Monumento al maestro caído, en la ciudad de Montería, Córdoba, Colombia.- JAIRO VARGAS |
El día en que lo iban a matar, Luis Plaza se dirigía a una asamblea de maestros en Cartagena de Indias. Ya había recibido 15 amenazas de muerte y el Gobierno colombiano le había asignado un escolta y un coche blindado, aunque tenía que compartirlo con otro amenazado. Era secretario general de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) en el departamento de Bolívar, el sindicato con más filiación del país, paraguas de 700 organizaciones sectoriales.
“Nos van a joder”, recuerda que le dijo a su
guardaespaldas cuando dos personas en una moto le cerraron el paso en
una calle. Siete balas impactaron en su coche, pero cuando el
encapuchado apretó el gatillo, Luis ya se había hecho un ovillo en el
suelo, pensaba en su familia y asumía que su nombre engordaría la larga
lista de sindicalistas asesinados en Colombia. “Cuando vi que la moto no
avanzaba supe que eran dos sicarios. Pese a su imagen turística,
Cartagena se ha convertido en una capital del sicariato”, explica. Pero
salió de aquella. Su escolta ─no se explica cómo ni cuándo─ mató a uno
de los sicarios e hirió al otro en una pierna. Quién quería muerto a
Luis sigue siendo una incógnita, aunque él insiste en que un empresario
conocido como El Turco Hilsaca pagó 400 millones de pesos
(125.000 euros) por su asesinato. Después de aquello, Luis pasó algunos
meses en Asturias gracias a un programa de acogida para líderes sociales
amenazados en Colombia.
El atentado sucedió en 2014, pero podría
volver a pasar en cualquier momento. Por eso, Luis mantiene su escolta y
su todoterreno blindado. Las amenazas, extorsiones y asesinatos a
sindicalistas, líderes campesinos, activistas y defensores de los
derechos humanos han ido aumentando en el país al tiempo que las FARC
iban abandonando su actividad armada. Las matanzas han crecido tanto
que, a muchos, la situación les recuerda a otra época: la del
paramilitarismo impune de hace tres décadas, un oscuro déjà vú que ensombrece el proceso de paz. No hay acuerdo en cuanto a las cifras. El Programa Somos Defensores habla de 80 de estos asesinatos el año pasado. Amnistía Internacional ha contado 75. Otros colectivos como Marcha Patriótica ─el colectivo con más muertos sobre la mesa─ elevan a 125 el número de muertos. Durante el transcurso de este reportaje se han conocido al menos cuatro asesinatos. Demasiados, en cualquier caso.
Plaza, que ahora vive en la capital, Bogotá, asegura que ya ha sufrido varias situaciones de alerta recientemente. Cree que el posconflicto,
como se denomina al escenario en Colombia tras los acuerdos de paz
entre las FARC y el Gobierno, va a ser duro, largo y mortífero para
gente como él, porque falta voluntad política para acabar con el paramilitarismo, el sicariato y el narcotráfico.
Factores que, en muchas ocasiones, son difíciles de diferenciar y se
mezclan con los intereses de grandes empresarios, terratenientes e,
incluso, políticos. Además, insiste, estos grupos están ocupando los
territorios que controlaban las FARC antes del cese del fuego. Es lo
normal cuando desaparece la única autoridad real que ha operado en gran
parte de la Colombia rural, donde el Estado nunca llegó o sólo lo hizo
para bombardear a la insurgencia. Muchos campesinos confían poco o nada
en la protección de un Gobierno que les ha ignorado toda su vida. Muchos
han reconocido a este diario en privado que votaron en contra de los
acuerdos de paz porque no querían que las FARC se fueran, porque para
ellos, el remedio podía ser peor que la enfermedad. Y es lo que está
pasando.
El sector del magisterio, en el que Luis
trabaja, es uno de los más castigados por eso que el Gobierno denomina
“crimen organizado” o bacrim. Según la asociación de docentes ADEMACOR,
más de mil profesores han sido asesinados en las últimas tres décadas en
Colombia. Es tan habitual que, en la ciudad de Montería, capital del
departamento de Córdoba, al norte del país, ADEMACOR ha levantado un
monumento al maestro caído.
