Wuthering es el sonido que hace el viento cuando, furioso, se enreda por entre carrejos y espinos. Seguro que lo tienen en la cabeza. Fiiiuuuu. Con todo, reconocerán que suena mejor Cumbres borrascosas que
“cumbres silbantes por el viento”. Más o menos. Primera decepción.
Cuando se enteren de que Heathcliff iba montado en pony se me van a
echar a llorar.
Solo que allí no es exactamente de esa forma. Allí, en los páramos de Yorkshire. Extensiones onduladas, bosque bajo, misteriosos agujeros que minan el suelo como pisadas de un gigante. Un lugar donde el aire baila con helechos disfrazados de araña, con brezos pegajosos, riachuelos borboteando. Juveniles. Antiguos. Los habitantes de York, los de Thornton, Leeds, Goathland o Kirkbymoorside saben perfectamente que el viento modula su rasgueo para contar historias. Hijos de vikingos, nietos del drakkar. Ella también lo supo. Durante décadas, entrenando cada día. El rumorear pausado, el chillido furioso cuando asoma a lo lejos la Abadía de Whitby. Ella.
Se llamaba Beryl Burton y fue, seguramente, la mejor ciclista de siempre que haya nacido en el Reino Unido. “Perdí la cuenta de las medallas ganadas”, dejó escrito. “Creo que alrededor de mil”, respondió el historiador Peter Whitfield cuando le preguntaron sobre su número de victorias. “Pero nadie lo ha calculado correctamente”. Todo en ella es auxesis, hipérbole. Su longevidad, su preparación, sus anécdotas. Incluso el aspecto que tenía, robusta y rubicunda sobre la bicicleta, epítome de un tiempo y un lugar. El maillot casi siempre blanco con dos tiras. Una roja, otra azul. Campeona de Inglaterra. ¿De qué, Beryl? Pues no sé cuál será este. Es que tengo muchos…
Nació en 1937. En Halton, hoy casi un barrio de Leeds. De joven era quebradiza, frágil. Pasó en el hospital más de nueve meses cuando tenía once años. Fiebres reumáticas que no acababan de curarse. La posguerra. Carencias, penurias. Estuvo otra buena temporada recayendo hasta que, ya adolescente, su primer novio, Charlie, la animó a salir con él en bicicleta. Quizá el mozo quería llevarla a los páramos de Yorkshire buscando esa intimidad tan complicada cuando tienes “diecialgo”, pero en realidad hizo que descubriera la gran pasión de su vida. Las dos grandes pasiones, en realidad, porque acabó casándose con el tal Charlie. Él también fue ciclista, pero muy malo. Malísimo. Inteligente y avanzado para su época, sin embargo. No dudó en convertirse en el manager, conductor, director de equipo, masajista, soigneur y cuantas cosas hicieran falta de Beryl. Aunque en el pueblo, al principio, lo señalasen con el dedo. Calzonazos.
Beryl comienza a competir, y al principio no se le da demasiado bien. Desconoce los códigos del pelotón, no sabe rodar en grupo, se limita a pedalear con todo hasta que sufre un desfallecimiento y sus rivales la van superando lentamente. Demasiado dolor para nada, piensa. Así que decide centrarse en otra disciplina. Solitaria. La contrarreloj, muy popular en Gran Bretaña. Y allí empieza a destacar, aun por encima de cualquier consideración que ustedes estén manejando.
En 1957, con solo 19 años, logra su primera medalla nacional. Plata en la crono sobre cien millas. Esperanzador, pero apenas una anécdota viendo lo que llegó después. Fue 72 veces campeona británica de contrarreloj, dominando distancias entre las cuatro y las cien millas. Doce entorchados en ruta, otros doce sobre la pista. Un total de 96. Léanlo de nuevo. Hasta 96 veces subió a lo más alto del pódium. En el concierto internacional su dominio no fue tan llamativo, pero también dejó impronta.
