localizaba, inicialmente, en la Antártida, pero a principios
de los 2000 se comprobó que incluso el Ártico mostraba disminuciones
importantes. En las regiones más meridionales, más cercanas a la
Antártida, como Australia o Nueva Zelanda, la preocupación por la
cuestión arraigó en la población, hasta el punto de tomar medidas para
protegerse contra el esperado incremento de radiación.
El problema del ozono había causado una
justificada alarma, sobre todo desde que se confirmó que la sustancia
podía ser destruida por especies presentes en la atmósfera, en
cantidades muy reducidas. La razón es que el mecanismo de destrucción se
basa en un tipo de acción, denominada catalítica. Este término
indica, en la práctica, que un único átomo o molécula puede provocar la
destrucción de muchas moléculas de ozono, por repetición sucesiva de un
ciclo, que se inicia cuando esta especie ataca el ozono y, en una
segunda etapa, se regenera la especie atacante.
Las condiciones especiales de la
estratosfera, donde la densidad del aire es baja y la intensidad de la
radiación ultravioleta es bastante elevada, ciertamente favorecen la
presencia de especies con elevada capacidad destructora. Este hecho
obligó a tomar en consideración lo que ya se temía, que cualquier
sustancia suficientemente reactiva, como para iniciar el ciclo de
destrucción, podía poner en peligro la capa de ozono, con sólo que su
concentración fuera suficiente.
Los CFC
Es así como se cayó en la importancia de los compuestos llamados CFC, siglas correspondientes al enrevesado nombre de clorofluorocarburos.
Estos compuestos habían sido introducidos a principios de los años
veinte y treinta del siglo XX, con el propósito de sustituir las
sustancias que se utilizaban como refrigerante en las neveras, los
aparatos de producción de frío, en general, así como los pulverizadores.
El uso cotidiano de los pulverizadores, y la entrada en desuso de las
neveras y los aparatos de aire acondicionado, provocaban que los CFC
escapasen a la atmósfera. Allí podían permanecer años y años, pues
prácticamente nada los podía degradar. Precisamente por su resistencia,
se dispersaban hasta llegar a las capas altas de la atmósfera, y en
concreto hasta las alturas correspondientes a la capa de ozono. Una vez
allí, la presencia de la radiación ultravioleta cambiaba radicalmente
las condiciones ambientales, y los CFC eran efectivamente degradados por
esta radiación tan energética.
¿Por qué el agujero de ozono se encuentra en la antártida?
Un hecho importante es que sólo los
polos, principalmente el polo sur, mostraban el agujero de ozono, cuando
en realidad los CFC se emitían en las regiones más densamente pobladas
del planeta. La comprensión adecuada del problema requería entonces
explicar por qué la Antártida, sobre todo, y no cualquier otra región,
presentaba este comportamiento anómalo.
La estratosfera es una capa de la
atmósfera en la que, al inicio del invierno austral —a partir de
mediados de junio— se forman las llamadas nubes estratosféricas polares.
Son formaciones tenues, casi imperceptibles al ojo humano, que no son
debidas mayoritariamente al agua, como sería de esperar en una nube,
sino a pequeños cristalitos microscópicos de ácido sulfúrico o ácido
nítrico. Se forman cuando la temperatura cae por debajo de los -85°C,
hecho que se ve favorecido por la particular circulación de las masas de
aire en la región polar. Esta circulación crea el llamado vórtice polar,
un remolino alrededor del polo sur, que tiene el efecto de sellar el
interior y evitar así la entrada de aire más cálido procedente del
exterior.
Conociendo la existencia de estas nubes
polares, varios investigadores plantearon su participación activa en el
proceso de destrucción del ozono. Argumentaron entonces que las
partículas sólidas que los formaban podían actuar como soporte, encima
del cual tuvieran lugar los procesos que consumen el ozono. No era ésta
una hipótesis descabellada, pues los procesos químicos sobre superficies
sólidas son conocidos de hace tiempo, y de hecho se estudian muy
exhaustivamente. Rápidamente, en 1986, un equipo de investigadores
realizó una propuesta sobre el mecanismo de destrucción del ozono. Muy
simplificadamente, se puede describir como sigue. En primer lugar, la
luz del día austral naciente rompe los CFC. A continuación, su residuo
más agresivo, el cloro, se deposita encima de las partículas sólidas de
las nubes estratosféricas, donde también se encuentra el ozono adherido,
y así se activa el proceso de destrucción de este último. El hecho más
significativo es que la rapidez con la que el ozono se degrada, sobre la
superficie de los cristales, es mucho mayor que la degradación en
cualquier otra situación. Subsecuentes medidas in situ demostraron que
esta hipótesis era fundamentalmente correcta, y que el problema del
ozono se había conseguido entender en sus características esenciales.