Según explica uno de sus portavoces, es el departamento con más docentes
asesinados, obligados a cambiar de ciudad o extorsionados. Entre ellos
está el presidente de la asociación, que en 2013 tuvo que huir de
Córdoba por panfletos amenazantes de una organización paramilitar. En lo
que va de 2017, tres profesores han sido asesinados en esta región
caribeña y ha habido más de 20 amenazas, denuncian. “Esas son las cifras
oficiales, pero hay más. La mayoría se calla. Si denuncias y no te
trasladan o no te ponen protección, que es lo habitual, te conviertes en
carne de cañón para los paramilitares”, añade.
Pero estas bandas criminales tienen nombre,
apellidos, escudo, logotipo e, incluso, página web, aunque el Gobierno
diga que no existen, que sólo son delincuentes cuyo único interés es el
dinero y no la limpieza ideológica, el genocidio político. Las Autodefensas Gaitanistas de Colombia o las Águilas Negras
son los grupos paramilitares de extrema derecha que firman panfletos y
mensajes a los amenazados en buena parte del país. Herederos de las
extintas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), son el grupo que
ataca a los maestros de Montería, por ejemplo, pero también a los
campesinos del Cauca o de Magdalena Medio o los sicarios que usan los
terratenientes para expulsar a campesinos de las tierras comunales. Pese
a todo, el Gobierno sigue poniendo en duda su autenticidad. Quizás
algún desalmado utiliza sus logotipos para asustar, para conseguir
dinero sin siquiera pertenecer a ellos, insinúa el viceministro de
Defensa, Aníbal Fernández de Soto.
Negar la realidad
Para Fernández de Soto y su gobierno, este grupo recibe el nombre de Clan del Golfo
y son, simplemente, narcotraficantes y mineros ilegales cuyos intereses
chocan con los de activistas y campesinos. “Estos asesinatos nos
preocupan y los investigamos todos pero no hay que entrar en una guerra
de cifras. No creemos que todos sean asesinatos selectivos”, afirma
mientras esgrime las positivas cifras de seguridad del país. “Estamos
en el momento de mayor tranquilidad en 40 años, con una media de 24
homicidios por cada 100.000 habitantes. Nos acercamos a cifras normales.
Nos estamos acostumbrando a vivir en paz”, argumenta.
No le falta razón al viceministro. De hecho, muchas víctimas coinciden
con él. Hay menos muertes. El problema es que los que mueren están mucho
mejor seleccionados. Al fin y al cabo, los líderes sociales serán los
encargados de velar por el desarrollo de los acuerdos de paz con las
FARC en lo que tiene que ver con la reforma agraria o la sustitución de
cultivos ilegales. Eso les convierte, a ojos de los paramilitares, en
guerrilleros de izquierda a los que exterminar, descabezar los
movimiento y debilitar el proceso de paz. Luis Juarán, del sindicato
agrario Fensuagro, afirma que han sido ellos, los civiles, quienes han
puesto la mayor cantidad de muertos durante el proceso de paz. Su
organización, muy vinculada al Partido Comunista, logró convocar grandes
movilizaciones por una reforma agraria en los 80. Eso le costó el
exterminio de su organización por parte de los paramilitares en regiones
como Costa Atlántica, Magdalena Medio, Meta y Urabá. Hoy, de nuevo, ve
morir a sus militantes y teme por su propia vida. No son recuerdos lo
que lee en los periódicos.
Un caso similar es el de Óscar Aredo, un veterano agricultor y dirigente
de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos de Colombia (ANUC) en
la región del Cauca, una de las más afectadas por el nuevo auge
paramilitar. Su lucha es por la tierra y por los recursos naturales y
sus enemigos son grandes empresas energéticas y mineros legales e
ilegales; los megraproyectos que acaban con miles de campesinos
desplazados. Él ya ha recibido decenas de amenazas, pero no tiene
escolta. “Uno no se acostumbra nunca a la muerte, pero aquí no te queda
más remedio”, afirma.
