domingo, 20 de agosto de 2017

Stalingrado, puerta al infierno

Fuente Barmalej, en Stalingrado, en agosto de 1942.
Fuente Barmalej, en Stalingrado, en agosto de 1942.
 Con sus poco más de 100 metros de altura, la colina del Mamáyev Kurgan representa un mirador privilegiado desde el que observar en toda su extensión la ciudad de Volgogrado, que se levanta en plena estepa póntica. Al fondo, el río más largo de Europa, el Volga, acaricia en su curso tranquilo y serpenteante la ciudad a la que da nombre, antes de afrontar los últimos 400 kilómetros de su viaje, que encuentra un fin inexorable y redundante a orillas del Mar Caspio.

En la cima de la colina, la escultura denominada La Madre Patria llama supone el más imponente recordatorio de que hace ahora 75 años todo aquello que desde ahí abarca la vista se convirtió en escenario de uno de los más despiadados remedos del infierno que el hombre ha sido capaz de generar.

El enfrentamiento que allí se libró “representó el mejor ejemplo de la inhumanidad del hombre para con el hombre, el sitio de una carnicería espantosa, un sacrificio deliberado e innecesario de vidas humanas, el lugar del fiero patriotismo y las abrasadoras lealtades, una ciudad que vivirá para siempre, como Troya, en las lágrimas y leyendas de los pueblos”, según dejó referido Hanson Baldwin, corresponsal de The New York Times durante la Segunda Guerra Mundial.

Por entonces, Volgogrado respondía al nombre de Stalingrado, en honor del líder supremo soviético Iosef Stalin. Y el canciller del III Reich alemán, Adolf Hitler, la había marcado como uno de sus principales objetivos.

Soldados del ejército alemán avanzan entre las ruinas de Stalingrado.
Soldados del ejército alemán avanzan entre las ruinas de Stalingrado.
Había, sin duda, argumentos estratégicos para justificar la decisión de atacar la ciudad a orillas del Volga. Stalingrado era un importante centro de la industria bélica rusa, su control permitiría bloquear las líneas de abastecimiento soviético a través del río y suponía una nada desdeñable puerta de entrada a la región del Cáucaso, donde Alemania esperaba surtirse de unos recursos petrolíferos esenciales para mantener en marcha su maquinaria bélica.

Pero por encima de esto, la ofensiva sobre Stalingrado llegó a significar para Hitler, más que una jugada táctica, un golpe de tipo simbólico. El Führer quería que la Ciudad de Stalin -que esa es la traducción de su nombre- quedara sometida bajo su dominio.

Hacia la “guerra de ratas”

Hacía ya más de un año desde que Alemania había abierto un nuevo frente en su ambiciosa estrategia bélica al lanzar la Operación Barbarroja en territorio ruso, haciendo saltar por los aires el pacto de no agresión que Hitler y Stalin habían firmado apenas dos años antes.
Desde entonces, y a pesar de que las fuerzas del Reich habían fracasado en su intento de tomar Moscú, abundaban las pruebas de su superioridad frente al denominado Ejército Rojo. Tras sortear un duro invierno acuartelado en territorio soviético, el ejército germano se dispuso con la llegada del buen tiempo en 1942 a rematar el golpe.

 Una vez más, las fuerzas soviéticas se vieron incapaces de contener el avance de la Wehrmacht, que a mediados de agosto se encontraba ya a las puertas de Stalingrado, tras haber rebasado el río Don. El día 23 dio comienzo un intenso bombardeo por parte de la fuerza aérea germana que en pocos días había reducido la ciudad a poco más que escombros y fuego. Un fuego que se extendía incluso por el Volga, por la combustión del petróleo que se extendió por el río tras la explosión de los depósitos ubicados en su ribera.

En sólo una semana, más de 40.000 civiles perecieron en los bombardeos, mientras Stalin rehusaba evacuar a niños y mujeres porque pensaba que, con ellos dentro de la ciudad, los soldados soviéticos lucharían con mayor determinación.

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 Pocos días después, la infantería alemana, con el VI Ejército del general Friedich Paulus liderando la ofensiva, comenzó el asalto a una Stalingrado en la que apenas quedaba piedra sobre piedra y en la que se vio envuelto en lo que acabarían denominando una “guerra de ratas” (rattenkrieg, en alemán).

La destrucción provocada por los bombardeos de la Luftwaffe (la fuera aérea germana), dificultaban la guerra de movimientos en la que el ejército germano se había mostrado hasta entonces tan superior y forzaban a una lucha de corto alcance, en la que cada casa en pie, cada rincón y hasta las alcantarillas de la ciudad eran escenario de encarnizadas batallas en las que los francotiradores robaban protagonismo a los tanques. Para el ejército alemán, aquella guerra “poseía una salvaje intimidad que espantaba a sus generales, que sentían que rápidamente estaban perdiendo control sobre los acontecimientos”, escribe Antony Beevor en su obra Stalingrado.

Las fuerzas alemanas se afanaban por conquistar las pocas posiciones fortificadas que quedaban en la ciudad en una lucha contrarreloj, ante la inminencia del frío invernal que ya el año anterior le había causado notables estragos. Precisamente la colina del Mamáyev Kurgan fue uno de los principales objetivos de la ofensiva, como punto estratégico para el dominio de la ciudad a través de la artillería, al igual de los principales edificios industriales de Stalingrado. El taller de tractores, la fábrica de acero Octubre Rojo, la Estación Central o el gran silo cereales cuentan, todos ellos, con su propia historia de valor, terror, crueldad y sufrimiento descarnados.