El protocolo de Montreal de 1987
La confianza en los resultados obtenidos
permitió el establecimiento, en 1987, del protocolo de Montreal, por el
cual se prohibía el uso de los CFC. El protocolo proponía, además, su
sustitución por otras sustancias, denominadas HFC, siglas que describen
los hidrofluorocarburos, otro nombre enrevesado. Estos
compuestos se pueden considerar inertes, incluso en la estratosfera,
puesto que sus enlaces no se escinden por acción de la radiación
ultravioleta. Además, no contienen enlaces químicos entre átomos de
carbono y de cloro, la rotura de los cuales desencadena el ciclo
destructor. La puesta en marcha del protocolo de Montreal no supuso, sin
embargo, la interrupción instantánea de la emisión de CFC. Durante los
años noventa, los países en vías de desarrollo, y notablemente China y
Rusia, emitían en grandes cantidades, argumentando que les era necesario
para acelerar su proceso de industrialización.
Aún y así, se puede afirmar que, hoy en
día, el problema del agujero de ozono se encuentra en vías de
solucionarse, quizás definitivamente. Cuanto menos, esto es lo que
indican las medidas más recientes, un gráfico de las cuales se muestra
adjunto. En este gráfico se representa la superficie del agujero de
ozono, en función del tiempo. El intervalo representado incluye desde el
inicio del agujero, en 1979, hasta la actualidad. La superficie del
agujero, medida cada año, se representa mediante círculos negros. La
línea roja representa, por otro lado, la tendencia estadística que
muestra la evolución a través de los años. Esta línea roja nos muestra,
fuera de toda duda, como la tendencia actual es de disminución, después
de pasar por un máximo entre los años 2000 y 2006.
¿Se llegará a recuperar, la capa de ozono?
A pesar de que la tendencia es
consistente, el horizonte de recuperación total del agujero se encuentra
todavía a unos treinta años. Esta estimación puede adivinarse
observando la extensión de los agujeros en 2006, uno de los años donde
la extensión fue mayor y 2013, el dato más reciente que disponemos. El
agujero de la capa de ozono, como tal, se distingue mediante los tonos
azules y violáceos, en las esferas terráqueas incluidas en la parte
superior del gráfico. La reducción en la superficie no es que pueda
apreciarse de forma muy evidente. Sólo los valores cuantitativos nos
permiten sacar conclusiones más satisfactorias. Y ello tampoco significa
se pueda bajar la guardia, pues nuevas especies contaminantes podrían
cambiar la tendencia sin demasiada dificultad. No hace tanto, esta misma
revista se hizo eco del incremento en la concentración de nuevos
miembros de la familia de los CFC, a los que no se había prestado
demasiada atención hasta ahora
(http://www.investigacionyciencia.es/noticias/nuevos-gases-amenazan-la-capa-de-ozono-11938).
Hasta aquí, pues, la historia sobre el
agujero de ozono, desde su inicio hasta nuestros días. Es ésta una
historia que me gusta bastante, pues, aún siendo muy compleja, pone en
relieve los valores de la perseverancia y la humildad, y las virtudes de
la toma racional de decisiones.
La perseverancia, al desplegar una red
de instrumentos para medir un gas minúsculo del cual, inicialmente, no
se sabía casi nada. Humildad, para reconocer que, cuando no se sabe
algo, hay que continuar trabajando hasta saber algo más, y que esta
manera de proceder no se puede abandonar nunca. Y también humildad para
aceptar que, siempre, cualquier avance, cualquier desarrollo
aparentemente impecable, se puede girar en nuestra contra, a partir de
un efecto secundario completamente insospechado. La toma racional de
decisiones es la que permite que el mismo ingenio que crea las mejores
innovaciones sea capaz, después, de resolver cualquier futuro problema
que éstas puedan crear. Sólo hace falta confianza en el método
científico. Un método que, por cierto, se autocorrige continuamente,
gracias sobre todo al hecho que todos los actores que intervienen se
someten al análisis crítico del resto. Duro y molesto en ciertos
momentos, pero completamente necesario.
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