James Yang |
La
aceleración del tiempo parece un fenómeno irreversible. Los seres
humanos somos partículas de la atmósfera del capitalismo. No existe un
afuera, pero puede existir un después. Una nueva escuela filosófica, el
aceleracionismo —cuya biblia podría ser el volumen homónimo de la editorial Caja Negra—
cuestiona ese incremento exponencial de la velocidad del mundo. Las
nuevas tecnologías y los nuevos procesos no hacen más que multiplicar
los estímulos y los deseos, sin evaluar su necesidad ni sus
consecuencias. Contra semejante horizonte neoliberal, esa constelación
de pensadores que sigue la estela del “Manifiesto por una Política Aceleracionista”,
que Alex Williams y Nick Srnicek firmaron en 2013, propone estrategias
de apropiación y reformulación, para que aprovechemos ese vértigo y que
llegue antes algún tipo de postcapitalismo.
Pero
esa posición utópica nos instala en el intervalo de la espera de una
gran transformación global. ¿Qué hacer mientras tanto, en la práctica
diaria y personal? Una solución la dieron los clásicos. En griego
antiguo se distinguía entre cronos y kairós, entre el tiempo del reloj o
el calendario y el tiempo de la vida. El latido del devenir
contemporáneo lo están marcando las actualizaciones de nuestros
dispositivos. Pero mientras que toda la tecnología nos ancla en el
tiempo cronológico, las experiencias artísticas o deportivas, las
emociones y los sentimientos nos elevan al vivencial. ¿Qué tienen en
común la librería, la piscina, la cama, el cine, el teatro o el mar? Que
en ellos nos desconectamos. O, mejor dicho, nos reconectamos.
Los
mecanismos del capitalismo del siglo XXI no cesan de perfeccionar
sistemas de producción, circulación y consumo cada vez más rápidos. No
importa si ello provoca problemas éticos o culturales con tal de que
generen beneficios económicos. Todos estos procesos comparten la
voluntad de alterar radicalmente nuestra idea del tiempo. La tecnología y
el capitalismo han creado una nueva fe: la iglesia de la disrupción del
tiempo.
Pero la vida humana está llena de experiencias a largo plazo: la educación, la maternidad,
la hipoteca bancaria, la jubilación. De modo que nos enfrentamos a un
reto: hacer compatibles con un contexto de prisas y urgencias las
maduraciones, las constancias, las inversiones y las esperas que nos han
definido durante siglos.
Tal
vez esa nueva era del tiempo comenzara hace unos veinticinco años,
cuando los correos electrónicos empezaron a lograr lo que no habían
conseguido los faxes: substituir a las cartas. Los plazos de la
epistolaridad eran muy parecidos a los del folletín, la narrativa por
entregas, las publicaciones semanales o mensuales, los anuarios. Y en
muy poco tiempo nos hemos acostumbrado a que ya no sean determinantes en
nuestras vidas de lectores, de familiares o de amigos. De modo que
cuando Netflix empezó a colgar a la vez todos los capítulos de una
temporada —eliminando la espera semanal que había definido durante
décadas nuestra relación con la televisión—, nos acostumbramos enseguida
a la nueva oferta. Y a todas las demás: hemos pasado a vivir en una
constante notificación y actualización de noticias, mensajes, softwares, versiones, likes.
Las
nóminas, los reportes de nuestras tarjetas de crédito, los pagos del
alquiler o del plazo de la hipoteca —no obstante— nos siguen llegando
cada mes. Y aunque en el mercado se hayan vuelto habituales los
contratos temporales y las empresas emergentes
con fecha de caducidad, los ciclos escolares continúan siendo los
mismos que en el siglo XX. Y aunque el divorcio sea ahora más corriente,
un hijo sigue siendo para siempre.
Desde
preescolar hasta posgrado, los centros de formación han llegado al
consenso de que la educación debe trabajar por proyectos. Los alumnos ya
no tienen que tener como horizonte final el examen o la conclusión de
una asignatura, sino la presentación de la memoria de un proyecto. Se
trata de una de las palabras clave de vuestra época. La pedagogía de la
proyección te prepara para un futuro laboral en que gran parte del
tiempo lo dedicarás a la generación incesante de nuevos proyectos. Un
arqueólogo del futuro nos entenderá mejor leyendo esos dosieres de ideas
que jamás se convirtieron en realidades que leyendo las novelas
contemporáneas. Porque los proyectos ya constituyen un subgénero muy
elocuente del nuevo realismo, la ciencia ficción.
Proyectar
es lanzar: imágenes, planes, futuros posibles. Y la filosofía más
pertinente de hoy está justamente imaginando alternativas a ese vértigo
cotidiano que no cesa de apretar el acelerador. Como nos recuerdan los
aceleracionistas, la situación es insostenible en todas las dimensiones
de la realidad: no solo enloquecen sin tregua los ritmos tecnológicos,
también lo hacen los plazos en que la clase media se empobrece, los
millonarios se vuelven multimillonarios o destruimos el planeta.
Contra
la “lógica del incremento definida por la competencia y la
aceleración”, que conduce a la alienación, ha escrito el sociólogo
alemán Hartmut Rosa en su libro más influyente y celebrado, Resonancia,
hay que considerar “la calidad de nuestra relación con el mundo”. Solo
deteniendo durante unos minutos o unas horas los engranajes que no cesan
de acortar nuestros plazos, para pensar y decidir nuestra propia ética y
poética como individuos, podremos aspirar a ritmos propios. Todo
necesita su tiempo, también las búsquedas, las compras y los orgasmos.
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