viernes, 6 de septiembre de 2019

Refugiados del Este


Hotel judío en la Grenadierstrasse esquina con la Hirtenstrasse, en torno a 1905

   Fürst Geza* -en Hungría se pone el nombre después del apellido; si él se llama así es solo gracias a una ironía del destino, que a veces se encapricha en conceder a los mendigos atributos señoriales-, o si lo prefieren, Geza Fürst, trabajó como aprendiz en una tienda de ultramarinos en Budapest desde los doce años de edad. Cuando contaba dieciséis años, fue instaurada la República Soviética de Hungría y la tienda de ultramarinos tuvo que cerrar. A consecuencia de ello, Geza se alistó en el Ejército Rojo.
   Cuando las fuerzas contrarrevolucionarias llegaron al poder, Geza Fürst y su familia huyeron a la zona de Hungría ocupada por los rumanos. Los rumanos expulsaron a la familia Fürst. Fürst padre, un maestro sastre judío, emigró a Eslovaquia con su mujer, sus cuatro hijas, tijeras, cinta métrica, hilo, agujas y el pequeño de sus hijos, Geza. Con dieciséis años, y habiendo servido en el Ejército Rojo, Geza no podía regresar a Budapest. Así que se vino a Berlín.
   No vayan ustedes a creer que para quedarse. El  Comisionado para la Desmovilización no lo permitiría en ningún caso. Geza Fürst, con casi diecisiete años, quiere ir a Hamburgo. A embarcarse. Como grumete. ¿O acaso debería seguir haciendo cucuruchos de papel en una tienda de comestibles, sacar los arenques en salmuera del barril, cogiéndolos por la cola tiesa, y desparramar pasas por el mostrador? ¿O dejar que un ejército lo reclutara? Con razón quiere embarcarse Geza Fürst. Suenan las sirenas, las chimeneas blancas escupen su vapor, repican las campanas del navío, y el mundo no tiene fin. Geza Fürst quiere ser un buen marinero. Es de complexión fuerte, pero se mueve con agilidad, y sus ojos, grises, ya pueden divisar el horizonte y la inmensidad azul.
   Pues bien, Geza Fürst no pudo marcharse a Hamburgo porque a la sazón no tenía papeles.
   Geza Fürst se alojaba en una casa de huéspedes de la Grenadierstrasse. Allí lo conocí. Junto con otras persona. Y es que en esa casa se hospedaban ciento veinte judíos refugiados del Este. Muchos de los hombres venían directamente de los campamentos rusos de prisioneros de guerra. Sus ropas formaban un batiburrillo de uniformes harapientos. En sus ojos se advertía un dolor milenario. También había mujeres. Llevaban a sus hijos a la espalda, como fardos de ropa sucia. Otros niños, que se arrastraban patizambos por un mundo raquítico, roían unos mendrugos de pan seco.

   Eran refugiados. Se los conoce generalmente con el nombre de "el peligro del Este". El miedo al progromo los une en una avalancha de miseria y mugre que, creciendo lentamente, va cruzando Alemania desde el Este. En los barrios del este de Berlín se amontona una parte en grandes grupos. Una pequeña minoría son jóvenes y gozan de buena salud, como Geza Fürst, un grumete nato. La mayoría están viejos, decrépitos y acabados.
  Proceden de Ucrania, Galitzia, Hungría. Cientos de miles fueron víctimas de los progromos en su propia tierra. Los supervivientes vinieron a Berlín. Desde aquí se dirigen al oeste, a Holanda, a América, y algunos hacia el sur, hacia Palestina.
   En la casa de huéspedes huele a ropa sucia, Choucroute y humanidad. En el suelo, acurrucados los unos junto a los otros, yacen los cuerpos como el equipaje en un andén. Algunos judíos entrados en años fuman en pipa. La pipa huele a cuerno. Los gritos de los niños revolotean en las esquinas. Los suspiros se pierden en las ranuras del suelo de madera. El brillo rojizo de una lámpara de petróleo lucha por abrirse paso a través de un muro de humo y sudor.
   Geza Fürst, sin embargo, no lo soporta. Mete las manos en los bolsillos desgastados de su chaqueta y, silbando, sale a la calle a tomar el aire. Tal vez mañana encuentre alojamiento en el albergue de la Wiesenstrasse, habilitado para los judíos venidos del Este que no tienen hogar. Ojalá tuviera papeles. Pues en la Wiesenstrasse son muy estrictos y no admiten a cualquiera, así sin más.
   En total, desde que acabó la guerra, han sido cincuenta mil personas que han llegado a Alemania procedentes del Este. Huelga decir que parecen millones. Pues da la impresión que la miseria se ha duplicado, triplicado de que es diez veces mayor. Tanta es la que hay. Entre los inmigrantes hay más obreros y artesanos que comerciantes. Según la división por trabajos, hay un 68,3 por ciento de obreros, un 14,26 por ciento de asalariados y solo un 11,13 por ciento de comerciantes por cuenta propia.
   No hay empresa alemana capaz de absorberlos, aunque el mayor peligro surge cuando no se les deja trabajar. En ese caso, como no podía ser de otro modo, se convierten en estraperlistas, contrabandistas e incluso en delincuentes comunes. La Asociación de Judíos del Este se esfuerza en vano por convencer a la opinión pública de que la mejor solución sería el reparto de la mano de obra inmigrante por todo el mercado laboral alemán. Pero hasta la expulsión de esta gente es motivo de conflicto para las autoridades. En lugar de facilitar la salida inmediata de todos aquellos que solicitan un visado para abandonar el país, las autoridades hacen todo lo posible por dilatar la tramitación. Semana tras semana, los refugiados mueren de la caridad de la gente antes de que se les permita desaparecer del mapa. Hasta la fecha mil doscientas treinta y nueve personas han logrado abandonar Berlín sin haber muerto de hambre.
   En la Wiesenstrasse, en el asilo municipal para indigentes que estuvo cerrado durante un tiempo, se ha abierto un albergue para judíos refugiados del Este. Los bañan, desinfectan, despiojan, alimentan, abrigan y acuestan. Entonces se les da la oportunidad de irse de Alemania. Es una de las medidas preventivas más beneficiosas contra "el peligro del Este".
   De tarde en tarde aparece algún refugiado inteligente y de espíritu emprendedor. Quiere irse a Nueva York y hacerse rico.
   Tal vez logre Geza Fürst llegar a Hamburgo y convertirse en grumete. Geza Fürst, que en la actualidad va y viene por la Grenadierstrasse. Las manos en los bolsillos del pantalón, antiguo miembro de la Guardia Roja, aventurero y pirata in spe. Hace poco le oí cantar una canción húngara que decía : "El viento y yo somos muy buenos amigos; no hay hogar ni patio ni persona que llore por nosotros..."

Neue Berliner Zeitung - 12 Uhr-Blatt,
20 de octubre de 1920
Crónicas berlinesas
Joseph Roth

  

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