Dos veces logró el maillot arcoíris, otras cinco hizo lo propio en el velódromo. Un total de quince medallas. La primera en 1959, en 1973 la última. Tres veces vio cambiar el numerito de la década mientras lograba éxitos aquí y allá. De forma casi anónima, la mayoría de las ocasiones. “No quería que me adulasen, pero un pequeño reconocimiento no hubiese estado de más”.
Tampoco ayudaba su carácter cerrado, serio, de pocas palabras. Típico de Yorkshire, pensarán algunos. Tanto que incluso trabajaba en una granja cultivando ruibarbo. Ya ven, le falta solo la casona en los páramos. No era amiga de grandes declaraciones, no dejó para la posteridad demasiadas imágenes icónicas. Casi olvidada. Pero no del todo.
“No necesito que me digan que puedo ganar a muchos hombres. Sencillamente lo sé, porque les gano habitualmente”. No era frase hueca, sino perogrullada. A Beryl la categoría femenina pronto se le quedó pequeña. Competía a menudo con hombres. Al principio se burlaban de ella, miraban compasivos, le daban consejos básicos como quien enseña a un niño. En línea nada que hacer, la escasa habilidad se juntaba con lo hostil de sus compañeros en el pelotón y acababa imposibilitando cualquier resultado de interés. Pero en crono… ay en crono.
La historia aparece en el (delicioso) libro Escapadas. Cincuenta nombres que definieron el ciclismo de carretera, escrito por Euan Ferguson y publicado recientemente por la editorial Libros de Ruta. Un imperdible para cualquier buen aficionado, pueden creerme. Pues bien, allí se habla sobre el más conocido de entre todos los éxitos de Burton. Sucedió en septiembre de 1967. Otley, muy cerquita de su casa, Allí se celebra una prueba de resistencia contra el reloj. Doce horas sobre la bicicleta rozando los Yorkshire Dales. Subidas, bajadas, curvas, asfalto en mal estado, un viento inmisericorde que susurra desgracias mientras agarra tu sillín para que no puedas avanzar. Carrera mixta. Primero salen los hombres, separados por un minuto, después las chicas. Entre ellas Beryl, claro.
Y empieza a ocurrir
Burton va tomando ventaja sobre todos. Inmensa sobre ellas, como todos esperaban. Pero también, ojo, mordisquea diferencias a los mozos. Poco a poco. Adelanta a uno, luego a otro. Finalmente solo tiene delante a Mike McNamara, quien pasa por ser el mejor ciclista amateur de toda Inglaterra.
Ambos llevan completadas 235 millas, unos 380 kilómetros (en estas pruebas vence quien avance más en el tiempo prefijado) y la distancia va cayendo. Lo tiene al fondo de una recta, luego un poco más cerca, más cerca esta vez, ya casi, ya casi. Beryl se llevó la mano al bolsillo de su maillot, sacó de allí un regaliz y se lo tendió a su competidor al pasar junto a él. Sublime gesto. Cuando se perdió en la lejanía, quizá sintiendo que todo lo que debía demostrar ya estaba demostrado, cedió al deseo de varias horas y paró a orinar. Los últimos 45 segundos de la prueba no avanzó nada, sentándose al borde de la carretera. “Es que todo el día tuve el estómago revuelto, y solo el brandy que me acabo de tomar ha podido calmármelo”. Finalmente completó un total de 277,25 millas, más de 446 kilómetros. Nadie hizo más. Fue, de hecho, récord histórico, tanto en categoría masculina como femenina. Dos años más tarde un hombre batió su marca. Para que una mujer mejorase el registro tuvo que pasar medio siglo.
(Ah, doce meses antes había logrado el tiempo más bajo en la contrarreloj de cien millas que marcaba el Campeonato Británico de la disciplina. El campeón masculino quedó 38 segundos por debajo).
Todo eso fue Beryl Burton. Eso y una competitividad feroz. En 1976 le negó el saludo a la competidora que la había relegado a la medalla de plata en el Campeonato inglés de fondo en carretera. “Ha estado todo el día chupando rueda y luego se impone al sprint, eso no está bien”. La particularidad es que la nueva campeona se llamaba Denise y se apellidaba Burton. Era su hija, vamos. Años después se arrepintió, “no fue una bonita imagen”, pero quedaba el símbolo. El de una depredadora sobre la bicicleta.
