Al término de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos llevó a trabajar a instituciones académicas y entidades militares estadounidenses a unos 1.600 científicos alemanes.
Algunos de ellos habían tenido responsabilidad directa en las atrocidades del III Reich, incluso los hubo que fueron juzgados por crímenes de guerra y las autoridades estadounidenses procuraron su absolución.
Se cumplen 70 años de la
caída del III Reich –el 8 de mayo para los aliados occidentales, el 9
para los soviéticos, aunque la rendición general alemana se produjo el
día 7– y, pese a que los historiadores han estudiado a fondo este
periodo, es difícil evitar la tentación de las conspiraciones y los
agujeros negros de información. La incomprensión que flota sobre las
atrocidades cometidas por el régimen nazi contribuye a que así sea, pero
también las operaciones secretas de los aliados.
Una que ha suscitado
comentarios de todos los colores es el reclutamiento de científicos
alemanes tras la guerra. La Unión Soviética y Estados Unidos fueron los
países que más se beneficiaron del conocimiento de estos científicos,
que habían trabajado en proyectos punteros de cohetes, armas químicas y
biología avanzada, sosteniendo la producción de las bombas V2 con mano
de obra esclava o llevando a cabo aberrantes experimentos médicos con
humanos.
La diferencia entre la Unión
Soviética y Estados Unidos, sin embargo, estriba en que la primera
trató a los científicos como ciudadanos de segunda clase. Por lo
general, obtuvo de ellos toda la información posible sobre sus trabajos
bajo el régimen nazi y después los devolvió a Alemania. Mientras que los
del otro lado del Atlántico recibieron responsabilidades y honores,
sobre todo los implicados en los programas de cohetes. Este comentario lo hace Annie Jacobsen, quien tras una exhaustiva investigación publicó Operation Paperclip,
un libro de 600 páginas donde narra en profundidad el reclutamiento por
parte de Estados Unidos de científicos alemanes después de la guerra.
En el libro, que toma el
título de la operación, se cuenta cómo los investigadores que fueron
llevados a Estados Unidos disfrutaron de beneficios que no se
correspondían con su papel en la guerra. Se expidieron visados, se
suspendieron juicios y se evitó el cumplimiento de algunas sentencias.
Los documentos relativos a su trabajo durante el conflicto fueron
declarados secretos.
En total fueron 1.600
investigadores los que fueron recolocados en instituciones académicas y
militares estadounidenses, amparados por una campaña de propaganda donde
se los calificaba de “buenos científicos”. No todos lo eran.
Una bomba V2. Los aliados estaban muy interesados en los conocimientos que los alemanes habían adquirido en cohetes |
A medida que los aliados avanzan en la conquista de Italia, y posteriormente en su progreso por Francia tras el Desembarco de Normandía, se encarga a un equipo de científicos estadounidenses buscar toda la información posible acerca del programa nuclear alemán. Es la Operación Alsos y forma parte del Proyecto Manhattan, que acabaría por desarrollar la bomba atómica.
La operación, liderada por el físico Samuel Goudsmit, tenía como objetico recopilar cualquier cosa que tuviera que ver con las armas ABC (atomic, biological and chemical). Descubrieron que el programa nuclear alemán no estaba tan avanzado como en Estados Unidos, aunque las armas biológicas y químicas sí habían progresado mucho. Donde más se había profundizado era en el desarrollo de cohetes. Las instrucciones iniciales de Goudsmit eran hacerse con cohetes y documentación para después llevarla a Estados Unidos, hasta que en un determinado momento alguien se dio cuenta de que era mucho más importante conseguir a los científicos. El problema era que se desconocía el nombre de muchos de ellos.
De científicos nazis a héroes nacionales en EEUU
Originalmente llamada Operación Overcast, la captura de científicos alemanes empezó a tomar forma con el descubrimiento de la Lista Osenberg, encontrada en unos baños de la Universidad de Bonn. Esta había sido elaborada a principios de 1943 por las autoridades alemanas y contenía los nombres de científicos, ingenieros y otros técnicos que luchaban en el frente. Alemania ya flaqueaba y se creyó que estos hombres serían de mayor utilidad en un laboratorio que con un fusil.
La lista llegó a las manos en Estados Unidos, concretamente las del mayor Robert Staver, y se elaboró un nuevo listado con las personas de mayor interés. La búsqueda ya estaba organizada. El primer nombre era el de Wernher von Braun, miembro del partido nazi y de las SS, era el responsable del diseño de las bombas-cohete V2.
