Según la postura política que escojas, sostendrás que una persona es rica o pobre en función de su inteligencia y su capacidad de trabajo o tesón o que, por el contrario, es fundamentalmente el azar el que reparte las cartas. También sostendrás mayormente una u otra postura en función de donde vivas: la primera si vives en Estados Unidos; la segunda, en Europa.
Esta discusión entre ambas posturas es peliaguda y dista de estar solucionada, sin embargo el futuro de la tecnología, sobre todo gracias a internet, podría permitirnos obviarla y atajarla a través de una tercera vía.
El origen del dilema
En 1909, el psicólogo británico Cyril Burt publicó un artículo en el que se defendía que la inteligencia era una cualidad innata, de modo que la diferencia entre clases procedía de la propia biología, no de la injusticia del sistema. Para demostrar su tesis, dio a conocer estudios empíricos sobre la evolución de gemelos univitelinos (es decir, clones genéticos) que, tras ser separados al nacer y haber sido criados por familias de distinta escala social, demostraron puntuaciones en el CI muy similares.
Burt dedujo así que la pobreza era consecuencia de una desventaja intelectual de índole genética. Venimos al mundo como tontos o vagos, por naturaleza, y la idea caló hondo en un mundo en el que llegar predestinado a una clase social alta por familia, sangre o cualquier otra prerrogativa social empezaba a atufar a moho.
Durante buena parte del siglo XX, pues, se impuso una visión biologicista de las diferencias entre ricos y pobres. Si uno nacía daltónico era incapaz de reconocer los colores como eran en realidad, y si uno nacía bobo, pues le tocaba instalarse en la base de la pirámide social. No era ninguna imposición, sino el mensaje claro y sin fisuras de la Madre Naturaleza y, quién sabe, quizá de Dios.
En el último tercio del siglo XX, sin embargo, una vez hubo fallecido Burt, se descubrió que tales investigaciones no eran del todo honestas. Finalmente, en 1976, tras una larga investigación llevada a cabo por el periodista del The Sunday Times Oliver Gillie, se demostró que los colaboradores de Burt en sus investigaciones sencillamente no existían, y que los resultados presentaban datos inventados. Paralelamente, la investigación científica demostraba que las cosas no eran tan sencillas.
Por el momento, lo que ha sugerido la ciencia es que, en efecto, somos desiguales, pero que no existe una forma única ni generalmente fiable de establecer en qué, por qué ni para qué. Y, ni mucho menos, la inteligencia es un valor claramente determinado para establecer dichas desigualdades, sobre todo porque existen muchos tipos de inteligencia y los test para evaluarlas solo se centran en algunos puntos de la misma. Uno de los libros más controvertidos sobre el tema, que se inclina por el carácter hereditario de la inteligencia, The Bell Curve, de Herrnstein y Murray, con el transcurrir de los años se ha convertido únicamente en una pieza de museo que solo esgrimen algunas neonazis trasnochados.
Sin contar que, aunque se pueda establecer una medida universal sobre la desigualdad, ¿acaso no deberíamos propiciar que los que estén más lastrados por la tómbola genética dispongan de ventajas añadidas? ¿Acaso no ponemos gafas al présbite o destinamos una partida de dinero al discapacitado físico? Sea o no significativo el peso de la genética en la desigualdad, igualdad no es lo mismo que equidad. Como abunda en ello Dietrich Schwanitz en su libro Cultura:
La sociedad no es la continuación de la naturaleza humana, sino que aprovecha sus variaciones de forma selectiva. Precisamente porque la política hace abstracción de todas las diferencias naturales entre los individuos, éstas pueden ser aprovechadas en otra parte; así, por ejemplo, la familia se funda en la diferencia entre el hombre y la mujer (y no existe discriminación alguna en el hecho de que la mujer prefiera como pareja al hombre); y los sistemas educativos aprovechan las diferencias existentes entre las capacidades de los individuos.Opinión geográfica
Pero, ay, los sesgos. Los sesgos son como ramas que nos impiden ver el bosque. Y en lo tocante a las desigualdades, nos obstaculizarán la vista unos u otros sesgos en función del lugar donde hayamos nacido o la cultura que hayamos mamado. En Europa, en general, se cree que es más la suerte y las condiciones sociales de partida que el esfuerzo lo que define el éxito en la vida. Se cree que el mundo es injusto y por ello se proponen impuestos altos y una redistribución de la renta agresiva, como ocurre, por ejemplo, en Dinamarca. En Estados Unidos se sostiene justo lo contrario: el sueño americano precisamente se nutre de esa idea.
