EL CLIENTE: Dios hizo el mundo en
seis días, y a usted no le da vergüenza
necesitar seis meses para hacerme un
pantalón.
EL SASTRE: Pero, señor, mire usted el
mundo, y mire su pantalón.
...
Acabado, reciente, el cuadro está ahí, un sinsentido. Porque todavía no es más que un cuadro, sólo tiene de momento la vida de las líneas y de los colores, no se ofrece más que a su autor. Daos cuenta de su situación. Está esperando a que lo saquen de allí. Está esperando los ojos, los ojos que durante siglos, pues es un cuadro con futuro, van a abrumarle, a calumniarle, con la única vida que cuenta, la de los bípedos sin plumas. Acabará por estar harto de ello. Poco importa. Se remendará. Se recompondrá. Se le ocultará el sexo y se le levantará el pecho. Se le pondrá un anca en lugar de la nalga, como se ha hecho con la Venus de Giorgione en Dresde. Conocerá los sótanos y los techos. Se le echarán encima con paraguas y salivazos, como se ha hecho con Lurçart en Dublín. Si es un fresco de cinco metros de alto por veinticinco de largo, se lo encerrará en un invernadero para tomates, habiendo tomado antes la precaución de avivar los colores con ácido nítrico, como se ha hecho con el Triunfo de César de Mantegna en Hampton Court. Y cuando los alemanes no tengan tiempo de trasladarlo, se transformará en champiñón en un garaje abandonado [...].
La obra sustraída al juicio de los hombres termina por expirar entre espantosos suplicios. La obra considerada como creación pura, y cuya función termina con su génesis, está condenada a la nada.
Un solo aficionado (lúcido) la habría salvado. Uno solo de esos señores con el rostro surcado por entusiasmos poco convincentes, con los pies planos por las innumerables posturas, los dedos gastados por los catálogos, que miran primero de lejos, luego de cerca, y que rozan con el pulgar, en casos particularmente difíciles, el relieve del empasto. Porque no se trata aquí del animal grotesco y despreciable cuyo espectro merodea por los talleres, sino más bien del inofensivo chiflado que corre, lo mismo que otros al cine, a las galerías, al museo y hasta a las iglesias con la esperanza -agarraos- de gozar. No quiere instruirse, el muy puerco, ni llegar a ser mejor. Sólo piensa en su placer.
Él es el que justifica la existencia de la pintura como cosa pública.
Le dedico estas frases hechas adrede para confundirle todavía más.
Él sólo pide gozar. Se hace lo imposible para impedírselo.
Se hace lo imposible especialmente para que capítulos enteros de pintura moderna le sean tabú [...].
Le decimos:
-No te acerques al arte abstracto. Está hecho por una pandilla de estafadores y de inútiles. No saben hacer otra cosa. No saben dibujar. Ingres dijo que el dibujo es la nobleza del arte. No saben pintar. Delacroix dijo que el color es la nobleza del arte. No te acerques a ellos. Un niño podría hacer lo mismo [...].
Le decimos:
-No pierdas el tiempo con los realistas, con los surrealistas, con los cubistas, con los tradicionalistas, con los impresionistas, etcétera.[...].
Y así sucesivamente.
Esto es una ínfima parte de lo que se dice al aficionado.
Jamás se le dice:
-La pintura no existe. Sólo existen los cuadros. Éstos, como no son salchichas, no son ni buenos ni malos. Todo lo que puede decirse de ellos es que traducen, con más o menos pérdidas, absurdos y misteriosos accesos a la imagen, que se corresponden más o menos con oscuras tensiones internas. En cuanto a decidir usted mismo el grado de correspondencia, olvídese, pues usted no está en el pellejo del ahorcado. Él mismo lo ignora la mayor parte de las veces. Por lo demás, se trata de un factor sin interés. Porque pérdidas y beneficios se equilibran en la economía del arte, en la que lo callado es la luz de lo dicho, y toda presencia, ausencia. Todo lo que usted llegar a saber acerca de un cuadro es cuánto le gusta. Aunque eso tampoco lo sabrá probablemente nunca, a menos que se quede sordo y se vuelva analfabeto. Y llegará un momento en que de sus visitas al Louvre, porque sólo irá al Louvre, no le quedarán más que recuerdos de duración: "Estuve tres minutos contemplando .....
El mundo y el pantalón
Samuel Beckett
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