Durante el conflicto von
Braun visitó varias veces la planta de la compañía Mittlewerk, donde
mano de obra esclava trabajaba en unas condiciones deplorables para
construir las V2. Posteriormente el científico diseñaría los cohetes que
lanzaron el primer satélite de Estados Unidos al espacio y catapultaron
al hombre a la Luna con el Programa Apolo. Por sus méritos estuvo a
punto de ser condecorado con la Medalla Presidencial de la Libertad,
hasta que alguien se opuso por su pasado nazi.
Si el pecado de von Braun
fue mirar hacia otro lado, otros los cometieron mayores. Cuando la
Operación Paperclip dio comienzo, algunos de los científicos eran
recluidos en el Castillo de Kransberg (cerca de Frankfurt), donde eran
entrevistados exhaustivamente. Entre ellos estaban nombres como los de
Arthur Rudolph o Walter Dornberger,
a quien se condenó por usar condiciones esclavistas para producir los
V2, como responsable del programa de cohetes. Tras dos años de cárcel en
Reino Unido salió para desarrollar misiles teledirigidos al otro lado
del Atlántico.
Rudolph tuvo
un contacto más directo si cabe con la mano de obra esclava. Trabajó en
las instalaciones subterráneas de Nordhausen, donde Mittlewerk había
trasladado la producción de V2. Durante las extenuantes jornadas de
montaje de los cohetes se calcula que murieron 20.000 personas.
Rudolph acabó trabajando en el programa espacial de la NASA, aunque
sería de los pocos que fueran investigados tardíamente. En 1983 el
Departamento de Justicia de Estados Unidos le dio la opción de volver a
Alemania o ser juzgado por crímenes de guerra. Escogió la primera.
Aparte de los cohetes, a Estados Unidos le interesaban otros ámbitos. Uno de los casos más flagrantes es el del doctor Otto Ambros,
de quien decían era el químico favorito de Hitler. Tomó parte en la
invención del gas sarín (la ‘a’ es por su apellido) y también inventó la
goma sintética, un material que Alemania necesitaba desesperadamente
para su esfuerzo bélico al reducirse el suministro de goma natural. Para
producir este compuesto a Ambros se le puso a cargo de una fábrica de
esclavos en Auschwitz. Por este papel fue condenado en los Juicios de
Núremberg por asesinato masivo y esclavismo, aunque sería liberado
posteriormente. Haría carrera en el Departamento de Energía de Estados
Unidos.
Algunos de estos científicos
ocupan su propia parcela de honor en el país que los acogió. El jefe de
desarrollos técnicos de la Luftwaffe Siegfried Knemeyer,
a quien Hermann Göring tomó como consejero personal, acabó trabajando
para la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Cuando se retiró fue condecorado
con la Department of Defense Distinguished Civilian Service Award. Más
méritos se le atribuyeron al oficial de las SS Kurt Debus, que dirigió el JFK Space Center de la NASA y que aún hoy tiene un premio con su nombre.
La polémica que sembró Paperclip
A la vez que empezaba la
Operación Paperclip se había encargado al oficial estadounidense Leopold
Alexander, judío austriaco y de profesión médico, que entrevistara a
científicos nazis para encontrar a los que fueran responsables de
crímenes de guerra y llevarlos a los futuros juicios en Núremberg.
Algunos de ellos se escaparon delante de sus narices por la intercesión
de la Operación Paperclip, como Theodor Benzinger, cuyo nombre figuraba
en la lista de los que iban a ser juzgados, pero tres semanas antes de
que comenzara el proceso se le tachó de la lista y se propició su
traslado a Estados Unidos.
Benzinger dirigió la Estación Experimental de la Fuerza Aérea en la Alemania de Hitler. Su obituario,
de 1999, en The New York Times alababa sus logros como científico, al
servicio de la Marina estadounidense, y su invención del termómetro de
oído. Pero no decía que formaba parte de un grupo de doctores que
trabajaba estrechamente con Himmler y cuando este mostraba vídeos de los
experimentos médicos nazis, Benzinger hacía las introducciones, según
recoge Annie Jacobsen.
A pesar de ser una operación
secreta, The New York Times, la revista Newsweek y otros medios
publicaron información sobre Paperclip ya en diciembre de 1946. Entre
los científicos estadounidenses, no todos estaban dispuestos a trabajar
con sus los nuevos reclutas alemanes. Personalidades influyentes de la
sociedad estadounidense, como Albert Einstein o Eleanor Roosevelt, se
opusieron públicamente al programa.
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