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 Y aunque, poco a poco, las fuerzas del III Reich se iban apoderando de una creciente porción de la ciudad, en cada acometida chocaban con una tenaz resistencia de los defensores soviéticos, comandados por el general Vasili Chuikov. Su situación llegó a resultar desesperada, acorralados en el margen occidental del río, pero como decía el lema del 62º ejército soviético: “Para los defensores de Stalingrado no hay más territorio al otro lado del Volga”. Al fin y al cabo, Stalin había dado la orden de no dar ni un paso atrás y los soldados rusos tenían razones para temer desairar las órdenes del comandante en jefe: a lo largo de la batalla el régimen soviético ejecutó a un total de 13.500 de sus propios hombres.

Hitler y sus generales se mostraban confiados en que el Ejército Rojo se quedaría pronto sin reservas y sucumbiría al poder de la Wehrmacht. Pero lo cierto es que, en una situación desesperada para unos y otros, eran las tropas alemanas las que más empezaban a sufrir la escasez de alimentos, municiones y abrigo para resistir el frío invernal de la estepa rusa. La desmoralización era cada vez más patente en las cartas de los soldados germanos: “Muchas veces me pregunto para qué todo este sufrimiento. ¿Se ha vuelto loca la humanidad? Esta época terrible marcará a muchos de nosotros para siempre”, escribió un soldado a su esposa.

Soldados rusos en la ciudad de Stalingrado, tras la rendición germana.
Soldados rusos en la ciudad de Stalingrado, tras la rendición germana.
 Los sitiadores, sitiados
Es en ese contexto cuando se produce un audaz contraataque soviético que cambiaría las tornas de la batalla. Más de un millón de hombres, asistidos por una enorme fuerza blindada, fueron ubicados en distintos puntos de la retaguardia del frente de Stalingrado, en una operación preparada con suficiente disimulo para pillar por sorpresa al ejército germano, concentrado en su propósito de tomar la ciudad a orillas del Volga.

El jueves 19 de noviembre, el plan pergeñado por el general Gueorgui Zhukov se puso en marcha con notable eficacia. Aprovechándose de la debilidad de las fuerzas rumanas que cubrían los flancos del VI Ejército, las fuerzas soviéticas lograron rebasar las líneas germanas por distintas zonas y en un rápido movimiento cerraron un cerco en el que quedaba atrapado el grueso del Ejército alemán. Los sitiadores de Stalingrado eran ahora los sitiados.

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 A partir de ese momento, se viven algunos de los capítulos más agónicos de los cinco meses de contienda. Mientras las fuerzas soviéticas avanzan con paso firme, estrechando el cerco, las acorraladas fuerzas alemanas, agotadas, sin combustible, sin abrigo, sin alimentos, protagonizan una huida a ninguna parte, con la única esperanza de que Hitler enviara alguna ayuda que nunca llegó. Los prisioneros eran usados como animales de carga y los enfermos eran con frecuencia abandonados a su suerte.

El hambre y la sed, el frío y las enfermedades, el cansancio y la suciedad -que traía consigo una incontenible plaga de piojos- carcomían día a día la moral de los soldados del III Reich en el frente soviético. “Estamos rodeados por un triste paisaje, monótono y melancólico. El clima de invierno varía en distintos grados de frío. La nieve, la densa lluvia, la helada y luego el repentino deshielo. Por la noche los ratones corren sobre tu cara”, describía el sacerdote alemán Kurt Reuber.

Los días de Navidad vividos en aquellas circunstancias rezuman melancolía. En los búnkeres, los soldados entonaban el tradicional “Noche de Paz” y compartían sus escasas pertenencias, mientras de fondo resonaban los estallidos de las baterías soviéticas. “Cada hombre buscaba traer un poco de alegría al otro. Era una experiencia edificante vivir esta verdadera camadería de la línea del frente”, escribió el general Edler von Daniels.

Por entonces, los altos mandos del ejército alemán habían perdido toda esperanza de que Hitler autorizara un intento de huida del cerco que, en cualquier caso, resultaba ya inviable. Y la posibilidad de una rendición que evitara mayores sufrimientos no cabía en el lenguaje del Führer. El 22 de enero enviaba un ilustrativo mensaje al cuartel del VI Ejército: “Rendirse es imposible. Las tropas han de luchar hasta el fin”.

Pocos días antes, las fuerzas rusas habían lanzado la Operación Anillo, con la que esperaban cerrar el cerco sobre los combatientes alemanes. La lucha aún se prolongó hasta que el 31 de enero Paulus, con las tropas soviéticas a las puertas de su cuartel, se vio forzado a firmar la rendición. Y aún algunas tropas aisladas prolongaron la lucha hasta el 2 de febrero.

Se ponía fin a 143 días de intensa lucha, en los que más de un millón de combatientes había perdido la vida y otro tanto había resultado gravemente herido.

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 Ese 2 de febrero de 1943 el fuego cesó en Stalingrado y el silencio se extendió por una ciudad de aspecto fantasmal. De los alrededor de 290.000 militares que habían quedado encerrados en el cerco soviético a mediados de noviembre, sólo 90.000 se mantenían con vida cuando concluyó la batalla.
Para ellos, el sufrimiento aún no había acabado y sólo 5.000 conseguirían regresar a su país, tras años como prisioneros en territorio soviético. Para el III Reich por el que habían luchado, lo peor estaba por llegar. El infierno de Stalingrado supuso el principio del fin de los delirios imperiales de Hitler.

Fuente: https://www.elindependiente.com/tendencias/2017/08/20/stalingrado-puerta-al-infierno/

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