Solo que allí no es exactamente de esa forma. Allí, en los páramos de Yorkshire. Extensiones onduladas, bosque bajo, misteriosos agujeros que minan el suelo como pisadas de un gigante. Un lugar donde el aire baila con helechos disfrazados de araña, con brezos pegajosos, riachuelos borboteando. Juveniles. Antiguos. Los habitantes de York, los de Thornton, Leeds, Goathland o Kirkbymoorside saben perfectamente que el viento modula su rasgueo para contar historias. Hijos de vikingos, nietos del drakkar. Ella también lo supo. Durante décadas, entrenando cada día. El rumorear pausado, el chillido furioso cuando asoma a lo lejos la Abadía de Whitby. Ella.
Se llamaba Beryl Burton y fue, seguramente, la mejor ciclista de siempre que haya nacido en el Reino Unido. “Perdí la cuenta de las medallas ganadas”, dejó escrito. “Creo que alrededor de mil”, respondió el historiador Peter Whitfield cuando le preguntaron sobre su número de victorias. “Pero nadie lo ha calculado correctamente”. Todo en ella es auxesis, hipérbole. Su longevidad, su preparación, sus anécdotas. Incluso el aspecto que tenía, robusta y rubicunda sobre la bicicleta, epítome de un tiempo y un lugar. El maillot casi siempre blanco con dos tiras. Una roja, otra azul. Campeona de Inglaterra. ¿De qué, Beryl? Pues no sé cuál será este. Es que tengo muchos…
Nació en 1937. En Halton, hoy casi un barrio de Leeds. De joven era quebradiza, frágil. Pasó en el hospital más de nueve meses cuando tenía once años. Fiebres reumáticas que no acababan de curarse. La posguerra. Carencias, penurias. Estuvo otra buena temporada recayendo hasta que, ya adolescente, su primer novio, Charlie, la animó a salir con él en bicicleta. Quizá el mozo quería llevarla a los páramos de Yorkshire buscando esa intimidad tan complicada cuando tienes “diecialgo”, pero en realidad hizo que descubriera la gran pasión de su vida. Las dos grandes pasiones, en realidad, porque acabó casándose con el tal Charlie. Él también fue ciclista, pero muy malo. Malísimo. Inteligente y avanzado para su época, sin embargo. No dudó en convertirse en el manager, conductor, director de equipo, masajista, soigneur y cuantas cosas hicieran falta de Beryl. Aunque en el pueblo, al principio, lo señalasen con el dedo. Calzonazos.
Beryl comienza a competir, y al principio no se le da demasiado bien. Desconoce los códigos del pelotón, no sabe rodar en grupo, se limita a pedalear con todo hasta que sufre un desfallecimiento y sus rivales la van superando lentamente. Demasiado dolor para nada, piensa. Así que decide centrarse en otra disciplina. Solitaria. La contrarreloj, muy popular en Gran Bretaña. Y allí empieza a destacar, aun por encima de cualquier consideración que ustedes estén manejando.
En 1957, con solo 19 años, logra su primera medalla nacional. Plata en la crono sobre cien millas. Esperanzador, pero apenas una anécdota viendo lo que llegó después. Fue 72 veces campeona británica de contrarreloj, dominando distancias entre las cuatro y las cien millas. Doce entorchados en ruta, otros doce sobre la pista. Un total de 96. Léanlo de nuevo. Hasta 96 veces subió a lo más alto del pódium. En el concierto internacional su dominio no fue tan llamativo, pero también dejó impronta.
Dos veces logró el maillot arcoíris, otras cinco hizo lo propio en el velódromo. Un total de quince medallas. La primera en 1959, en 1973 la última. Tres veces vio cambiar el numerito de la década mientras lograba éxitos aquí y allá. De forma casi anónima, la mayoría de las ocasiones. “No quería que me adulasen, pero un pequeño reconocimiento no hubiese estado de más”.
