Fuente Barmalej, en Stalingrado, en agosto de 1942. |
En la cima de la colina, la escultura denominada La Madre Patria llama supone el más imponente recordatorio de que hace ahora 75 años todo aquello que desde ahí abarca la vista se convirtió en escenario de uno de los más despiadados remedos del infierno que el hombre ha sido capaz de generar.
El enfrentamiento que allí se libró “representó el mejor ejemplo de la inhumanidad del hombre para con el hombre, el sitio de una carnicería espantosa, un sacrificio deliberado e innecesario de vidas humanas, el lugar del fiero patriotismo y las abrasadoras lealtades, una ciudad que vivirá para siempre, como Troya, en las lágrimas y leyendas de los pueblos”, según dejó referido Hanson Baldwin, corresponsal de The New York Times durante la Segunda Guerra Mundial.
Por entonces, Volgogrado respondía al nombre de Stalingrado, en honor del líder supremo soviético Iosef Stalin. Y el canciller del III Reich alemán, Adolf Hitler, la había marcado como uno de sus principales objetivos.
Soldados del ejército alemán avanzan entre las ruinas de Stalingrado. |
Pero por encima de esto, la ofensiva sobre Stalingrado llegó a significar para Hitler, más que una jugada táctica, un golpe de tipo simbólico. El Führer quería que la Ciudad de Stalin -que esa es la traducción de su nombre- quedara sometida bajo su dominio.
Hacia la “guerra de ratas”
Hacía ya más de un año desde que Alemania había abierto un nuevo frente en su ambiciosa estrategia bélica al lanzar la Operación Barbarroja en territorio ruso, haciendo saltar por los aires el pacto de no agresión que Hitler y Stalin habían firmado apenas dos años antes.
Desde entonces, y a pesar de que las fuerzas del Reich habían fracasado en su intento de tomar Moscú, abundaban las pruebas de su superioridad frente al denominado Ejército Rojo. Tras sortear un duro invierno acuartelado en territorio soviético, el ejército germano se dispuso con la llegada del buen tiempo en 1942 a rematar el golpe.
Una vez más, las fuerzas soviéticas se vieron incapaces de contener el avance de la Wehrmacht, que a mediados de agosto se encontraba ya a las puertas de Stalingrado, tras haber rebasado el río Don. El día 23 dio comienzo un intenso bombardeo por parte de la fuerza aérea germana que en pocos días había reducido la ciudad a poco más que escombros y fuego. Un fuego que se extendía incluso por el Volga, por la combustión del petróleo que se extendió por el río tras la explosión de los depósitos ubicados en su ribera.
En sólo una semana, más de 40.000 civiles perecieron en los bombardeos, mientras Stalin rehusaba evacuar a niños y mujeres porque pensaba que, con ellos dentro de la ciudad, los soldados soviéticos lucharían con mayor determinación.
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La destrucción provocada por los bombardeos de la Luftwaffe (la fuera aérea germana), dificultaban la guerra de movimientos en la que el ejército germano se había mostrado hasta entonces tan superior y forzaban a una lucha de corto alcance, en la que cada casa en pie, cada rincón y hasta las alcantarillas de la ciudad eran escenario de encarnizadas batallas en las que los francotiradores robaban protagonismo a los tanques. Para el ejército alemán, aquella guerra “poseía una salvaje intimidad que espantaba a sus generales, que sentían que rápidamente estaban perdiendo control sobre los acontecimientos”, escribe Antony Beevor en su obra Stalingrado.
Las fuerzas alemanas se afanaban por conquistar las pocas posiciones fortificadas que quedaban en la ciudad en una lucha contrarreloj, ante la inminencia del frío invernal que ya el año anterior le había causado notables estragos. Precisamente la colina del Mamáyev Kurgan fue uno de los principales objetivos de la ofensiva, como punto estratégico para el dominio de la ciudad a través de la artillería, al igual de los principales edificios industriales de Stalingrado. El taller de tractores, la fábrica de acero Octubre Rojo, la Estación Central o el gran silo cereales cuentan, todos ellos, con su propia historia de valor, terror, crueldad y sufrimiento descarnados.
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Hitler y sus generales se mostraban confiados en que el Ejército Rojo se quedaría pronto sin reservas y sucumbiría al poder de la Wehrmacht. Pero lo cierto es que, en una situación desesperada para unos y otros, eran las tropas alemanas las que más empezaban a sufrir la escasez de alimentos, municiones y abrigo para resistir el frío invernal de la estepa rusa. La desmoralización era cada vez más patente en las cartas de los soldados germanos: “Muchas veces me pregunto para qué todo este sufrimiento. ¿Se ha vuelto loca la humanidad? Esta época terrible marcará a muchos de nosotros para siempre”, escribió un soldado a su esposa.
Soldados rusos en la ciudad de Stalingrado, tras la rendición germana. |
Es en ese contexto cuando se produce un audaz contraataque soviético que cambiaría las tornas de la batalla. Más de un millón de hombres, asistidos por una enorme fuerza blindada, fueron ubicados en distintos puntos de la retaguardia del frente de Stalingrado, en una operación preparada con suficiente disimulo para pillar por sorpresa al ejército germano, concentrado en su propósito de tomar la ciudad a orillas del Volga.
El jueves 19 de noviembre, el plan pergeñado por el general Gueorgui Zhukov se puso en marcha con notable eficacia. Aprovechándose de la debilidad de las fuerzas rumanas que cubrían los flancos del VI Ejército, las fuerzas soviéticas lograron rebasar las líneas germanas por distintas zonas y en un rápido movimiento cerraron un cerco en el que quedaba atrapado el grueso del Ejército alemán. Los sitiadores de Stalingrado eran ahora los sitiados.
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El hambre y la sed, el frío y las enfermedades, el cansancio y la suciedad -que traía consigo una incontenible plaga de piojos- carcomían día a día la moral de los soldados del III Reich en el frente soviético. “Estamos rodeados por un triste paisaje, monótono y melancólico. El clima de invierno varía en distintos grados de frío. La nieve, la densa lluvia, la helada y luego el repentino deshielo. Por la noche los ratones corren sobre tu cara”, describía el sacerdote alemán Kurt Reuber.
Los días de Navidad vividos en aquellas circunstancias rezuman melancolía. En los búnkeres, los soldados entonaban el tradicional “Noche de Paz” y compartían sus escasas pertenencias, mientras de fondo resonaban los estallidos de las baterías soviéticas. “Cada hombre buscaba traer un poco de alegría al otro. Era una experiencia edificante vivir esta verdadera camadería de la línea del frente”, escribió el general Edler von Daniels.
Pocos días antes, las fuerzas rusas habían lanzado la Operación Anillo, con la que esperaban cerrar el cerco sobre los combatientes alemanes. La lucha aún se prolongó hasta que el 31 de enero Paulus, con las tropas soviéticas a las puertas de su cuartel, se vio forzado a firmar la rendición. Y aún algunas tropas aisladas prolongaron la lucha hasta el 2 de febrero.
Se ponía fin a 143 días de intensa lucha, en los que más de un millón de combatientes había perdido la vida y otro tanto había resultado gravemente herido.
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Para ellos, el sufrimiento aún no había acabado y sólo 5.000 conseguirían regresar a su país, tras años como prisioneros en territorio soviético. Para el III Reich por el que habían luchado, lo peor estaba por llegar. El infierno de Stalingrado supuso el principio del fin de los delirios imperiales de Hitler.
Fuente: https://www.elindependiente.com/tendencias/2017/08/20/stalingrado-puerta-al-infierno/
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