“El paramilitarismo está creciendo, las
amenazas han aumentado y está habiendo muchos asesinatos. Desde enero
hasta hoy ha habido alrededor de 20. El sábado (18 de febrero) nos mataron a un compañero en la localidad de Mercaderes”,
lamenta. “Si el Gobierno no reconoce que existe el paramilitarismo no
va a actuar contra él. Y si no acaba con los paramilitares, con el
narcotráfico, con la minería legal e ilegal no va a haber paz en
Colombia, porque son estos agentes los que están haciendo la guerra”,
argumenta.
“Seguiremos asesinando ya que la lista es larga y lo lograremos. El norte, centro y sur del Cauca debe estar listo y así
empezar el año nuevo sin castro-chavistas, sin defensores de derechos
humanos, sin activistas, sin sindicalistas, sin Marcha Patriótica, sin
LGTBI, sin colaborares de las FARC”.
Ése es uno de los párrafos de la octavilla
que apareció sobre la mesa de la oficina de Elisabeth Yangana, miembro
del Sindicato Unitario Nacional de Trabajadores del Estado Colombiano
(SUNED). En el siguiente párrafo se especificaban algunos nombres. El
suyo estaba en la lista. Lo firmaban las Águilas Negras y se despedían
así: “La gente de bien y los inocentes nos lo agradecerán. Por un nuevo
país”.
Yangana ha denunciado el paramilitarismo y
su connivencia con sectores del Estado colombiano durante años. No le
extraña figurar en esa lista, lo que le sorprende y le asusta es que el
Gobierno no le de credibilidad a ese papel. Más aún cuando ella ha
sufrido un intento de secuestro hace una década y cuando desconocidos en
moto la persiguen a la salida de su actual trabajo. A su marido “lo
desaparecieron” hace muchos años.
“Digamos que se habían calmado ─afirma sin
poder contener un risa sarcástica─ pero el 13 de diciembre ya volvieron
las amenazas. Nos persiguen y nos matan por ser de izquierdas, progresistas y reivindicar derechos sociales. Eso es sinónimo de ser de las FARC”, explica.
Tampoco le sorprende que el Gobierno quiera
pasar definitivamente la página del paramilitarismo. La época en la que
las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) eran conocidas como la “sexta
división” de las Fuerzas Armadas colombianas acabó con las imágenes de
sus jefes entregando las armas tras aquel proceso de paz firmado con el
expresidente Álvaro Uribe, en 2006. Según las cifras que presentó
el Gobierno, más de 30.000 paramilitares se desmovilizaron y entregaron
las armas. Asunto zanjado para Juan Manuel Santos, que recogió el
testigo en el Ministerio de Defensa después de ese proceso de paz.
El engaño de los paramilitares desmovilizados
Pero pocos en Colombia confían en aquella
desmovilización de los paramilitares. Ni siquiera quienes se acogieron a
ese proceso se lo creen. Jorge Luis Hernández ingresó en las AUC cuando
tenía 20 años. Hoy tiene 40 y su vida se parece muy poco a la de
entonces. “Entré porque no tenía trabajo y un primo me dijo que me
pagaban un buen sueldo”, explica. Pronto se dio cuenta de que combatir a
la guerrilla y a la “subversión comunista” era sólo una parte de su
trabajo. La otra consistía en hacerse con el control de la producción de
coca y pasta base de cocaína. “Mi misión no era sólo combatir, yo no
maté a nadie. Nos hacían vigilar las zonas cocaleras y los
laboratorios”, reconoce en el descanso de una reunión de activistas por
los derechos humanos a la que ha acudido en la ciudad de Sincelejo,
departamento de Sucre.
“Hoy
sigue existiendo paramilitarismo, sólo ha mutado un poco. La mayoría de
los mandos intermedios de las AUC no se desmovilizaron y son los que
hoy ocupan las antiguas zonas de las FARC. Ni siquiera entregamos todas las armas.
Yo tenía un rifle AK-47 y, cuando me entregué, me obligaron a hacerlo
con un rifle viejo”, asegura. ¿Quiénes son los actuales jefes
paramilitares? La pregunta le hace gracia. “Son los políticos. Siempre
han sido ellos. Una prueba es que mi batallón obligó, durante las
elecciones, a que la gente votara por Álvaro Uribe Vélez. Les
amenazábamos y estábamos presentes en los colegios electorales para ver
qué votaban”, afirma. Los políticos, responde. Esos que hoy niegan la
existencia del paramilitarismo.
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