domingo, 15 de junio de 2014

Un vistazo económico a la Península Ibérica, siglos VIII- XIII

La perla del Islam

Antes de que los venecianos se acerquen a su esplendor han florecido Bagdad, Damasco y Córdoba. En 929, cuando el emirato cordobés se convierta en califato, su capital supera el medio millón de habitantes, tiene unas ochenta mil tiendas, casi mil baños municipales y dispone de la primera red de alumbrado público. Combina una agricultura diversificada con textiles y orfebrería de calidad extraordinaria, que le permiten exportar e importar a su antojo. Su sistema monetario- basado en monedas de oro, plata y bronce que cumplen escrupulosamente su ley- es el único estable del momento, y entre la pléyade de sus escritores hallamos incluso tratadistas de derecho mercantil.

Los judíos ibéricos, solo comparables en número y prosperidad con los de Alejandría, destacan como comerciantes, traductores, médicos, filósofos y hasta grandes generales. Cuando Tarik y el deslumbrante Muza crucen el Estrecho, en 710, su principal apoyo son ellos e hispanorromanos descontentos con la égida visigoda. Parte de estos segundos se convertirán en mozárabes o arabizados, que sin dejar de ser cristianos adoptan la circuncisión, la dietética, el vestuario, la lengua y la poligamia árabe.

El desarrollo del reino cordobés se apoyará básicamente en una compenetración de musulmanes con judíos y mozárabes, los dos grupos más comprometidos con el tejido comercial e industrial del país. Tras ocho siglos de conviviencia, en 1492, el hecho de que los Reyes Católicos expulsen a ambos es probablemente la decisión más funesta de la historia de España.

Su fractura interna
Entre el siglo VIII y el XI la Península Ibérica no solo constituye el lugar más culto y tolerante de Europa, sino el más rico con mucho. Los frutos de la conocrdia se observan, por ejemplo, comparando el tributo anual percibido por Abderramán I (731- 788) y Abderramán III (912- 961). El primero obtuvo trescientos kilos de oro, cuatro toneladas y media de plata, diez mil caballos y otras tantas mulas, mil corazas de cuero y mil tahaíles para lanzas. El segundo empieza su reinado con una renta de 12.045.000 dinares de oro- aproximadamente cincuenta mil kilos-, cifra superior al ingreso conjunto de los reyes europeos. Es el monarca más poderoso del globo, superior al Califa de Bagdad, al emperador bizantino y al de la China, un país con el cual ha empezado a comerciar de modo bastante asiduo. Su serrallo los forman seis mil trescientas personas, entre huríes y eunucos, y no puede ponerse en duda que es un espíritu refinado:
Reiné medio siglo, envuelto por completo en victoria y paz, amado por mis súbditos, temido por mis enemigos, bien avenido con mis aliados [...] y no hubo dicha terrenal que no se agolpase a halagarme. Ante tan sumos logros, he recapacitado sobre los días que vine a paladear una alegría profunda y cabal, y ascienden a catorce. ¡No cifréis, congéneres míos, vuestro amor en el mundo de aquí.
El derrocamiento de los omeyas por los abásidas, y la consiguiente pérdida de control sobre el enrome territorio situado entre el Éufrates y el Indo, tendrá como consecuencia política primordial -y muy benéfica para Europa- que el reino cordobés deba entenderse de alguna manera con Bizancio y el Norte del Mediterráneo. Aunque Omar ha quemado la biblioteca de Alejandría, el califato occidental lo compensa abriendo una Universidad que reúne seiscientos mil libros, y opera como correa de transmisión entre el saber grecorromano y su tiempo. Los anales registran más de trescientos escritores cordobeses, presididos por el Aristóteles medieval que es Averroes.

Sin embargo, el brillo alcanzado apenas sobrevive a Abderramán III. El último califa es una marioneta movida por Almanzor (939- 1002), un integrista sumamente belicoso que clausura la Universidad, cierra escuelas y quema bibliotecas. El conflicto entre cuartel y colegio, alfanje y pluma, religión y ciencia se decanta a favor de lo primero, proceso que tiene su correlato en el califato oriental cuando el último regente abásida sea derrocado. Bizancio obtiene con ello un balón de oxígeno, pues cuando los turcos emergen como nuevos pretorianos del imperio musulmán, algo antes del año 1000, tanto los califas del este como los del oeste están viniendo a menos. La dinastía fatimita, que llega en 1248, es un simple rehén de los mamelucos- su análogo a la Guardia del Pretorio romano-, y para entonces el fantástico imperio de Harún al- Raschid se ha desintegrado en gran medida.

Salida del puerto de Venecia
En la Floreciente España las invasiones de almohades y almorávides, que llegan desde África para asegurar el cumplimiento de la sharia, equivalen a una persecución no solo del infiel sino del saber en general. Aplicar literalmente la ley islámica desalienta el desarrollo de la industria y el comercio, ya de por sí mermados como consecuencia de una guerra civil crónica, y con los reinos de Taifas- que llegan a ser treinta y nueve- la moneda de oro empieza a desaparecer, la de plata se adultera y el bronce se generaliza. A la discordia se añade hacer frente a reinos cristianos cada vez más eficaces en términos militares, y aunque ningún lugar de Europa se acerque vagamente a Al- Ándalus en producto agrícola y manufacturas, su riqueza va mermando sin pausa.

Venecia no sufre el desgarramiento interno que acompaña por sistema al poder musulmán y sigue creciendo, a la vez que sus escalas en Barcelona y Marsella. Lo que ha aprendido al comerciar con Bagdad y Córdoba convierte a sus banqueros en magnates del crédito, cuyo interés fijan en torno al 20 por 100 cuando se trata de venturas marítimas y al 15 en negocios menos arriesgados. Para colmar su prosperidad solo necesitan que Europa deje de ser paupérrima.

Fuente:  http://www.yometiroalmonte.es/2014/06/15/un-vistazo-economico-a-la-peninsula-iberica-siglos-viii-xiii/

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