@Olivia Bitó. Retrato de Alaine Polcz a los dieciséis años |
La experiencia nos enseñó, o lo supusimos nosotros mismos, que después de una batalla decisiva o reconquista había tres días de libre saqueo. Libre saqueo y libre violación. Después estaba prohibido, y se suponía que fusilaban de un tiro en la cabeza a todos aquellos (si podía demostrarse) que forzaban a una mujer.
No sé cómo llegué a estar en la situación de hallarme delante de una fila de soldados y tener que señalar quién me había violado. Sólo me acuerdo vagamente: era una mañana fría de invierno y yo avanzaba delante de la fila, los soldados firmes, cuadrados, en posición militar. A mi izquierda me acompañaban oficiales. Al pasar por la fila, ellos quedaron un poco atrás. En la mirada de un soldado noté el pánico. Tenía los ojos azules, era un muchacho muy joven. Por su miedo supe que había sido él. Pero lo que vi brillar en sus ojos fue tan fuerte, tan terrible, que enseguida comprendí que no podía hacerlo. No tenía ningún sentido que mataran a aquel muchacho. ¿Por qué a él sí y a los otros no? ¿Y qué sentido tenía matar a uno sólo?
Otra mañana de invierno fui yo la que recibí un castigo. Ya no recuerdo exactamente por qué razón. Y tampoco tengo ganas de remover el pasado, todo es confuso. Me desnudaron hasta la cintura; un par de soldados me agarró y uno me golpeó a ritmo acompasado. El azote no era un látigo, sino una trenza flexible de cuero que tenía la forma de una serpiente; hacia el final era más delgado y terminaba en un nudo. Naturalmente tenía un mango. Si golpeaban con fuerza, abría la piel. [...]
En otra ocasión, ya no sé cómo sucedió, me causaron una lesión y me llevaron al médico ruso en brazos. Me puso un vendaje, los otros me mimaron y me llevaron a almozar al comedor militar. Parece que aquel día había comida. Me dieron una sopa de pollo, después cortaron un chusco de pan, le sacaron la miga y le pusieron todos los hígados de pollo. Ocho o diez hígados, para llevármelos. Naturalmente, fue un tesoro inimaginable. [...]
Así eran los rusos. Con una mano repartían golpes, con la otra caricias.
A veces se liaban a puñetazos, porque uno quería salvarme, el otro violarme; uno pegarme, el otro curarme; uno quitarme algo, el otro dármelo.
A menudo llegaban con la mirada reluciente de alegría porque nos traían de regalo esto o aquello. Pronto descubríamos que se lo habían robado a un vecino. A veces llevábamos nuestros enseres al vecino para salvarlos y nos los robaban allí, luego nos los regalaban con toda ingenuidad. Nosotros tampoco éramos unos santos; les hurtábamos cositas, pero no se enfadaban. En general, se puede decir que en la guerra había una especie de comunidad de bienes. Puede parecer gracioso que use esta expresión, pero es la más acertada. Sólo poco a poco caímos en la cuenta. Cuando todo el mundo pasaba mucha hambre se compartían las últimas migajas.....
Una mujer en el frente
Alaine Polcz
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