viernes, 22 de mayo de 2015

Una conflagración imperfecta

  El norteamericano AMBROSE BIERCE
 (1842-1914) ejerció con desgana y agresividad
el periodismo, hasta que se sustrajo a la
mirada de la posteridad desapareciendo 
incógnitamente a la edad aproximada de setenta
años cuando intentaba unirse en Méjico a
las tropas del general Pancho Villa. Su infancia
transcurrida bajo la gravidez de un 
patriarcado calvinista y la intervención activa
en el cruento período de la guerra de 
secesión, hicieron del joven Ambrose uno de los
 primeros practicantes del humor negro en
un territorio tradicionalmente poco aficionado
a tales asuntos.  Editor y periodista en 
San Francisco, sus narraciones revelan una
clara tendencia a ejercer la crueldad, a
expensas de cualidades morales o sociales
admitidas por la generalidad. Una conflagración
 imperfecta, considerable muestra
de sarcasmo "contrainstitucional", se halla agrupado
con otros relatos de Bierce bajo el 
encabezamiento El club de los parricidas

Alfonso de Lucas


   Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en aquella época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres en Wisconsin.  Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el producto de un robo que habíamos perpretado esa noche. Consistía, en su mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era engorrosa. Nos pusimos perfectamente de acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi a partes iguales, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música en dos, sin que nada sobre, comienzan las dificultades. Fue esa caja de música la que trajo la desgracia y la deshonra a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi pobre padre podría estar vivo ahora.
   Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, curiosamente labrada, ataraceada de costosas maderas. No sólo podía tocar gran variedad de temas sino que también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las mañanas, se le diera cuerda o no, y recitaba los diez mandamientos. Fue esta última maravilla la que conquistó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida (aunque posiblemente hubiera cometido otros de haberle perdonado yo aquél):  trató de ocultarme la caja de música y juró por su honor que no la había tomado, aunque yo sabía muy bien que en lo que a él se refería, el robo se debía más que a cualquier otra cosa a su afán por obtenerla.
   Mi padre tenía la caja de música escondida debajo de su capa -habíamos usado capas a guisa de disfraces. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía que sí, y sabía algo que, evidentemente, él ignoraba: que al rayar el alba cantaría la caja y lo delataría, y si me era dado prolongar el reparto de las utilidades hasta entonces, se vería cogido infraganti. Todo ocurrió como yo deseaba; cuando la luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de las ventanas se dejó ver oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó salió de debajo de la capa del caballerete, seguido de algunos compases del aria de Tannhäuser, luego de lo cual sonó un sosegado chasquido metálico que puso fin al repertorio. Sobre la mesa que nos separaba yacía una pequeña hacha de mano que habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tomé. El anciano, viendo que ya e nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja de música de entre los pliegues de su capa y la puso sobre la mesa.
   -Córtala en dos si así lo prefieres -dijo-. He tratado de salvarla de la destrucción.
   Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con rara expresividad y sentimiento.
   Dije:
   -No discuto la entereza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer juzgar a mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la disolución de nuestra sociedad a menos que usted consienta en usar un cascabel en futuros robos.
   -No -dijo después de un momento de reflexión- no, no podría hacerlo, parecería una confesión de culpabilidad. La gente diría que desconfías de mí.
   No pude dejar de admirar su temple y sensibilidad; por un momento me sentí orgulloso de él y dispuesto a olvidar su falta, pero un vistazo a la enjoyada caja de música me decidió y, como ya dije, saqué al anciano de este valle de lágrimas. Una vez cometido el hecho, sentí algún desasosiego. No sólo era mi padre -el autor de mis días- sino que sin la menor duda el cadáver no tardaría en ser descubierto. Era ya pleno día y en cualquier momento mi madre podía entrar en la biblioteca. Bajo tales circunstancias consideré prudente suprimirla a ella también, y así lo hice. Pagué luego a todos los sirvientes y los despedí.
   Esa tarde fui a ver al jefe de la policía, le conté lo que había hecho y le pedí consejo. Me hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos llegaran a ser del dominio público. Mi consulta hubiera sido unánimemente censurada y los periódicos me la hubieran echado en cara si alguna vez yo conseguía un cargo gubernamental. El jefe se percató de la fuerza de mis argumentos; él era también un asesino de amplia y contrastada experiencia. Después de consultarle el caso al juez que presidía la Corte de Jurisdicción Variable, obtuve de él el consejo de ocultar los cadáveres en uno de los libreros de la biblioteca, suscribir una póliza de seguro por una alta suma sobre la casa y después darle fuego a la casa. Me dispuse a obrar tal como se me había indicado.
   En la biblioteca había un librero, comprado por mi padre recientemente a un inventor chiflado, que no estaba repleto de libros. El mueble tenía la forma y el tamaño de esos roperos que se ven en los dormitorios que no están provistos de closets, y podía abrirse y cerrarse de arriba abajo como un camisón de señora. Las puertas eran de vidrio. Había amortajado a mis pares y ya se hallaban lo suficientemente rígidos como para mantenerse en pie, de modo que los coloqué en el librero, despojado por mí de sus estantes. Cerré las puertas con el pequeño llavín y clavé unas cortinas por fuera del vidrio. El inspector de la compañía de seguros pasó media docena de veces frente al mueble, sin sospechar nada.
   Esa noche, poseedor ya e la póliza, prendí fuego a la casa y, a través de los bosques, recorrí a pie las dos millas que se extienden entre la casa y ciudad. Allá me la arreglé para ser encontrado en el momento en que la excitación causada por el siniestro estaba en su apogeo. Con gritos de aprensión por la suerte de mis padres, e uní a la turbamulta, y llegué al lugar del incendio unas dos horas después de haberlo provocado. La ciudad entera estaba allí cuando yo me encontré precipitadamente en el corazón mismo del área desvastada. La casa había sido consumida por las llamas, pero en un extremo del lecho raso de crepitantes rescoldos, incólume y enhiesto, se encontraba el librero. El fuego había quemado las cortinas, dejando a la vista las puertas de vidrio, a través de las cuales los fieros resplandores rojizos de las ya declinantes llamaradas iluminaban el interior. Allí estaba mi querido padre, "igualito que cuando vivía", y a su lado su compañera de pesares y alegrías. No tenían lo que se llama un solo pelo chamuscado, estaban intactos los dos. Eran fáciles de advertir las heridas e la cabeza y la garganta, que yo, para llevar a cabo mis designios, me había visto obligado a infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia de un milagro. El espanto y el terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me sentía muy afectado.
   Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados casi se habían borrado de mi memoria, fue a Nueva York a ayudar a negociar unos bonos falsos del Estado. Cierto día, mientras miraba distraidamente la vidriera de una mueblería, vi la réplica exacta de aquel dichoso librero.
   -Lo compré por una bagatela a un inventor fracasado- me explicó el vendedor-. Decía que es a prueba d fuego porque los poros de la madera fueron rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto. o creo que sea realmente a prueba de fuego... se lo puedo dar al precio de un librero común.
   -No -le dije-, si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no lo llevaré.
   Y le di los buenos días.
   No lo hubiera comprado a ningún precio, me traía recuerdos sumamente desagradables.


Ambrose Bierce


 

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