viernes, 6 de junio de 2014
Ligeramente desenfocado
El desayuno inmediatamente anterior al desembarco se sirvió a las tres de la mañana. Los chicos de cocina del U.S.S. Chase, de inmaculada chaqueta blanca, sirvieron tortitas, salchichas, huevos y café con un celo y atención inusuales. Pero los estómagos previos a la invasión estaban preocupados, y la mayor parte de sus nobles esfuerzos quedaron en los platos.
A las cuatro se nos reunió en la cubierta superior. Las barcazas se balanceaban colgadas de sus grúas, esperando ser descargadas. Dos mil hombres formaban en perfecto silencio a la espera del primer rayo de sol. Lo que quiera que pensaran parecía una especie de letanía.
Yo permanecí en pie también en silencio. Pensé un poco en todo: en campos verdes, nubes rosadas, ovejas pastando, en todos los buenos momentos, y también en conseguir las mejores fotos que pudiera. Ninguno parecía en absoluto impaciente y diría que a nadie habría importado permanecer así, en la oscuridad, durante un buen rato más. Pero el sol no tenía forma de saber que este día era distinto a los demás, y siguió su horario habitual. Los de la primera oleada comenzaron a abordar su barcaza, que descendió hasta la superficie del agua como un ascensor a cámara lenta. El mar estaba encrespado y todos quedamos empapados antes incluso de que la barcaza se separara del buque nodriza. Estaba claro que Eisenhower no conseguiría guiar a su gente a través del canal con los pies secos, no con nada seco en realidad.
Los hombres empezaron a vomitar al instante. Pero ésta era una invasión cuidadosamente preparada y en la que primaba la buena educación: se habían dispuesto bolsas de papel al efecto. Pronto las náuseas se aplacaron. Yo imaginé que estábamos ante la madre de todos los Días D de la historia.
La costa de Normandía estaba aún a millas de distancia cuando oímos el primer zumbido inconfundible. Nos agachamos, cara a la mezcla de agua y vómito que cubría el piso de la barcaza, así que ya no vimos más la cada vez más cercana orilla. La primera barcaza, que ya había descargado sus tropas en la playa, se cruzó con nosotros de camino al Chase. El piloto, un negro de sonrisa feliz, nos saludó con el signo de la victoria. Ya había luz suficiente para hacer fotos, así que saqué mi primera cámara Contax con su protección de hule. El fondo plano de la barcaza embistió suelo francés y el piloto hizo descender la compuerta de acero. Ahí, entre grotescos obstáculos de acero que erizaban el agua, se extendía una fina franja de tierra cubierta de humo: nuestra Europa, la playa Easy Red.
Mi bella Francia se ofrecía sórdida y poco acogedora. No tardó en aguarme el regreso una ametralladora alemana que pronto comenzó a acribillar la barcaza. Los soldados se sumergieron hasta la barbilla. El agua por la cintura, los fusiles de asalto listos para disparar y los obstáculos y el humo de la playa como trasfondo formaban una escena perfecta para el fotógrafo. Me detuve un segundo en la pasarela con la intención de tomar la primera foto seria de la invasión. El piloto, con una comprensible prisa por salir pitando de allí, pensó que estaba sufriendo una comprensible inseguridad y me ayudó a decidirme con una patada muy bien ajustada al culo. El agua estaba fría y la playa quedaba a más de cien metros. Las balas abrían pequeños huecos en el agua a mi alrededor. Intenté alcanzar el primer obstáculo de acero. Un soldado se cobijó tras él a la vez que yo, y por unos minutos compartimos refugio. El le quitó el impermeable al fusil y comenzó a disparar sobre la playa humeante sin esforzarse demasiado en apuntar. El sonido de su fusil le dio el coraje necesario para avanzar y me dejó el refugio para mí solo. Ahora tenía medio metro más de espacio, y me sentía más seguro como para hacer fotos de los otros muchachos, que se escondían como yo.
Era todavía muy temprano y había poca luz para obtener buenas fotos, pero el gris del mar y el cielo volvieron muy eficaces a los muchachos, que seguían esquivando balas desde los surrealistas obstáculos fruto de los cerebros a los que Hitler había encomendado diseñar medidas antiinvasión.
Terminé mis fotos. El agua se sentía helada bajo los pantalones. No muy convencido, intenté salir detrás de mi escondrijo de acero, pero en cada intento una ráfaga me perseguía. Cincuenta metros más adelante asomaba por encima de la superficie uno de nuestros vehículos anfibios, medio quemado. Decidí que ése sería mi próximo parapeto. Calibré la situación. Mi elegante chubasquero, que ya pesaba en el brazo, no tenía mucho futuro. Lo tiré y salí en busca del anfibio. Llegué a él abriéndome paso entre cadáveres flotantes. Me detuve para tomar unas pocos fotos más y luego reuní fuerzas de flaqueza para dar el último salto hasta la playa.
La orquesta alemana atacaba ahora el tema con todos sus instrumentos. Yo no encontraba hueco entre las balas y los obuses que barrían los últimos veinticinco metros hasta la playa. Me quedé detrás de mi anfibio repitiendo una frasecita en español que había aprendido en los días de la Guerra Civil.: "Es una cosa muy seria. Es una cosa muy seria".
La marea estaba subiendo y el agua ya empapaba la carta de despedida que llevaba en el bolsillo de la pechera. Llegué por fin a la playa escudándome en los dos últimos soldados. Me tiré boca abajo y toqué con ella la arena de Francia. Besarla no me apetecía.
Jerry tenía todavía mucha munición y yo deseaba fervientemente que me tragara la tierra y salir un rato después. Las posibilidades de que aquello ocurriera eran cada vez menores. Giré la cabeza y me encontré nariz con nariz con un teniente que había estado sentado a mi mesa la última noche de póker. Me preguntó si yo sabía lo que él estaba viendo. Le respondí que no y que no creía que pudiera divisar mucho más allá de mi cabeza. "Te voy a decir lo que veo -susurró-, veo a mi madre en el porche de mi casa, saludándome y agitando mi póliza de seguro"
Ligeramente desenfocado
Robert Capa
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