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No son cuatro sino siete jinetes del apocalipsis. Los llamados «jinetes del coronavirus» acuden a regiones remotas de China para transmitir la información sobre cómo prevenir el virus. Hoy, como todos y todas, me siento extraño, desubicado, incapaz de acostumbrarme a la renuncia del contacto y el abrazo con mis amigos y amigas, con mi familia.
Hace escasos meses publiqué mi nuevo libro Algunas cosas oscuras y peligrosa. El libro de la máscara y los enmascarados, sin por supuesto ni tan siquiera sospechar que acabaría teniendo esta actualidad tan devastadora e impactante. Al poco de salir se prohibieron las máscaras entre los manifestantes de Hong Kong, a lo que siguió un proyecto chileno de ley «antiencapuchados». De la noche a la mañana, en estos días tan insólitos y únicos, nos hemos visto rodeados de rostros a medio ocultar, mascarillas como piezas codiciadas, un mundo que oculta el rostro y niega el contacto físico ante el terror, tal y como es y serán los horrores venideros: invisibles, sin rostro y, por tanto, más aterrorizantes aún. Porque los terroristas están tomando nota del devastador efecto del virus y lo sencillo de su propagación descontrolada. Todo eso alimenta las fantasías de los malos malísimos. Buscan reeditar e imitar, superar lo pasado. El ataque de gas sarín en el metro de Tokio de hace años abrió una espeluznante puerta que, sin embargo, inventamos nosotros cuando no dudamos en gasear civiles en aquella guerra del Rif. Se repetirá.
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El archivillano del pasado es ya un anacronismo. No estamos viviendo una catástrofe sino el más puro nihilismo, ese que Vasili Rozánov describía así: «El espectáculo ha terminado. El público se levanta y abandona sus asientos. Es la hora de recoger los abrigos e irse a casa. Se dan la vuelta… ya no existen sus abrigos ni tampoco sus casas». El tiempo histórico ha saltado por los aires. Ayer es hace mil años. El espectáculo, amigos y amigas, ha terminado.
Lo peor está por llegar, pero aún queda nuestra propia oportunidad y responsabilidad para que esta experiencia nos lleve a reforzar una sociedad más justa. Creo que ya está sucediendo y, en las semanas que vienen, nos encontraremos con situaciones parecidas. Fugas de la historia oficial, interrupciones esperanzadoras, amores indómitos. Estamos ante un abismo que se abre pero que no necesariamente conduce al desastre. Es una oportunidad frente a un pasado que no conducía a nada bueno. Mientras tanto, habrá que vivir en la capacidad para adaptarnos a un Apocalipsis que ya fue, confiar ciegamente en nosotros mismos, restituir un poder que ya parecía no pertenecernos y, por supuesto, no retroceder ante las fantasías derechistas, siempre tan tentadoras, esas que despiertan el caos y el desastre. Los estados de alarma, las situaciones de extrema emergencia o la violencia arbitraria que, al igual que la muerte, nos iguala, nos sitúan en un cruce de caminos. Una vez sacudidos hemos de desandar el camino. El totalitarismo, el capitalismo más salvaje son los efectos del virus sin el virus. Una sociedad que se cuida a sí misma es una sociedad sana y fuerte. Los gestos solidarios pueden anticipar lo que está por llegar. Aunque ahora toque esperar y resguardarse de esta tormenta, podemos ir haciendo, construyendo, pensando en el día de después. No hay que perder el tiempo. El poeta Alberto Caeiro lo explicó así: «Hay solo una ventana cerrada, y todo el mundo fuera».
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Tras la cuarentena habrá que hacer justo lo contrario: incrementar la comunicación y el compartir. Contraponer a una política que desconfía del otro una cercanía contagiosa. Construir otro porvenir (una de nuestras palabras más bellas). Levantar un muro inexpugnable alrededor de lo que nos sostiene: la sanidad pública y gratuita, la necesidad de hacer realidad la manida idea de «comunidad» (los vecinos y vecinas que padecen igual que nosotros, esos que vemos desde nuestras ventanas o escuchamos a través de los tabiques), un Estado que protege, ampara y socorre a sus ciudadanos. Mejor aún: gente ayudando a gente. Señalar a los escapistas atrincherados en el dinero o en el poder, romper su burbuja de oro, aislar sus ideas y lo que representan como si fuesen al peor de los virus posibles. Impugnar el actual contraterrorismo que promociona la idea del «lobo solitario» para abrazar una comunidad de lobos y lobas que se protegen en manadas frente a los cabrones.
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