¿A qué se debe esta diferencia? Según Eduardo Porter, en Todo tiene un precio:
Que los europeos no crean que la renta y las oportunidades se distribuyen de manera justa probablemente tiene sus raíces en su pasado feudal, cuando la prosperidad nada tenía que ver con el esfuerzo y sí mucho con los orígenes.En Estados Unidos es más fácil escalar socialmente que en Europa, pero a la vez en Estados Unidos hay muchas mayores desigualdades sociales que en Europa. Las estadísticas parecen sugerir que la visión europea produce mayor felicidad y estabilidad que la estadounidense, pues reduce la ansiedad y el miedo, pero ambas posturas tienen sus pros y contras. Remata Porter:
El valor de nuestro escaso tiempo libre aumenta mientras que las cosas que el dinero puede comprar se vuelven menos importantes cuantas más tenemos. Por eso la gente de los países ricos en general trabaja menos que la gente de los países menos desarrollados. Los coreanos disfrutan de unas 650 horas más de ocio que los mexicanos, pero de unas 400 horas menos de ocio que los belgas. El propio equilibro genera ansiedad. Porque cuanto más aumenta nuestra renta más hemos de renunciar a más dinero al dedicar nuestro tiempo a esfuerzos no productivos. La tensión entre tiempo y dinero alcanza su punto culminante cuando llegamos a nuestro máximo nivel de ingresos.La tercera vía
Tanto si crees que una persona pobre lo es por falta de oportunidades o falta de esfuerzo, ambas visiones se pueden resumir en una dificultad en el acceso. Si hay pocas oportunidades para el acceso, eres pobre. Si el acceso es difícil, el esfuerzo es mayúsculo y muchos no estarán dispuestos a llevarlo a cabo. Del acceso depende todo.
De hecho, la historia que hay detrás de muchos emprendedores no es tanto un salto al vacío de esfuerzo y tesón, sino una red de seguridad compuesta por una familia, una herencia, un pedigrí o una red de conexiones que permite estabilidad financiera. Lo que permite tomar riesgos, finalmente, parece que se reduce al acceso al dinero. Cuando se satisfacen las necesidades básicas, es más fácil que uno sea creativo. Los rasgos comunes de los empresarios son: ser blanco, ser hombre y estar bien educado, según un estudio de los economistas Ross Levine y Rona Rubenstein, de la Universidad de Berkeley.
Así pues, existe una tercera vía para solucionar el eterno dilema oportunidad/esfuerzo: facilitar el acceso a las oportunidades y a los productos de la economía de la información. Tal y como señala Yochai Benkler en su obra seminal La riqueza de las redes:
Mientras que la economía industrial erige barreras económicas o transaccionales/institucionales en ambos dominios, la economía de la información en red reduce dichas barreras y crea sendas alternativas para sortearlas. De este modo, y hasta cierto punto, genera mayor igualdad tanto en las oportunidades de participar como un actor económico como en la capacidad práctica de compartir los frutos de una economía mundial cada vez más basada en la información.Es decir, que la tercera vía pasa por fortalecer internet, la red, la colaboración 2.0. Cada vez hay más cosas constituidas por átomos que se digitalizan hasta convertirse en bits, en átomos de información. Incluso el propio dinero se transforma en ceros y unos. Y en un mundo donde el coste marginal de todas esas cosas es próximo a cero (cuesta casi lo mismo hacer cien copias que millones de copias), el esfuerzo por conseguirlas se reduce hasta el punto de que no importa tanto nuestra predisposición biológica; como tampoco importa dónde hemos nacido o quién es nuestra familia para acceder a estudios impartidos a través de la red, como los de Skype in Classroom.
La eterna discusión entre derechas e izquierdas, finalmente, se zanja gracias a la tecnología, como explican pormenorizadamente libros recientes como La sociedad del coste marginal cero, de Jeremy Rifkin. Y aunque seamos tontos o vagos (sea por genes o por cultura) tendremos, al fin, acceso al Edén. Como siempre tuvo que ser.
Fuente: http://www.yorokobu.es/pobres-versus-ricos/
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