Tampoco ayudaba su carácter cerrado, serio, de pocas palabras. Típico de Yorkshire, pensarán algunos. Tanto que incluso trabajaba en una granja cultivando ruibarbo. Ya ven, le falta solo la casona en los páramos. No era amiga de grandes declaraciones, no dejó para la posteridad demasiadas imágenes icónicas. Casi olvidada. Pero no del todo.
“No necesito que me digan que puedo ganar a muchos hombres. Sencillamente lo sé, porque les gano habitualmente”. No era frase hueca, sino perogrullada. A Beryl la categoría femenina pronto se le quedó pequeña. Competía a menudo con hombres. Al principio se burlaban de ella, miraban compasivos, le daban consejos básicos como quien enseña a un niño. En línea nada que hacer, la escasa habilidad se juntaba con lo hostil de sus compañeros en el pelotón y acababa imposibilitando cualquier resultado de interés. Pero en crono… ay en crono.
La historia aparece en el (delicioso) libro Escapadas. Cincuenta nombres que definieron el ciclismo de carretera, escrito por Euan Ferguson y publicado recientemente por la editorial Libros de Ruta. Un imperdible para cualquier buen aficionado, pueden creerme. Pues bien, allí se habla sobre el más conocido de entre todos los éxitos de Burton. Sucedió en septiembre de 1967. Otley, muy cerquita de su casa, Allí se celebra una prueba de resistencia contra el reloj. Doce horas sobre la bicicleta rozando los Yorkshire Dales. Subidas, bajadas, curvas, asfalto en mal estado, un viento inmisericorde que susurra desgracias mientras agarra tu sillín para que no puedas avanzar. Carrera mixta. Primero salen los hombres, separados por un minuto, después las chicas. Entre ellas Beryl, claro.
Y empieza a ocurrir
Burton va tomando ventaja sobre todos. Inmensa sobre ellas, como todos esperaban. Pero también, ojo, mordisquea diferencias a los mozos. Poco a poco. Adelanta a uno, luego a otro. Finalmente solo tiene delante a Mike McNamara, quien pasa por ser el mejor ciclista amateur de toda Inglaterra.
Ambos llevan completadas 235 millas, unos 380 kilómetros (en estas pruebas vence quien avance más en el tiempo prefijado) y la distancia va cayendo. Lo tiene al fondo de una recta, luego un poco más cerca, más cerca esta vez, ya casi, ya casi. Beryl se llevó la mano al bolsillo de su maillot, sacó de allí un regaliz y se lo tendió a su competidor al pasar junto a él. Sublime gesto. Cuando se perdió en la lejanía, quizá sintiendo que todo lo que debía demostrar ya estaba demostrado, cedió al deseo de varias horas y paró a orinar. Los últimos 45 segundos de la prueba no avanzó nada, sentándose al borde de la carretera. “Es que todo el día tuve el estómago revuelto, y solo el brandy que me acabo de tomar ha podido calmármelo”. Finalmente completó un total de 277,25 millas, más de 446 kilómetros. Nadie hizo más. Fue, de hecho, récord histórico, tanto en categoría masculina como femenina. Dos años más tarde un hombre batió su marca. Para que una mujer mejorase el registro tuvo que pasar medio siglo.
(Ah, doce meses antes había logrado el tiempo más bajo en la contrarreloj de cien millas que marcaba el Campeonato Británico de la disciplina. El campeón masculino quedó 38 segundos por debajo).
Todo eso fue Beryl Burton. Eso y una competitividad feroz. En 1976 le negó el saludo a la competidora que la había relegado a la medalla de plata en el Campeonato inglés de fondo en carretera. “Ha estado todo el día chupando rueda y luego se impone al sprint, eso no está bien”. La particularidad es que la nueva campeona se llamaba Denise y se apellidaba Burton. Era su hija, vamos. Años después se arrepintió, “no fue una bonita imagen”, pero quedaba el símbolo. El de una depredadora sobre la bicicleta.
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