lunes, 9 de marzo de 2020

Subida a los montes Aquilianos

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 El prodigio de Santiago de Peñalba está en un rasgo genial de su constructor: tomó, como si dijéramos, la doble ventanita árabe del atrio de San Miguel de la Escalada y la convirtió en puerta de esta cenobio. En esto coincide todo el mundo, y también en que la subida hasta el monasterio es una experiencia en sí misma. Peñalba o Peña-alba, es decir, piedra o roca blanca o marmórea, oculta su belleza allí donde las águilas anidan; que por eso estos montes se llaman Aquilianos. Un camino estrecho y abrupto como el de una senda mística defendía el silencio y la plegaria, la vida eremítica de unos cuantos hombres; y, cerca de aquí mismo, la foresta amparaba los viejos cultos de Sérapis, el gnosticismo y lo que se ha dado en llamar priscilianismo. [...] Pero la montaña con su bosque espeso y su silencio, los ecos tan sonoros de un aullido o un canto, la luna más cercana y solemne, el ruido del agua y la interminable fauna, su mismo izamiento al cielo, siempre ha sido sacral y ha segregado o conservado historias de teofanías y encantamientos . Así que por aquí anduvieron rezagados todos esos cultos y creencias; aunque los monjes sólo ocultamiento y silencio buscaban, o el disfrute de este paisaje realmente primigenio y salvaje, pero no sagrado.

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   En esta parte septentrional de los montes Aqulianos, muy cerca de este cenobio de Peñalba, se ven dos de los canalillos que llevaron el agua a la explotación minera de oro, levantada por los romanos al noroeste, en Las Médulas. Otros siete canales aportaban allí desde sus cauces el agua de lo ríos Caro y Cabrera. Una leyenda dice que un sultán dueño de esas minas tenía siete esclavos hermanos y había prometido su hija a quien concluyese antes el canal que excavaba. El más joven de ellos comenzó su trabajo partiendo de la mina misma, y así encontró el canal que desde arriba iba excavando otro de su hermanos y que llenó impetuosamente de agua el recinto minero, de manera que pudo desposarse con la bella mora de ardientes ojos y piel muy morena. Y otras leyendas hablan también de que bajo estas fantásticas y caprichosas formas  de tierra que los meteoros han ido tallando en su erosión se encuentran reyes y princesas, brujas terribles y tesoros inacabables de preciosas piedras. Pero estas leyendas no pueden ahuyentar la historia, obstinada en sus "facta", y esa historia es terrible. "Vicena milia pondo ad hunc modum annis  singulis Asturiam atque Gallaeciam et Lusitaniam praestare quidam prodiderat", dice Plinio. Esto es, veinte mil libras de oro salían de estas rojas arrugas, cada año; y el total de la explotación enjugaba el presupuesto del Imperio de los Césares en una proporción de un 6 a un 7,5 % y doraba sus fastos. Lo que quiere decir: sangriento trabajo de esclavos, y muertes anónimas de irrelevantes seres humanos, pura mano de obra.



   Las enormes bocas de la explotación nos rememoran las fauces del Infierno de Dante; pero allí adentro no había ningún Virgilio o mano amiga, sino sólo el látigo del capataz y el sudor, y el agua. Y la muerte. Estas son las bocas del Infierno , en efecto . Es decir: la atroz garganta del poder devorador de hombres. "Roma, vorax hominum". O cualquier otro poder de cualquier tiempo: "Esa pestilencia que contamina cuanto roza", que decía Shelley. Y, aunque aquí el rojo de la tierra sea tan bello, nos ofece a la vez el recuerdo de la púrpura y la sangre.

   Así que, subamos a Peñalba a mirar la encantadora doble ventana de dos arquillos partida por una columna y encajada en un alfiz, que aquí es la puerta de la iglesita. ¿Vino a construirla un cordobés, como nos consta que estuvo trabajando en Castañeda?


  ¡Es algo tan delicioso, tan gratuito en su belleza -estos arcos están realmente descargados de cualquier función de soporte- que es una verdadera "Porta coeli" o Puerta de la Alegría abierta porque sí, por su hermosura, para ser vista, ni siquiera para ser atravesada!


   En un lateral de la iglesia  en su exterior está enterrado Gennadio, el fundador de esta casa, obispo que fue de Astorga y renunció al episcopado: bajo unos preciosos arquillos. En 919, el propio Gennadio, siendo todavía obispo; Frumina, obispo de León; Dulcido, de Salamanca, y Salarico, de Dumo, en  Portugal, pasaron por este lugar a caballo para dirgirse aún un poco más arriba en la montaña a consagrar la iglesita de San Pedro de Montes, ahora pura ruina, con una sola ventanita como solo vestigio de aquella aventura mozárabe de búsqueda de una almunia y de silencio -como silencio es el propio río que discurre en el estrecho valle, casi abismo-, y plasmada en una estética de lo pequeño, lo alegre y gratuito y puro: el reverso del rostro del poder que nos aterra en las Médulas.

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José Jiménez Lozano

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